Ernest Hemingway ha sido, durante las últimas siete décadas, tan buen concejal de Turismo para La Habana y sus locales nocturnos, "My daiquiri in Floridita and my mojito in La Bodeguita", como para Pamplona sus sansanfermines.
Estados Unidos, en La Habana, y Cuba, en Washington, han reabierto esta semana sus embajadas tras 54 años de desencuentros e incomunicación, pero "Jemingüey", como le decían los cubanos, siempre ha mantenido abierta la suya en El Foridita. Un mito no fraguado en torno a la literatura sino alrededor de lo cotidiano, y lo cotidiano en La Habana es la gosadera.
Para el norteamericano, Cuba fue, sobre todo, un buen lugar donde escribir y vivir, pero no un espacio ideológico como la Guerra Civil española. El mar era su escape, El Pilar, su segunda casa sobre las olas, y El Floridita, la tercera.
El histórico local sigue abierto, con el mismo luminoso que hace más de medio siglo, y la presencia de Hemingway es el principal reclamo. El viejo Ernesto, bañado en bronce y bajo techo. Sin poder levantar el codo y objetivo continuo para las fotos de los turistas.
Cuando bebía sin sed, aquí se recetaba cada día una docena de rones dobles, aquí alternó con Spencer Tracy, "muy gordo para ser un pescador", dijo cuando se lo presentaron para encarnar El viejo y el mar, y aquí se besó escandalosamente con Ava Gadner. ¿Había otra manera de besar a tremendo bellezón?
En el Floridita que adoptó a Hemingway se bebía buen ron, como ahora, y se comían excelentes camarones con sabor a mar. Hoy los camareros continúan vistiendo sus elegantes chaquetas rojas y los pantalones blancos. Ya no saluda tras su barra Constantino Ribalaigua, Constante, catalán que, con rigor artesano, hizo de la coctelería un rito.
Hemingway aseguraba que sus preparados no sabían a alcohol y provocaban la misma sensación que esquiar barranco abajo por un glaciar cubierto de nieve en polvo. El escritor reinventó un daiquiri a su medida, sin azúcar y con el doble de ron; "Papá Hemingway", bautizó la bomba. ¡A tu salud, Ernesto!
Su habitación en el Hotel Ambos Mundos, un Museo de bolsillo
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Muy cerca de El Floridita, en la bulliciosa calle Obispo, nos abre sus puertas de su fachada en tonos pastel el histórico Hotel Ambos Mundos. En 1929 alojó a Ernest Hemingway en su primera visita. Dos dólares diarios pagó por su habitación en el quinto piso, con las tres ventanas buscando la brisa del noreste.
Regresó diez años más tarde tras informar de la Guerra Civil española. Entre estas cuatro paredes, y en compañía de la periodista Martha Gelhorn, su tercera mujer, escribió durante casi un año el borrador de Por quién doblan las campanas, su obra más polémica.
Hoy es un minúsculo museo de doce metros cuadrados dedicado al genio. Su máquina, que ya no escribe, está encerrada en una urna de cristal y renuevan las fotos anualmente para, imagino, que la guía no enloquezca y renueve su discurso.
Conociendo la corpulencia de Hemingway y la Gellhorn, recientemente interpretada en el cine por Nicole Kidman (Hemingway y Gellhorn), cuesta imaginárselos asaltándose los cuerpos en una cama de bolsillo. No me extraña que, para desquitarse, compraran un lugar tan espacioso como Finca Vigía.
Hacia allá nos vamos, rumbo a San Francisco de Paula, en las afueras de la capital. Cuenta el periodista y escritor cubano Raúl Rivero que los museos personales son cementerios animados. "Copian la vida como si no pasara nada, pretenden inmortalizar a un hombre y lo matan sin misericordia".
Así ocurre en Finca Vigía, donde el viajero sólo percibe el eco inaudible de una existencia apagada. Traspasas la verja, nunca la puerta de la casa, porque te la enseñan desde las ventanas. Eres un extraño, un voyeur recreándose en recuerdos detenidos de viejos compadres y cacerías lejanas.
Dominguín y Ordóñez torearon de salón en Finca Vigía
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Un cenicero de cristal veneciano, obsequio de su amiga Marlene Dietrich, carteles de Dominguín y Ordóñez, que torearon de salón bajo estos techos, fotos de Rocky Marciano, único campeón de los pesados que no besó la lona.
Todos ellos, hombres que desafiaban al peligro, como el propio Hemingway. Con cincuenta años sumaba tres guerras, tres accidentes de avión en África, y el mismo número de divorcios.
De las paredes también cuelga Bad Pat, murciélago que luchó inútilmente contra su final durante toda una angustiosa noche, y la enorme cabeza del búfalo africano que abatió en el Serengueti. Junto al retrete, se apilan los libros de William Faulkner y Scott Fitzgerald, prisioneros de un olvido premeditado porque Hemingway mantenía que eran escritores para leerlos en un entorno escatológico.
Ahora todos, humanos y animales, están muertos. Sólo sobrevive la literatura. La finca entera es un cementerio de recuerdos.
El 18 de octubre de 1954, Hemingway recibió aquí la noticia del Premio Nobel. Sobre la repisa, y a la altura del pecho, ahí sigue su máquina de escribir. Así creaba, de pie y descalzo sobre una piel de antílope. Pura superstición porque, según las leyendas africanas, pisando su piel, adquieres la fortaleza del animal.
No le falta razón a Leonardo Padura, reciente Premio Princesa de Asturias de las Letras, cuando asegura que "Hemingway debía tener algo de masoquista, porque escribir es de por sí bastante difícil, como para convertirlo en reto físico, además de mental".
Un sendero se abre camino entre los árboles hasta la piscina donde, antes de que la enfermedad lo debilitara, nadaba una milla diaria. Aquí también se refrescaba Ava Gadner. Aseguran que, bajo la luna, se mojaba desnuda como una sirena: pez en mano que nadie atrapaba. Anclado sobre el aire, El Pilar es una aparición. Hemingway lo bautizó así en honor a la Virgen de Zaragoza.
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Lo estrenó en abril de 1934, dejando en tierra a su segunda esposa, Pauline Pfeiffer, y enrolando como única tripulante a Jane Mason, una de las mujeres más hermosas de su tiempo. Amó durante siete años al escritor, que la convirtió en personaje literario en tres de sus libros. A sus veinticinco años, le gustaba desnudarse sobre la cubierta en los amaneceres para emborracharse de sol.
Según su cuarta esposa, Mary Wells, el escritor gastó un millón de dólares durante sus veinte años en la isla. Hasta treinta y dos habaneros dependieron de él para vivir. Hoy, su mito sigue dando de vivir a muchos más.
En su testamento dejó Finca Vigía, con sus 57 gatos, nueve perros y centenares de palomas, al pueblo cubano, y pidió que entregaran El Pilar a su patrón, Gregorio Fuentes, el pescador de origen canario que le inspiró El viejo y el mar. "Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y estos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos".
La medalla del Nóbel se la regaló en vida a la Virgen de la Caridad de Cobre, en las inmediaciones de Santiago y patrona de Cuba desde 1916.
"Jemingüey", adicto a las peleas de gallos, siempre se negó a participar en la vida social habanera, vacía y pretenciosa. Prefería la pesca de aguja. Tuvo buenos maestros, los pescaderos de Cojímar en el restaurante La Terraza, donde paraba antes de enfrentarse al océano. Después les regalaba sus capturas a los pescadores. Les consiguió trabajo durante el rodaje de El viejo y el mar, exigiendo un salario justo para ellos.
Fidel y Hemingway sólo se vieron en una ocasión, pero la foto dio la vuelta al mundo
Antes de abandonar Cuba, coincidió con Fidel el 15 de mayo de 1960, en el Torneo Anual de Pesca de la Habana. No se vieron nunca más, pero la fotografía recorrió el mundo entero. Castro, que acudió como invitado, insistió en participar y venció... Al menos, oficialmente. El escritor desvelaría más tarde la farsa, porque el comandante que ha sobrevivido a once presidentes estadounidenses fue incapaz de ganar un concurso amañado a su medida.
De Cuba, Hemingway se despidió en noviembre de 1960. De la vida, ocho meses más tarde, una mañana de domingo en Idaho (EEUU). "A papá se le está acabando la gasolina", escribió en su última carta a René Villarreal, a quien en la isla caribeña cuidó como a un hijo.
Las enfermedades le asediaban y no se reconocía. Los médicos quisieron que olvidara su delirio de persecución a golpes de electrochoque y le calcinaron el cerebro. En palabras de Leonardo Padura, "le arrancaron la memoria, y sin memoria no se puede escribir". Perdió la última fortuna: su inteligencia.
"El hombre -decía Hemingway- no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destrozado, pero no derrotado". Y si ya no podía amar, ni cazar, ni beber, ni casi escribir, ¿para qué continuar? Ante un problema semejante, el torero Juan Belmonte optó por el mismo final.
Su última mañana se levantó muy temprano; quería terminar pronto. Como escribió Pedro Juan Gutiérrez, autor de Trilogía sucia de La Habana, "después de cazar y pescar tanto, de matar sin necesidad, el último plomo fue para él".
El primer homenaje se lo brindaron en Cojímar. Los pescadores cubanos se sentían en deuda con el escritor que los había inmortalizado en su universo literario y, pese a su limitada economía, le levantaron un busto. Allí continúa, sonriendo cada día desde una glorieta, sin más techo que las estrellas.
En Madrid, el torero Antonio Ordóñez le brindó un toro post morten al que le cortó las dos orejas y el rabo. "¡Va por usted, maestro!". Y en El Floridita, mañana, tarde y noche, les espera, seductor y acodado en la barra donde bebió y casi vivió. "¡Jemingüey!"
Estados Unidos, en La Habana, y Cuba, en Washington, han reabierto esta semana sus embajadas tras 54 años de desencuentros e incomunicación, pero "Jemingüey", como le decían los cubanos, siempre ha mantenido abierta la suya en El Foridita. Un mito no fraguado en torno a la literatura sino alrededor de lo cotidiano, y lo cotidiano en La Habana es la gosadera.
Para el norteamericano, Cuba fue, sobre todo, un buen lugar donde escribir y vivir, pero no un espacio ideológico como la Guerra Civil española. El mar era su escape, El Pilar, su segunda casa sobre las olas, y El Floridita, la tercera.
El histórico local sigue abierto, con el mismo luminoso que hace más de medio siglo, y la presencia de Hemingway es el principal reclamo. El viejo Ernesto, bañado en bronce y bajo techo. Sin poder levantar el codo y objetivo continuo para las fotos de los turistas.
Cuando bebía sin sed, aquí se recetaba cada día una docena de rones dobles, aquí alternó con Spencer Tracy, "muy gordo para ser un pescador", dijo cuando se lo presentaron para encarnar El viejo y el mar, y aquí se besó escandalosamente con Ava Gadner. ¿Había otra manera de besar a tremendo bellezón?
En el Floridita que adoptó a Hemingway se bebía buen ron, como ahora, y se comían excelentes camarones con sabor a mar. Hoy los camareros continúan vistiendo sus elegantes chaquetas rojas y los pantalones blancos. Ya no saluda tras su barra Constantino Ribalaigua, Constante, catalán que, con rigor artesano, hizo de la coctelería un rito.
Hemingway aseguraba que sus preparados no sabían a alcohol y provocaban la misma sensación que esquiar barranco abajo por un glaciar cubierto de nieve en polvo. El escritor reinventó un daiquiri a su medida, sin azúcar y con el doble de ron; "Papá Hemingway", bautizó la bomba. ¡A tu salud, Ernesto!
Su habitación en el Hotel Ambos Mundos, un Museo de bolsillo
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Muy cerca de El Floridita, en la bulliciosa calle Obispo, nos abre sus puertas de su fachada en tonos pastel el histórico Hotel Ambos Mundos. En 1929 alojó a Ernest Hemingway en su primera visita. Dos dólares diarios pagó por su habitación en el quinto piso, con las tres ventanas buscando la brisa del noreste.
Regresó diez años más tarde tras informar de la Guerra Civil española. Entre estas cuatro paredes, y en compañía de la periodista Martha Gelhorn, su tercera mujer, escribió durante casi un año el borrador de Por quién doblan las campanas, su obra más polémica.
Hoy es un minúsculo museo de doce metros cuadrados dedicado al genio. Su máquina, que ya no escribe, está encerrada en una urna de cristal y renuevan las fotos anualmente para, imagino, que la guía no enloquezca y renueve su discurso.
Conociendo la corpulencia de Hemingway y la Gellhorn, recientemente interpretada en el cine por Nicole Kidman (Hemingway y Gellhorn), cuesta imaginárselos asaltándose los cuerpos en una cama de bolsillo. No me extraña que, para desquitarse, compraran un lugar tan espacioso como Finca Vigía.
Hacia allá nos vamos, rumbo a San Francisco de Paula, en las afueras de la capital. Cuenta el periodista y escritor cubano Raúl Rivero que los museos personales son cementerios animados. "Copian la vida como si no pasara nada, pretenden inmortalizar a un hombre y lo matan sin misericordia".
Así ocurre en Finca Vigía, donde el viajero sólo percibe el eco inaudible de una existencia apagada. Traspasas la verja, nunca la puerta de la casa, porque te la enseñan desde las ventanas. Eres un extraño, un voyeur recreándose en recuerdos detenidos de viejos compadres y cacerías lejanas.
Dominguín y Ordóñez torearon de salón en Finca Vigía
Sigue leyendo después de la imagen.
Un cenicero de cristal veneciano, obsequio de su amiga Marlene Dietrich, carteles de Dominguín y Ordóñez, que torearon de salón bajo estos techos, fotos de Rocky Marciano, único campeón de los pesados que no besó la lona.
Todos ellos, hombres que desafiaban al peligro, como el propio Hemingway. Con cincuenta años sumaba tres guerras, tres accidentes de avión en África, y el mismo número de divorcios.
De las paredes también cuelga Bad Pat, murciélago que luchó inútilmente contra su final durante toda una angustiosa noche, y la enorme cabeza del búfalo africano que abatió en el Serengueti. Junto al retrete, se apilan los libros de William Faulkner y Scott Fitzgerald, prisioneros de un olvido premeditado porque Hemingway mantenía que eran escritores para leerlos en un entorno escatológico.
Ahora todos, humanos y animales, están muertos. Sólo sobrevive la literatura. La finca entera es un cementerio de recuerdos.
El 18 de octubre de 1954, Hemingway recibió aquí la noticia del Premio Nobel. Sobre la repisa, y a la altura del pecho, ahí sigue su máquina de escribir. Así creaba, de pie y descalzo sobre una piel de antílope. Pura superstición porque, según las leyendas africanas, pisando su piel, adquieres la fortaleza del animal.
No le falta razón a Leonardo Padura, reciente Premio Princesa de Asturias de las Letras, cuando asegura que "Hemingway debía tener algo de masoquista, porque escribir es de por sí bastante difícil, como para convertirlo en reto físico, además de mental".
Un sendero se abre camino entre los árboles hasta la piscina donde, antes de que la enfermedad lo debilitara, nadaba una milla diaria. Aquí también se refrescaba Ava Gadner. Aseguran que, bajo la luna, se mojaba desnuda como una sirena: pez en mano que nadie atrapaba. Anclado sobre el aire, El Pilar es una aparición. Hemingway lo bautizó así en honor a la Virgen de Zaragoza.
Sigue leyendo después de la imagen.
Lo estrenó en abril de 1934, dejando en tierra a su segunda esposa, Pauline Pfeiffer, y enrolando como única tripulante a Jane Mason, una de las mujeres más hermosas de su tiempo. Amó durante siete años al escritor, que la convirtió en personaje literario en tres de sus libros. A sus veinticinco años, le gustaba desnudarse sobre la cubierta en los amaneceres para emborracharse de sol.
Según su cuarta esposa, Mary Wells, el escritor gastó un millón de dólares durante sus veinte años en la isla. Hasta treinta y dos habaneros dependieron de él para vivir. Hoy, su mito sigue dando de vivir a muchos más.
En su testamento dejó Finca Vigía, con sus 57 gatos, nueve perros y centenares de palomas, al pueblo cubano, y pidió que entregaran El Pilar a su patrón, Gregorio Fuentes, el pescador de origen canario que le inspiró El viejo y el mar. "Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y estos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos".
La medalla del Nóbel se la regaló en vida a la Virgen de la Caridad de Cobre, en las inmediaciones de Santiago y patrona de Cuba desde 1916.
"Jemingüey", adicto a las peleas de gallos, siempre se negó a participar en la vida social habanera, vacía y pretenciosa. Prefería la pesca de aguja. Tuvo buenos maestros, los pescaderos de Cojímar en el restaurante La Terraza, donde paraba antes de enfrentarse al océano. Después les regalaba sus capturas a los pescadores. Les consiguió trabajo durante el rodaje de El viejo y el mar, exigiendo un salario justo para ellos.
Fidel y Hemingway sólo se vieron en una ocasión, pero la foto dio la vuelta al mundo
Antes de abandonar Cuba, coincidió con Fidel el 15 de mayo de 1960, en el Torneo Anual de Pesca de la Habana. No se vieron nunca más, pero la fotografía recorrió el mundo entero. Castro, que acudió como invitado, insistió en participar y venció... Al menos, oficialmente. El escritor desvelaría más tarde la farsa, porque el comandante que ha sobrevivido a once presidentes estadounidenses fue incapaz de ganar un concurso amañado a su medida.
De Cuba, Hemingway se despidió en noviembre de 1960. De la vida, ocho meses más tarde, una mañana de domingo en Idaho (EEUU). "A papá se le está acabando la gasolina", escribió en su última carta a René Villarreal, a quien en la isla caribeña cuidó como a un hijo.
Las enfermedades le asediaban y no se reconocía. Los médicos quisieron que olvidara su delirio de persecución a golpes de electrochoque y le calcinaron el cerebro. En palabras de Leonardo Padura, "le arrancaron la memoria, y sin memoria no se puede escribir". Perdió la última fortuna: su inteligencia.
"El hombre -decía Hemingway- no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destrozado, pero no derrotado". Y si ya no podía amar, ni cazar, ni beber, ni casi escribir, ¿para qué continuar? Ante un problema semejante, el torero Juan Belmonte optó por el mismo final.
Su última mañana se levantó muy temprano; quería terminar pronto. Como escribió Pedro Juan Gutiérrez, autor de Trilogía sucia de La Habana, "después de cazar y pescar tanto, de matar sin necesidad, el último plomo fue para él".
El primer homenaje se lo brindaron en Cojímar. Los pescadores cubanos se sentían en deuda con el escritor que los había inmortalizado en su universo literario y, pese a su limitada economía, le levantaron un busto. Allí continúa, sonriendo cada día desde una glorieta, sin más techo que las estrellas.
En Madrid, el torero Antonio Ordóñez le brindó un toro post morten al que le cortó las dos orejas y el rabo. "¡Va por usted, maestro!". Y en El Floridita, mañana, tarde y noche, les espera, seductor y acodado en la barra donde bebió y casi vivió. "¡Jemingüey!"