Por lo visto y oído, la Transición trajo la democracia, la libertad, la Constitución y, además, la falta de democracia interna en los partidos políticos. Según escribió el sociólogo César Molinas en El País el pasado domingo 19 de julio, "la autorregulación y opacidad de los partidos políticos en España no tiene parangón en Europa. Sus raíces se remontan a la Transición, período histórico en el que hubo mucha preocupación por la estabilidad de la joven democracia. Para asegurar esa estabilidad, se optó por dar a las cúpulas dirigentes de los partidos un poder muy grande sujeto a muy poco control por las bases militantes". Es decir, la estabilidad de la naciente democracia era inversamente proporcional a la democracia en el seno de los partidos; a más estabilidad democrática, menos democracia interna partidaria y más poder omnímodo para sus dirigentes.
No ha sido solo este sociólogo el que ha sustentado esa teoría. El cuento ha hecho fortuna y son muchos, los que aceptan su argumento que me atrevo a refutar cuando enfrento la teoría con la práctica. De ser cierto el aserto, habría que buscar una explicación plausible que compaginara lo que se dice que pasó con lo que realmente ocurrió. Si fuera verdad lo del poder tan grande para las cúpulas dirigentes de los partidos, no hubiera podido pasar que cuatro de los más significados protagonistas de la Transición acabaran dimitiendo o no optando a la reelección para sus respectivos cargos ejecutivos.
Ese fue el caso de Adolfo Suárez, que dimitió en 1981 de la presidencia del gobierno de España y de la presidencia de su partido, Unión de Centro Democrático (UCD), como consecuencia de la presión que sobre él ejercieron los demócrata-cristianos integrados en esa formación, algunos socialdemócratas y el grupo de los llamados "jóvenes turcos".
No fue un camino paralelo el seguido por Felipe González, Secretario General del PSOE, elegido en 1974, cargo que revalidó en el 27 Congreso de 1976, celebrado en Madrid, aún en la ilegalidad pero con cierta permisividad de un régimen que fenecía tras la muerte de Franco en 1975. Los delegados asistentes a ese Congreso aprobaron una resolución política que remarcaba el carácter marxista del partido socialista, lo que chocaba frontalmente con el pensamiento del líder socialista que ya había dejado traslucir públicamente su oposición a ese planteamiento. Felipe González decidió no presentar su candidatura a la Secretaría General socialista.
Otra de las figuras más destacada y representativa de la Transición fue la de Santiago Carrillo, Secretario General del Partido Comunista de España (PCE), que una vez conseguida su legalización no consiguió el éxito electoral que los comunistas esperaban en las elecciones generales de 1977, 1979 y 1982. En ese último año, el poderoso Secretario General comunista se vio obligado a dejar en las manos del joven Gerardo Iglesias, discrepante de la figura y de la política de Carrillo, y que no tardó ni tres años en expulsar a su antecesor.
Por el mismo camino transitó Enrique Tierno Galván, presidente del Partido Socialista Popular y una de las figuras indiscutibles de la Transición. Tierno Galván no tuvo más remedio que disolver su partido en el PSOE tras la presión que ejercieron sobre él buena parte de la militancia y bastantes dirigentes de su formación política, encabezados por Raúl Morodo y José Bono.
Nada de lo que ocurrió en aquel tiempo con las figuras más sobresalientes y poderosas de los partidos más destacados a nivel estatal hubiera sido posible si esos dirigentes hubieran sido elegidos para sus respectivos cargos por el sistema de primarias que, lejos de potenciar la democracia interna, lo que genera es un hiperliderazgo entre los elegidos por ese procedimiento, hasta el punto de que ahora, los congresos de los partidos no cumplen el protocolo de gestión y crítica de la dirección saliente, resoluciones políticas y elección de la nueva dirección. Es decir, qué se ha hecho, qué se pretende hacer y a quién se elige para hacerlo. No; tras el procedimiento de primarias, ahora se elige al líder, después se le pregunta sobre lo que quiere hacer y después, el líder elige a su equipo de dirección. Efectivamente, al líder lo eligen todos los militantes. El problema surge cuando se descubre que esos militantes no tienen por costumbre reunirse cada tres meses para controlar al líder, lo que implica que como nadie controla, es el líder el que hace y deshace a su antojo.
No creo que valga la pena detenerse en analizar los resultados de cuantas elecciones por el sistema de primarias se han celebrado en los diferentes partidos que lo han adoptado. La escasa participación pone de manifiesto que el procedimiento está viciado en origen porque solo posibilita la elección entre quienes tienen la posibilidad de presentarse. Y solo pueden presentarse quienes disfruten de una liberación económica orgánica o institucional y puedan dedicarse a tiempo completo a desarrollar una campaña electoral interna, lo que no está al alcance del común de los afiliados que tengan que asistir a jornadas laborales en centros de trabajo que no entienden de primarias.
No ha sido solo este sociólogo el que ha sustentado esa teoría. El cuento ha hecho fortuna y son muchos, los que aceptan su argumento que me atrevo a refutar cuando enfrento la teoría con la práctica. De ser cierto el aserto, habría que buscar una explicación plausible que compaginara lo que se dice que pasó con lo que realmente ocurrió. Si fuera verdad lo del poder tan grande para las cúpulas dirigentes de los partidos, no hubiera podido pasar que cuatro de los más significados protagonistas de la Transición acabaran dimitiendo o no optando a la reelección para sus respectivos cargos ejecutivos.
Ese fue el caso de Adolfo Suárez, que dimitió en 1981 de la presidencia del gobierno de España y de la presidencia de su partido, Unión de Centro Democrático (UCD), como consecuencia de la presión que sobre él ejercieron los demócrata-cristianos integrados en esa formación, algunos socialdemócratas y el grupo de los llamados "jóvenes turcos".
No fue un camino paralelo el seguido por Felipe González, Secretario General del PSOE, elegido en 1974, cargo que revalidó en el 27 Congreso de 1976, celebrado en Madrid, aún en la ilegalidad pero con cierta permisividad de un régimen que fenecía tras la muerte de Franco en 1975. Los delegados asistentes a ese Congreso aprobaron una resolución política que remarcaba el carácter marxista del partido socialista, lo que chocaba frontalmente con el pensamiento del líder socialista que ya había dejado traslucir públicamente su oposición a ese planteamiento. Felipe González decidió no presentar su candidatura a la Secretaría General socialista.
Otra de las figuras más destacada y representativa de la Transición fue la de Santiago Carrillo, Secretario General del Partido Comunista de España (PCE), que una vez conseguida su legalización no consiguió el éxito electoral que los comunistas esperaban en las elecciones generales de 1977, 1979 y 1982. En ese último año, el poderoso Secretario General comunista se vio obligado a dejar en las manos del joven Gerardo Iglesias, discrepante de la figura y de la política de Carrillo, y que no tardó ni tres años en expulsar a su antecesor.
Por el mismo camino transitó Enrique Tierno Galván, presidente del Partido Socialista Popular y una de las figuras indiscutibles de la Transición. Tierno Galván no tuvo más remedio que disolver su partido en el PSOE tras la presión que ejercieron sobre él buena parte de la militancia y bastantes dirigentes de su formación política, encabezados por Raúl Morodo y José Bono.
Nada de lo que ocurrió en aquel tiempo con las figuras más sobresalientes y poderosas de los partidos más destacados a nivel estatal hubiera sido posible si esos dirigentes hubieran sido elegidos para sus respectivos cargos por el sistema de primarias que, lejos de potenciar la democracia interna, lo que genera es un hiperliderazgo entre los elegidos por ese procedimiento, hasta el punto de que ahora, los congresos de los partidos no cumplen el protocolo de gestión y crítica de la dirección saliente, resoluciones políticas y elección de la nueva dirección. Es decir, qué se ha hecho, qué se pretende hacer y a quién se elige para hacerlo. No; tras el procedimiento de primarias, ahora se elige al líder, después se le pregunta sobre lo que quiere hacer y después, el líder elige a su equipo de dirección. Efectivamente, al líder lo eligen todos los militantes. El problema surge cuando se descubre que esos militantes no tienen por costumbre reunirse cada tres meses para controlar al líder, lo que implica que como nadie controla, es el líder el que hace y deshace a su antojo.
No creo que valga la pena detenerse en analizar los resultados de cuantas elecciones por el sistema de primarias se han celebrado en los diferentes partidos que lo han adoptado. La escasa participación pone de manifiesto que el procedimiento está viciado en origen porque solo posibilita la elección entre quienes tienen la posibilidad de presentarse. Y solo pueden presentarse quienes disfruten de una liberación económica orgánica o institucional y puedan dedicarse a tiempo completo a desarrollar una campaña electoral interna, lo que no está al alcance del común de los afiliados que tengan que asistir a jornadas laborales en centros de trabajo que no entienden de primarias.