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Atrapados entre Egipto, Qatar y la lucha por la libertad de expresión

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El veredicto se conocerá mañana 30 de julio. El veredicto del juicio sobre nosotros, los periodistas de Al Jazeera. Tras 19 meses de una experiencia tormentosa que ha cambiado mi vida y la de mis seres queridos para siempre.

Como es comprensible, el mundo está preocupado por las noticias de acuerdos nucleares, matones que matan a su propio pueblo bajo la distorsionada justificación de la yihad, la bandera del Islam y la guerra contra el terrorismo, que ha hecho que muchos periodistas, entre los que me incluyo, estemos bajo la amenaza constante de los gobiernos que sólo nos consideran daños colaterales.

Entre los 200 periodistas de todo el mundo que están detenidos sólo por hacer su trabajo, quizá nuestro caso sea uno de los mejores ejemplos de cómo el periodismo y la política se superponen en el panorama mediático en la actualidad. No es ningún secreto que el gobierno de Qatar, el propietario del grupo mediático Al Jazeera, es un defensor acérrimo de los fundamentalistas Hermanos Musulmanes.

¿Fui excesivamente ambicioso, como periodista que siempre está buscando nuevos retos, al aceptar el trabajo de jefe de la oficina del canal inglés de Al Jazeera, meses después de la expulsión de los Hermanos Musulmanes en el año 2013? Después de todo, el Gobierno egipcio prohibió y consideró que la división árabe del canal era partidaria del grupo islámico y un claro defensor de su causa.

Por esa misma razón, me volví más hipercrítico con mi propio trabajo de lo que nunca antes había sido. Le daba vueltas a todas las recolecciones de noticias, estadísticas, emisiones en directo e historias que salían de nuestra oficina de El Cairo. Con toda humildad, y después de mucha reflexión, considero que todos los artículos que el Gobierno egipcio alega que eran parciales y hechos a favor de los Hermanos Musulmanes, eran impecables.

Y muchos meses después, esa apreciación fue validada por un comité técnico de expertos designados por el juez en la revisión del juicio, y que así lo testificaron ante el tribunal después de revisar las, así llamadas, pruebas de vídeo.


No puedo dejar de recordar la resolución de nuestro primer juicio; ese horrible 23 de junio del 2014, cuando rompí a llorar en la cárcel, sabiendo que podría pasar allí siete años de mi vida, en una despiadada jungla de hormigón con combatientes del EI y yihadistas. La mirada en el rostro de mi madre cuando el juez anunció el veredicto todavía perdura en mi memoria; y el momento en el que luchaba con los policías que me sacaban del banquillo de los acusados a rastras mientras yo me aferraba a los barrotes es una escena que trato de olvidar.


Temprano por la mañana del 25 de diciembre de 2013, el Gobierno egipcio declaró a los Hermanos Musulmanes organización terrorista. Ese momento está grabado en mi cerebro como si fuera ayer. Informé sobre este desarrollo crítico en directo como noticia de última hora.

Mi reportaje también incluía los horrorosos detalles de un coche bomba que había matado a muchos policías y que fue la gota que colmó el vaso para que se prohibiera oficialmente a los Hermanos Musulmanes. Recuerdo haberle entregado el reportaje a mi compañero Peter Greste mientras seguíamos la cobertura hasta bien entrada la mañana desde el hotel Marriott de El Cairo, en el que cuatro días más tarde fuimos detenidos durante una redada televisada.

En retrospectiva, Greste, mi compañero egipcio Baher Mohammed y yo, básicamente habíamos estado informando sobre lo que días más tarde se convertiría en la ley que justificaba nuestra injusta persecución y encarcelamiento durante más de 400 días.

Egipto, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos estaban decididos a erradicar los Hermanos Musulmanes como organización y como ideología de todas las formas posibles. Por otra parte, Turquía y Qatar forjaron lazos de amistad, constituyendo un refugio seguro para los fugitivos de los Hermanos Musulmanes, concediéndoles un paraguas político y financiando diversas plataformas mediáticas para difundir su causa contra el gobierno. Nosotros, tres periodistas, fuimos arrojados en medio de las guerras de poder de la región.

Para aquellos que acaban de conocer este caso, nuestro juicio es digno de un extenso estudio por expertos legales, defensores de la libertad de expresión y de los derechos humanos, y políticos que se pelean por saber quiénes son los terroristas y a qué coalición apoyar.

A medida que nos acercamos al nuevo veredicto del 30 de julio, no puedo dejar de recordar la resolución de nuestro primer juicio; ese horrible 23 de junio del 2014, cuando rompí a llorar en la cárcel, sabiendo que podría pasar allí siete años de mi vida, en una despiadada jungla de hormigón con combatientes del EI y yihadistas. La mirada en el rostro de mi madre cuando el juez anunció el veredicto todavía perdura en mi memoria; y el momento en el que luchaba con los policías que me sacaban del banquillo de los acusados a rastras mientras yo me aferraba a los barrotes es una escena que trato de olvidar.

Fuimos los primeros periodistas en ser condenados a una pena de siete años por un caso de terrorismo en Egipto. Afortunadamente, el 1 de enero de 2015, el Tribunal Supremo de apelaciones de Egipto anuló la brutal resolución de nuestro primer juicio por "falta de pruebas". Aun así, nos mandaron a Baher y a mí de vuelta a la cárcel hasta que tuviera lugar la revisión del juicio, seis meses más tarde.


Nuestro juicio es digno de un extenso estudio de caso para expertos legales, defensores de la libertad de expresión y de los derechos humanos, y políticos que se pelean por saber quiénes son los terroristas y a qué coalición apoyar.


Curiosamente, poco después de que nuestra condena fuese anulada, el presidente de Egipto, Abdel Fattah el-Sisi, implementó un nuevo decreto que le otorgaba el poder de deportar a los extranjeros a su país para ser juzgados o cumplir su condena allí. Los oficiales de seguridad nacional que me visitaron durante mi encarcelamiento tenían un mensaje muy claro: "Renunciad a vuestra ciudadanía, usted y Greste serán puestos en libertad y se ahorrarán la revisión del juicio o algo peor".

De hecho, fue la primera vez en la historia de Egipto que un extranjero (Greste) fue deportado durante un juicio, y la primera vez que un egipcio-canadiense (yo) renunció a su ciudadanía para salir de la cárcel. En un giro kafkiano de los acontecimientos, en que nadie sabe quién manejaba los hilos en el mundo egipcio de la "justicia", mi compañero Greste fue deportado a Australia mientras que mi deportación a Canadá fue bloqueada.

Me dejaron atrás para luchar la batalla con nuestro tercer compañero, Baher Mohamed, que sólo tenía un pasaporte egipcio. Sigo estando muy agradecido al Gobierno de Canadá por todos los esfuerzos que hicieron para sacarme de esta crisis, independientemente de si tuvieron éxito o no.

Sin embargo, después de mi liberación bajo fianza en febrero de este año, el Gobierno canadiense me dejó sin pasaporte durante dos meses. Las autoridades egipcias habían perdido mi pasaporte, el cual me habían confiscado cuando me arrestaron por primera vez.

El amable equipo asesor canadiense de Egipto, me informó de que era la primera vez que Ottawa se negaba a conceder a sus ciudadanos en el extranjero un pasaporte nuevo, a pesar del hecho de que estoy en una lista de exclusión área de Egipto. El conservadurismo diplomático llegó en un momento en el que yo necesitaba mi pasaporte para casarme, realizar transacciones bancarias y demostrar mi identidad en los controles policiales híperparanoicos de Egipto.

Afortunadamente, en una acción de unidad poco común, los medios de comunicación canadienses y los partidos de la oposición apoyaron mi derecho básico a tener un pasaporte, hasta que finalmente el debate político televisado sobre el tema y el interrogatorio al primer ministro Stephen Harper en el Parlamento culminaron con una victoria: recibí mi pasaporte nuevo dos meses más tarde.

Sigo realmente inspirado por el apoyo mundial sin precedentes que recibimos durante nuestra detención. La noticias de que muchos, decenas de miles de defensores de la libertad de expresión estaban luchando por nosotros, fue una cuerda salvavidas que llegó a mí a través de las grietas de las paredes de la cruel prisión de cemento. Ese apoyo a nuestra causa por la libertad de expresión es lo que me llevó a crear una organización sin ánimo de lucro, la Fundación Fahmy, con sede en Vancouver, para luchar por los periodistas que están entre rejas.


Mi reloj sigue sonando. Se acerca el momento. El día del juicio está cada día más cerca, y yo temo convertirme en otra estadística más que se pudre entre rejas, mencionado en un hashtag en Twitter, sabiendo que el resultado del juicio puede no tener nada que ver con las pruebas sino que puede depender de los ajustes de cuentas entre Qatar y Egipto.


Como el realista que soy, sé que el verdadero significado de libertad de opinión no existe, pero también creo que tenemos que luchar por una reforma. Me estremezco al ver cómo Australia aprueba leyes para acceder a los registros telefónicos y de Internet sin ninguna protección aparente para los periodistas. También me pongo nervioso al leer el nuevo proyecto de ley de Canadá C-51, que no sólo limita la libertad de expresión sino que también amenaza las libertades civiles básicas consagradas en la Constitución.

En efecto, el tsunami de terrorismo sin precedentes requiere medidas excepcionales para preservar la seguridad nacional, pero no a costa del oxígeno tan necesario para nosotros que nos dan nuestras libertades civiles. Los terroristas con los que viví durante un año en la cárcel literalmente celebraban la aprobación de semejantes leyes. ¡No podemos dejar que ellos ganen!

Suma a esto la pesadilla del nuevo proyecto de ley C-24, que justo me toca la fibra sensible, pues permite a un ministro del Gobierno federal canadiense despojar a un ciudadano con doble nacionalidad de su pasaporte canadiense si un sospechoso, como yo, es "condenado" por cargos de terrorismo. Esta ley es peligrosa, ya que niega a los ciudadanos los derechos básicos del debido proceso.

De hecho, hay una creciente epidemia global de represión de la libertad de expresión. Egipto y Qatar son algunos de los peores violadores de estos derechos básicos. Uno de los hombres a los que mi fundación de Canadá defiende es el poeta qatarí Mohammed Al Ajami, que actualmente está cumpliendo una condena de 15 años por un verso en el que critica al mismísimo emir de Qatar, el cual vende la libertad de expresión en las Naciones Unidas. Al menos media docena de periodistas y escritores de Qatar fueron despojados de su ciudadanía por criticar a la familia que gobierna, la familia Al Thami, y docenas más han sido acosados por el aparato de seguridad estatal del país.

No encontrarás mucha información en los diversos medios informativos de Al Jazeera sobre el poeta romántico qatarí que estudió en Egipto. En respuesta a su encarcelamiento, Al Ajami dijo: "No se puede tener a Al Jazeera en este país y meterme en la cárcel por ser poeta".

Otra víctima de la represión es el periodista estadounidense Jason Rezaian, que ha estado atrapado en una prisión iraní durante más de un año por falsos cargos de espionaje. Mi fundación también está defendiendo a Rezaian, seguimos en contacto con su familia, pues sabemos que es otra víctima más del deterioro de la política.

Mi reloj sigue sonando. Se acerca el momento. El día del juicio está cada día más cerca, y yo temo convertirme en otra estadística más que se pudre entre rejas, mencionado en un hashtag en Twitter, sabiendo que el resultado del juicio puede no tener nada que ver con las pruebas sino que puede depender de los ajustes de cuentas entre Qatar y Egipto. Lo que sé con certeza es que nuestra familia de periodistas seguirá luchando por Baher Mohamed y por mí, en caso de que terminemos en la cárcel, hasta que seamos puestos en libertad.

Por suerte, Ottawa ha intensificado su implicación desde principios de este año. El Gobierno de Harper sigue cooperando con mi abogada, Amal Clooney, preparándonos de nuevo para el peor de los casos, en el que tendríamos que luchar por la deportación a Canadá si el juez volviera a decidir castigar a mi dudoso empleador, Al Jazeera, silenciándome a mí.

Esta vez sería mucho más difícil para mí ser encerrado por un delito que no cometí, después de saborear la libertad.

Este blog se publicó originalmente en The World Post y ha sido traducido del inglés por María Ulzurrun.

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