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Medio siglo de cine: 'Diario de una camarera', de Luis Buñuel

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La bibliografía sobre Luis Buñuel (Calanda, 1900-México D.F., 1983) sigue creciendo exponencialmente. A los centenares de ensayos sobre su obra acumulados a lo largo del tiempo, tanto en vida del aragonés como después de su muerte, no solo en castellano sino también en otras muchas lenguas, se acaban de añadir otros dos de muy reciente aparición (Max Aub, Luis Buñuel, novela, Cuadernos del Vigía, 2013, y Ian Gibson, Luis Buñuel, la forja de un cineasta universal, 1900-1938, Aguilar, 2013) y está en preparación un tercero (Javier Herrera, Luis Buñuel. De 'Los olvidados' a 'Viridiana', Fondo de Cultura Económica), producto este último de un escrutador y minucioso trabajo de investigación en el Archivo Buñuel, custodiado en la Filmoteca Española.

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Foto: EM.



Esta permanente actualidad de la filmografía de nuestro realizador más universal -obligado a su pesar (por censuras y persecuciones) a trabajar fuera de su país, en México y Francia, sobre todo- no hace otra cosa que confirmar su inalterable modernidad, confirmada por el renovado interés mostrado por cinematecas, museos, instituciones culturales y televisiones de todo el mundo. También nosotros, desde esta humilde tribuna, queremos conmemorar el quincuagésimo aniversario del estreno, el 14 de marzo de 1964, en París -en España cinco años más tarde-, de Diario de una camarera (Le journal d'une femme de chambre), inexplicablemente una de las obras menos conocidas de don Luis, por la que el autor sentía una especial predilección.




Era su segundo regreso a Francia desde Cela s'appelle l'aurore (1955), debido a las precarias condiciones económicas y culturales que México le ofrecía. Retornará eventualmente a ese su país de adopción -donde mantuvo hasta el final su residencia oficial y la ciudadanía- para realizar el mediometraje Simón del desierto (1965) no sin abandonar dos ansiados proyectos: Tristana -que finalmente rodará en España en 1970- y Cuatro misterios, basado en relatos de Carlos Fuentes (Aura), Julio Cortázar (Las Ménades), Wilhelm Jensen (Gradiva) y Juan Larrea (Ilegible, hijo de flauta). En sus memorias (Mi último suspiro, Plaza & Janés, 1982), Buñuel recuerda: "En 1963, el productor Serge Silberman, que quería verme, alquiló un apartamento en la Torre de Madrid y se informó de mi dirección. Resultó que yo ocupaba el apartamento situado justamente enfrente del suyo. Llamó a mi puerta, nos bebimos juntos una botella entera de whisky, y ese día nació una entente cordial que no se ha roto jamás. Me propuso una película, y nos pusimos de acuerdo en una adaptación de Memorias de una doncella, de Octave Mirbeau, libro que yo conocía desde hacía mucho".

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Luis Buñuel en marzo de 1954. Foto: Getty Images.



Buñuel y su, desde entonces, imprescindible coguionista Jean-Claude Carrière acometieron una singular versión de la conocida novela (Diario de una camarera, Cátedra, 1993) -que ya había sido llevada a la pantalla por Jean Renoir en su exilio estadounidense (The Diary of a Chambermaid, 1946) protagonizada por Paulette Goddard-. Mirbeau (1848-1917), que comenzó siendo antirrepublicano y antisemita, se convirtió en un furibundo antiburgués, anticapitalista, antimilitarista y anticlerical, partidario de Dreyfus y Zola, y colaborador en publicaciones libertarias y anarquistas. Las obras de este escritor (El jardín de los suplicios, El calvario, Sébastien Roch...), difundidas en España a comienzos del pasado siglo, fueron muy apreciadas por el calandino en su juventud: "Con Diario de una camarera he querido abordar la introspección sobre la mentalidad y la moralidad de la burguesía francesa de provincias en torno a los años treinta. La moral burguesa es lo inmoral para mí, contra lo que se debe luchar. La moral fundada en nuestras injustísimas instituciones sociales, como la religión, la patria, la familia, la cultura, en fin los llamados pilares de la sociedad. En lo que respecta al film, creo que contiene muchos de los temas que me son más naturales y que reflejan mis intereses más auténticos".

Célestine (Jeanne Moreau), hasta hace poco doncella de una condesa parisina, es contratada para servir en Le Prieuré, propiedad de los rentistas Rabour-Monteil (Lanlaire en la novela), en una pequeña población de Normandía. Perspicaz, coqueta, sofisticada, glacial y diabólica, enseguida percibe las dificultades con las que se va a encontrar. No solo debe lidiar con la rigidez, tacañería y beatería de su frígida ama (Françoise Lugagne) -quien, aconsejada por su director espiritual (Jean-Claude Carrière), dosifica las "obligadas caricias genitales" a su marido (dos veces por semana), sin obtener placer en ello, naturalmente-, sino también defenderse de las acometidas del bigardo y ocioso señor Monteil (Michel Piccoli) -que solo encuentra ocupación en la caza, en el juego y en el acoso y derribo de las sucesivas femmes de chambre-, así como cuidarse de las rarezas del padre de aquélla, el viejo e inofensivo fetichista Rabour (Jean Ozenne), que satisface su libido excitándose -incluso hasta la muerte- con los botines con los que hace caminar a Célestine, después de obligarla a que le lea párrafos de A contrapelo, de Joris-Karl Huysmans, como el siguiente: "En estos tiempos en los que el vino que bebemos y la libertad que proclamamos están adulterados, es necesaria una notable dosis de buena voluntad para creer que las clases dirigentes son respetables y que las clases domesticadas son dignas de ayuda o de piedad".

Debe entendérselas también Célestine con otros sirvientes de la mansión: la pusilánime Marianne (Muni) y, sobre todo, con Joseph (Georges Géret), el cochero-jardinero -más tarde violador y asesino de la pequeña Claire (Dominique Sauvage)- quien, con su compinche el sacristán (Bernard Musson), pertenece a la antisemita, nacionalista y monárquica organización de los Camelots du Roi, fuerza de choque de la Action Française, organización ultraderechista dirigida por Léon Daudet y Charles Maurras. Y su relación, aunque vedada, se extiende a los colindantes vecinos, el embustero y perjuro capitán retirado Mauger (Daniel Ivernel) y su más que criada, la oronda y cotorra Rose (Gilberte Géniat).

Buñuel y Carriére, sin traicionar a Mirbeau, modificaron sensiblemente el relato: suprimieron la narración en primera persona del original, innecesaria ya que se concentraron solo en uno de los episodios evocados por la protagonista, en el que engastaron admirablemente el del viejo fetichista. Para satisfacer las intenciones fabuladoras, ideológicas y políticas del autor de Viridiana, la acción se trasladó desde finales del siglo XIX -la novela se publica en 1900- a las décadas de los veinte y treinta del siglo XX, época en la que la burguesía rural, último bastión de una Francia feudal y católica, encarna las estructuras de explotación y dependencia que el régimen colaboracionista de Vichy sabrá reactivar electoralmente. Son los años, además, del apogeo del movimiento surrealista, en el que Buñuel militó activamente -Un chien andalou (1928) y L'Âge d'Or (1930)-, y los de la agitación reaccionaria y ultramontana vociferada desde medios como L'Action Française y Le Figaro (entonces propiedad del perfumista y político de extrema derecha, François Coty).

Las sospechas por parte de Célestine de que el asesino de la pequeña Claire es el jardinero Joseph, son el punto de arranque de la bifurcación definitiva entre novela y film. En la primera, aquellas sospechas suponen una mayor fuerza de atracción entre ambos, que terminarán regentando un cafetín en Cherburgo. En la película, Célestine lo denuncia a la policía mediante una miserable estratagema. Llegados a este punto, Buñuel arbitra un doble final encadenado: 1) Célestine acepta la proposición matrimonial del vecino capitán Mauger para convertirse en una perezosa y displicente burguesa, y 2) a Joseph, que ha sido puesto en libertad por falta de pruebas, lo vemos a la puerta de su chiringuito (À l'Armée Française, se llama), en Cherburgo, arengando una manifestación antigubernamental de extrema derecha que desfila portando pancartas que rezan: "Fuera los metecos [inmigrantes]", "Francia para los franceses", "Herriot, al paredón" [Édouard Herriot, a la sazón presidente del Consejo de Ministros de Francia]-, "Abajo la República". En el fragor de la situación, Joseph grita: "¡Viva Chiappe!" que, como un eco, van repitiendo los manifestantes mientras se alejan.

Antes de aparecer la palabra "fin" -sobreimpresionada sobre un relámpago que rasga un premonitorio y alegórico cielo tormentoso [los fascismos van tomando el poder]-, la cámara se desplaza lentamente desde un cartel anunciador del aperitivo "Picon" hasta quedar inmóvil para encuadrar, nítidamente, en el ángulo inferior izquierdo, la segunda sílaba de esa palabra (CON), que en francés significa "gilipollas, imbécil, pendejo". Se trata de un humorístico, subliminal y tardío ajuste de cuentas de Buñuel con el vitoreado jefe de policía de París, Jean Chiappe, que el 3 de diciembre de 1930 había dado protección a la banda de energúmenos de las Jeunesses Patriotes que irrumpieron en el Studio 28, donde se proyectaba L'Âge d'Or, arrojando tinta a la pantalla, aporreando al público asistente, destrozando butacas, lanzando bombas lacrimógenas y destruyendo fotografías, paneles, libros y cuadros (Dalí, Max Ernst, Man Ray, Miró, Tanguy...) que se exponían en el hall de la sala, todo ello acompañado de gritos como "¡Muerte a los judíos!" y "¡Todavía hay cristianos en Francia!" Días más tarde, Chiappe prohibió la proyección del film en su jurisdicción y se incautó de todas las copias de la película. De nada sirvió la solidaridad de un manifiesto firmado por Louis Aragon, André Breton, René Char, Paul Éluard, Georges Sadoul, Tristan Tzara, Pierre Unik y otros intelectuales.

Es evidente que, ante el actual repunte de las formaciones fascistas en Europa, Diario de una camarera muestra todavía hoy una vigencia política excepcional, además de conservar intactas sus cualidades estrictamente cinematográficas: inspirado uso del cinemascope, que Buñuel utilizaba por primera vez; fotografía al servicio del pretendido naturalismo opaco y grave del film; magistral dirección de actores; guion equilibrado, sobrio; sin ilustración musical alguna, la banda sonora adquiere matices diegéticos sutilísimos; precisa funcionalidad simbólica en la utilización de animales e insectos: mariposas a escopetazos, batracios y hormigas a pedradas, gansos sádicamente degollados, caracoles testigos de un vil estupro, ratones a escobazos, liebres perseguidas por jabalíes. Es decir, don Luis en estado puro, esta vez sin recursos surrealistas.

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