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Fue hace unos años que leyendo a un gran poeta polaco, Józef Lobodowski, caí curiosamente en la cuenta de las paradojas de la memoria histórica en España. Lobodowski fue un poeta por entonces izquierdista que, huyendo de los nazis, en 1940 acabó por recalar en Madrid. Nunca pudo regresar a Polonia, porque tras la guerra, los jerarcas comunistas se lo impidieron y acabó muriendo en la capital española, en una pobreza digna y heroica, apenas un año antes de que cayera el muro de Berlín. Entre sus poemas escritos en nuestro país hay uno dedicado al alimón a Pedro Muñoz Seca y a Federico García Lorca, en el que se duele de sus muertes, pero lamenta la diferencia de su recuerdo, la desmemoria de la posteridad.
Debo reconocer para mi vergüenza que, cuando leí el poema, tardé unos minutos en darme cuenta de por qué Lobodowski había unido -magistralmente- a personajes tan distintos y dispares. El uno, poeta lírico, dramaturgo universal y vanguardista; el otro, humorista magistral, comediógrafo, de importancia más bien local. La diferencia de su obra les separaba, pero sus muertes les unían. Porque si Federico García Lorca fue asesinado por una tropa de fascistas sublevados contra el gobierno legítimo de la República, Muñoz Seca fue fusilado por milicianos amparados en la legalidad republicana. Los dos murieron con escasa diferencia temporal, los dos inocentes por completo, los dos convertidos, sin su consentimiento explícito, en representantes de dos Españas que no sabemos, no lo sabremos nunca, a lo mejor ellos no habrían aceptado de haber sobrevivido.
El recuerdo de esta anécdota me viene, por supuesto, a raíz de las noticias de prensa acerca de la posibilidad de que el gobierno local de Madrid asumiera el cambio de nombre de una lista de calles y monumentos denominados "franquistas". La lista que circula por la prensa -y que espero e imagino que no será la definitiva- contiene, entre otros muchos nombres, el de Pedro Muñoz Seca (en la imagen/WIKIPEDIA). Lo cual es inconcebible ¿Acaso su crimen es el haberse dejado asesinar? ¿O el que no se merezca una calle es tan sólo porque era de derechas? Se trata de un tipo de recuperación de la memoria histórica que demuestra más un carácter sectario y partidista que una pedagogía democrática o un deseo de honrar a las víctimas. No es por esto por lo que hemos luchado muchos que nos consideramos de izquierdas, no es por esto imagino por lo que Manuela Carmena combatió en la clandestinidad contra la dictadura. Una democracia robusta necesita de toda la tradición del país incluyendo, por supuesto, la de la derecha. Una democracia con derechos civiles de verdad debe asumir todo el pasado, el bueno y el malo, el que le gusta y el que no. El que se enmarca en su tradición cultural y el que, por cuestiones de época, pensamiento o simple cambio de mentalidad, no tiene ya nada que ver con ella.
El pasado ha de recordarse y no borrarse. Hay aspectos de la memoria de las comunidades humanas que, en democracia, han de respetarse. Está bastante claro que no puede haber calles honrando a Francisco Franco, pero tampoco al General Mola ni a Queipo de Llano ni a ninguno de los gerifaltes sublevados con las manos manchadas de sangre, de la mucha sangre de gente inocente. Por supuesto que los monumentos que honran a los fascistas pueden y deben ser re-significados. Pero destruirlos sin más, borrarlos, significa sacar de las calles una parte de nuestra historia que, lo queramos o no, nos ha conformado tanto como los crímenes del estalinismo español. Hay que sacar de una vez los muertos de las fosas, darles un descanso digno, honrar su memoria. Pero quienes hacen esto no pueden a la vez borrar a quienes murieron en parecidas fosas fusilados por los nuestros. Porque recordar, es recordarlo todo: ¿cómo recordamos el hecho, por ejemplo, de que en Cataluña la represión por parte de catalanistas, anarquistas y comunistas produjo más víctimas que el propio franquismo? ¿Recordar a estas otras víctimas es alabar la dictadura?
Resulta bastante enervante escuchar una y otra vez el argumento de que hay que honrar sólo a los republicanos porque ya la dictadura honró a los nacionales. Si esto fue así, el arrancar las placas con sus nombres de las paredes de las iglesias es, ciertamente, deshonrarles, dar la vuelta a la tortilla. Lo cual dudo mucho que calme el dolor de las familias de los muertos por la República. Porque a los nacionales se les honró en su momento en el contexto de la dictadura y dentro de las políticas de memoria de ésta. Creo que la democracia puede y debe construir también una memoria de las víctimas de la represión republicana nueva, justa, sin manipulaciones. Creo que una integración de las víctimas de los dos bandos -con sus diferencias- puede ayudar a superar el interminable debate con la formación política heredera del franquismo y a alcanzar una definitiva política de memoria estatal.
El quid de la cuestión es, con toda seguridad, la cuestión de la Guerra Civil. No se pueden utilizar para juzgar las represiones de la guerra las mismas estrategias de justicia transicional que se han usado para tratar dictaduras totalitarias como el nacional-socialismo. Una guerra civil supone -al menos- dos bandos y los dos bandos tienen sus razones, por mucho que les pese a unos y otros. Si hay quien considera aceptable que el Partido Socialista se sublevara en 1934 por miedo a la instauración de un régimen fascista, debería por lo menos comprender que la derecha española en 1936 tuviera miedo a una posible -ahora sabemos que inexistente- conspiración comunista.
Comprender no significa justificar, ni mantener una equidistancia que no es posible: Franco se rebeló contra un gobierno legítimo -guste o no la política del Frente Popular-. Las represiones franquistas de posguerra entran dentro de lo que se denomina "violencia excesiva" y como tales, como crímenes contra la humanidad deben ser tratadas, quizá aquí sí, usando de las comparaciones con el nacional-socialismo o el estalinismo: en 1940 había en los campos y prisiones franquistas más presos en relación a la población del país de los que hubo nunca en el apogeo del Gulag estalinista. La represión del tardofranquismo, las mil y una indignidades y crímenes de la dictadura deben ser desvelados y descritos por los historiadores -poco queda ya, seguro, para los juristas-. Pero toda esta labor que hay que hacer -que se está haciendo ya en las universidades y en los institutos de secundaria y en las asociaciones de la sociedad civil-, no debe implicar la desaparición de la memoria de toda otra esa mitad de España. Porque resulta también muy difícil separar a unos y otros: Queipo de Llano fue héroe republicano y colaborador de Azaña, antes de convertirse en el carnicero de los jornaleros andaluces. Pero tratar de héroes a quienes ordenaron y ejecutaron las matanzas de religiosos indefensos, tan sólo porque su bandera era la tricolor republicana resulta no menos repugnante.
Todo esto que escribo aquí me resulta hoy aún más necesario si se tiene en cuenta que tambien he firmado no hace mucho una petición en contra de un intento del actual ayuntamiento de Varsovia para eliminar en la capital polaca la calle dedicada a los Brigadistas Internacionales de esta nacionalidad. La ultraderecha -que no gobierna en Varsovia-, y en contra de los propios habitantes de la calle, por cierto, pretenden borrar de la memoria de Polonia los nombres de sus ciudadanos que lucharon por la república española. Algo contra lo que también hay que tomar posición. Porque estimo que hay que asumir la memoria por completo, que se debe llegar hasta el final, y no escoger tan sólo el fragmento que nos interesa de ella.