Las próximas elecciones generales son una estupenda ocasión para contrastar ideas respecto a cómo deben financiarse las comunidades autónomas en el futuro.
Nuestro país tiene un sistema federal, que llamamos «de las autonomías» al que solo le falta el nombre. Es uno de los que más descentralizado tiene el gasto público con las importantísimas partidas de sanidad y educación plenamente transferidas a las regiones.
Los ingresos de las regiones, sin embargo,todavía dependen en buena medida de las transferencias del gobierno central, sin las cuales serían incapaces de financiar unos gasto sensiblemente mayores. Para que nuestro sistema de niveles territoriales de gobierno pueda denominarse verdaderamente federal debería resolverse esta asimetría entre la amplia descentralización del gasto y la sensiblemente menos amplia descentralización de los impuestos.
De manera que todo el mundo espera una nueva reforma de la financiación autonómica y seguro que los programas electorales se hacen eco de ello, como ya han empezado a sugerir
algunos de los nuevos presidentes autonómicos retomando un largo debate inexplicablemente suspendido durante los largos meses de campaña para las elecciones autonómicas.
No obstante, el punto de partida para una nueva «vuelta de tuerca» al modelo de financiación autonómica, alrededor del mismo tornillo, se entiende, es muy problemático. Recuérdese que el régimen fiscal foral ha sido visto por las restantes comunidades autónomas desde el inicio como un agravio comparativo. Aún así, no ha sido este agravio el que ha dirigido todo el proceso posteriormente. Lo que ha dirigido el número incesante de vueltas de tuerca de la financiación autonómica hasta el presente ha sido el agravio comparativo que supuso para Cataluña el régimen de «café para todos (los restantes)» que complementó a las excepciones forales para dibujar nuestro estado de las autonomías.
Cualquier trato favorable a Cataluña, disparaba la máquina del café para todos los demás, hasta que, viciado el principio implícito de mejor trato a esta comunidad, había que echar un poco más de café en la taza catalana. Y vuelta a empezar. Obviamente, esto no es lo que puede volver a suceder si a ello nos referimos por una nueva vuelta de tuerca al modelo de financiación autonómica.
Las próximas elecciones generales, independientemente del curso que siga la cuestión catalana, son una estupenda ocasión para contrastar ideas respecto a cómo deben financiarse las comunidades autónomas en el futuro, al menos en la medida en que aceptemos que la situación actual no es satisfactoria.
Obviamente, no se puede hacer tabla rasa de la trayectoria pasada, aunque tampoco hay que tomarla como algo intocable. Sería bueno restablecer algunos principios de sentido común que se han ido desdibujando con el tiempo. Entre ellos el «principio de responsabilidad» que vendría a decir que no es sano gestionar programas de gastos sin disponer de los recursos suficientes. De esta forma se cierra el círculo de la responsabilidad fiscal y no tenemos por qué seguir hablando de algo tan difuso como la co-responsabilidad. También estaría muy bien que contribuyesen a financiar los servicios públicos de cada región todos los beneficiarios potenciales de los mismos. Este «principio de correspondencia» obligaría a extraer dichos recursos de los habitantes de la región y no de los que no viven en ella.
Otro principio que convendría mantener, en buena medida aplicado, es el de que exista una cartera común de servicios para todas las regiones. No tiene por qué ser una cartera «básica» o
«mínima», como a veces se la define. Basta con que sea común. En este punto sí que es necesario disponer de algún mecanismo de solidaridad territorial para evitar que las regiones menos favorecidas se queden por debajo de dicho estándar. Para ello, no hacen falta los recursos ingentes que manejamos en la actualidad, ni los innumerables fondos existentes, o los polinomios absurdos con los que se distribuyen dichos recursos. Basta con un solo fondo o mecanismo financiado con recursos centrales cuyo montante no debería superar el 5% del PIB, por ejemplo. El resto de los recursos de las comunidades autónomas deberían obtenerse de las bases imponibles radicadas en cada una de ellas.
Nuestro país tiene un sistema federal, que llamamos «de las autonomías» al que solo le falta el nombre. Es uno de los que más descentralizado tiene el gasto público con las importantísimas partidas de sanidad y educación plenamente transferidas a las regiones.
Los ingresos de las regiones, sin embargo,todavía dependen en buena medida de las transferencias del gobierno central, sin las cuales serían incapaces de financiar unos gasto sensiblemente mayores. Para que nuestro sistema de niveles territoriales de gobierno pueda denominarse verdaderamente federal debería resolverse esta asimetría entre la amplia descentralización del gasto y la sensiblemente menos amplia descentralización de los impuestos.
De manera que todo el mundo espera una nueva reforma de la financiación autonómica y seguro que los programas electorales se hacen eco de ello, como ya han empezado a sugerir
algunos de los nuevos presidentes autonómicos retomando un largo debate inexplicablemente suspendido durante los largos meses de campaña para las elecciones autonómicas.
No obstante, el punto de partida para una nueva «vuelta de tuerca» al modelo de financiación autonómica, alrededor del mismo tornillo, se entiende, es muy problemático. Recuérdese que el régimen fiscal foral ha sido visto por las restantes comunidades autónomas desde el inicio como un agravio comparativo. Aún así, no ha sido este agravio el que ha dirigido todo el proceso posteriormente. Lo que ha dirigido el número incesante de vueltas de tuerca de la financiación autonómica hasta el presente ha sido el agravio comparativo que supuso para Cataluña el régimen de «café para todos (los restantes)» que complementó a las excepciones forales para dibujar nuestro estado de las autonomías.
Cualquier trato favorable a Cataluña, disparaba la máquina del café para todos los demás, hasta que, viciado el principio implícito de mejor trato a esta comunidad, había que echar un poco más de café en la taza catalana. Y vuelta a empezar. Obviamente, esto no es lo que puede volver a suceder si a ello nos referimos por una nueva vuelta de tuerca al modelo de financiación autonómica.
Las próximas elecciones generales, independientemente del curso que siga la cuestión catalana, son una estupenda ocasión para contrastar ideas respecto a cómo deben financiarse las comunidades autónomas en el futuro, al menos en la medida en que aceptemos que la situación actual no es satisfactoria.
Obviamente, no se puede hacer tabla rasa de la trayectoria pasada, aunque tampoco hay que tomarla como algo intocable. Sería bueno restablecer algunos principios de sentido común que se han ido desdibujando con el tiempo. Entre ellos el «principio de responsabilidad» que vendría a decir que no es sano gestionar programas de gastos sin disponer de los recursos suficientes. De esta forma se cierra el círculo de la responsabilidad fiscal y no tenemos por qué seguir hablando de algo tan difuso como la co-responsabilidad. También estaría muy bien que contribuyesen a financiar los servicios públicos de cada región todos los beneficiarios potenciales de los mismos. Este «principio de correspondencia» obligaría a extraer dichos recursos de los habitantes de la región y no de los que no viven en ella.
Otro principio que convendría mantener, en buena medida aplicado, es el de que exista una cartera común de servicios para todas las regiones. No tiene por qué ser una cartera «básica» o
«mínima», como a veces se la define. Basta con que sea común. En este punto sí que es necesario disponer de algún mecanismo de solidaridad territorial para evitar que las regiones menos favorecidas se queden por debajo de dicho estándar. Para ello, no hacen falta los recursos ingentes que manejamos en la actualidad, ni los innumerables fondos existentes, o los polinomios absurdos con los que se distribuyen dichos recursos. Basta con un solo fondo o mecanismo financiado con recursos centrales cuyo montante no debería superar el 5% del PIB, por ejemplo. El resto de los recursos de las comunidades autónomas deberían obtenerse de las bases imponibles radicadas en cada una de ellas.
Este artículo se publicó originalmente en la revista Empresa Global de AFI.