La primera vez que hablé con un escritor, le pregunté por qué algunas novelas, por mucho que lo intentes, nunca consigues terminar de escribirlas. Eso era justo lo que a mí me pasaba, que empezaba a teclear historias y me quedaba a medias, o incluso mucho antes. Por aquel entonces, yo aún no me había atrevido a tomarme en serio lo de escribir y me dedicaba a otras cosas.
En concreto, a ser data manager de ensayos clínicos; hacía entrevistas a pacientes sometidos a un tratamiento farmacológico particular y pasaba los datos a unas fichas de Excel. El trabajo no me quitaba muchas horas, así que, en cuanto podía, utilizaba el ordenador para escribir mis secretas y fracasadas historias de ficción (al final me pillaron y me echaron, claro).
El caso es que el escritor en cuestión era uno de los pacientes; me enteré de a lo que se dedicaba porque la profesión era una de las preguntas del formulario. Al escucharlo, me salté un poco bastante el protocolo y le pregunté por su trabajo.
Supongo que se dio cuenta de mi excesivo interés cuando le interrogué disimuladamente por mi frustración particular, lo de por qué algunas novelas no conseguían acabarse nunca. Me dio una respuesta sencilla y concisa: "Si no consigues escribir una historia es porque no te la crees". No se lo dije, pero me decepcionó un poco con su explicación. En aquel entonces, yo intentaba escribir historias a las que les daba tantas vueltas que casi vivía en ellas (ya os digo que me echaron del trabajo). Me las creía de cabo a rabo.
Unos cuantos años después, decidí echar el freno a mi futuro como data manager y volví a la universidad con el objetivo de ser escritor. En mi regreso a las aulas, aprendí las claves que me faltaban gracias a los métodos de escritura. Me enseñaron que, para construir una historia, hay que empezar por darle vida a los personajes que la protagonizan y construir los cimientos del entorno en el que se mueven. Esos mundos pueden tener mapas sacados de la realidad o ser galaxias muy muy lejanas, pero lo más importante es que sean verosímiles.
También aprendí que las historias se dividen en tres actos, empezando por el planteamiento, liándolo todo en el nudo y soltando los cabos en el desenlace. Descubrí que pueden empezar en cualquier momento, pero que siempre hay uno que es el mejor para que todo detone. También que, para pasar de una parte a otra de una historia, tiene que haber un punto de giro que lo descoloque todo y que así la cosa no pierda fuerza.
Y después de aprenderme todas esas normas, me di cuenta de que puedes jugar con ellas y darles la vuelta y que, a veces, así también funciona. Los manuales de escritura están ahí desde que Aristóteles diera el pistoletazo de salida con su Poética. Se puede ser más o menos fan de ellos, pero lo que no se puede negar es que los métodos funcionan y que si los sigues llegas hasta la meta.
Aprender esos pasos era justo lo que yo necesitaba para al fin escribir "fin". En todos los años que han pasado desde entonces, sólo algunas de mis historias han llegado a ver la luz, pero en el escritorio de mi ordenador ya no guardo los documentos con nombres tipo "Historia tal, undécimo intento", sino que pongo "Historia tal, definitivo". Bueno, llego hasta esa última versión con las que de verdad me gustan y trabajo lo suficiente en ellas. De esas, lo he conseguido con todas. Bueno, menos con una...
Tengo una historia con ya no sé ni cuántos archivos de Word acumulados en mi ordenador con su título. La empecé con muchas ganas, me encantaba lo que había encontrado, así que me hice una buena sinopsis con todo lo que iba a pasar en la futura novela. Pero cuando me puse a escribirla, al llegar hacia la mitad, me bloqueé. La dejé reposar un tiempo, volví a ella más fresco, avancé otro tramo y me atasqué de nuevo.
Decidí leer la estructura que tenía escrita, a ver si ahí había algo que no funcionaba. Tenía el detonante bien colocado, tres actos claramente delimitados, puntos de giro.... Todo estaba en orden. A pesar de eso, cambié algunas cosas para que la historia funcionara aún mejor y me puse de nuevo a escribir desde el principio. Avancé con buen ritmo, superé los atascos previos hasta que, de nuevo, me encontré con un muro. Y así estoy desde entonces: adelante y atrás, adelante y atrás, adelante y atrás... He escrito tantas versiones que tengo documentos de años diferentes.
¿Qué narices le pasa a esa novela que no consigo acabarla ni a tiros? Leo las muchas versiones que ya he escrito y sé que, si continuara y llegara hasta el final, tendría una historia entera de esas que los manuales dirían que es correcta. Pero también sé que hay algo que no está escrito en ningún recetario de escritor y que es lo que me impide llegar hasta el final. Algo que hace que, en el fondo, la historia no funcione.
Y más de una década después, escucho en mi cabeza la voz de aquel primer escritor con el que hablé, dándome la clave de lo que le ocurre a esa novela: "Si no consigues escribir una historia es porque no te la crees".
En concreto, a ser data manager de ensayos clínicos; hacía entrevistas a pacientes sometidos a un tratamiento farmacológico particular y pasaba los datos a unas fichas de Excel. El trabajo no me quitaba muchas horas, así que, en cuanto podía, utilizaba el ordenador para escribir mis secretas y fracasadas historias de ficción (al final me pillaron y me echaron, claro).
El caso es que el escritor en cuestión era uno de los pacientes; me enteré de a lo que se dedicaba porque la profesión era una de las preguntas del formulario. Al escucharlo, me salté un poco bastante el protocolo y le pregunté por su trabajo.
Supongo que se dio cuenta de mi excesivo interés cuando le interrogué disimuladamente por mi frustración particular, lo de por qué algunas novelas no conseguían acabarse nunca. Me dio una respuesta sencilla y concisa: "Si no consigues escribir una historia es porque no te la crees". No se lo dije, pero me decepcionó un poco con su explicación. En aquel entonces, yo intentaba escribir historias a las que les daba tantas vueltas que casi vivía en ellas (ya os digo que me echaron del trabajo). Me las creía de cabo a rabo.
Unos cuantos años después, decidí echar el freno a mi futuro como data manager y volví a la universidad con el objetivo de ser escritor. En mi regreso a las aulas, aprendí las claves que me faltaban gracias a los métodos de escritura. Me enseñaron que, para construir una historia, hay que empezar por darle vida a los personajes que la protagonizan y construir los cimientos del entorno en el que se mueven. Esos mundos pueden tener mapas sacados de la realidad o ser galaxias muy muy lejanas, pero lo más importante es que sean verosímiles.
También aprendí que las historias se dividen en tres actos, empezando por el planteamiento, liándolo todo en el nudo y soltando los cabos en el desenlace. Descubrí que pueden empezar en cualquier momento, pero que siempre hay uno que es el mejor para que todo detone. También que, para pasar de una parte a otra de una historia, tiene que haber un punto de giro que lo descoloque todo y que así la cosa no pierda fuerza.
Y después de aprenderme todas esas normas, me di cuenta de que puedes jugar con ellas y darles la vuelta y que, a veces, así también funciona. Los manuales de escritura están ahí desde que Aristóteles diera el pistoletazo de salida con su Poética. Se puede ser más o menos fan de ellos, pero lo que no se puede negar es que los métodos funcionan y que si los sigues llegas hasta la meta.
Aprender esos pasos era justo lo que yo necesitaba para al fin escribir "fin". En todos los años que han pasado desde entonces, sólo algunas de mis historias han llegado a ver la luz, pero en el escritorio de mi ordenador ya no guardo los documentos con nombres tipo "Historia tal, undécimo intento", sino que pongo "Historia tal, definitivo". Bueno, llego hasta esa última versión con las que de verdad me gustan y trabajo lo suficiente en ellas. De esas, lo he conseguido con todas. Bueno, menos con una...
Tengo una historia con ya no sé ni cuántos archivos de Word acumulados en mi ordenador con su título. La empecé con muchas ganas, me encantaba lo que había encontrado, así que me hice una buena sinopsis con todo lo que iba a pasar en la futura novela. Pero cuando me puse a escribirla, al llegar hacia la mitad, me bloqueé. La dejé reposar un tiempo, volví a ella más fresco, avancé otro tramo y me atasqué de nuevo.
Decidí leer la estructura que tenía escrita, a ver si ahí había algo que no funcionaba. Tenía el detonante bien colocado, tres actos claramente delimitados, puntos de giro.... Todo estaba en orden. A pesar de eso, cambié algunas cosas para que la historia funcionara aún mejor y me puse de nuevo a escribir desde el principio. Avancé con buen ritmo, superé los atascos previos hasta que, de nuevo, me encontré con un muro. Y así estoy desde entonces: adelante y atrás, adelante y atrás, adelante y atrás... He escrito tantas versiones que tengo documentos de años diferentes.
¿Qué narices le pasa a esa novela que no consigo acabarla ni a tiros? Leo las muchas versiones que ya he escrito y sé que, si continuara y llegara hasta el final, tendría una historia entera de esas que los manuales dirían que es correcta. Pero también sé que hay algo que no está escrito en ningún recetario de escritor y que es lo que me impide llegar hasta el final. Algo que hace que, en el fondo, la historia no funcione.
Y más de una década después, escucho en mi cabeza la voz de aquel primer escritor con el que hablé, dándome la clave de lo que le ocurre a esa novela: "Si no consigues escribir una historia es porque no te la crees".