Un día perfecto leí una novela corta, emocionante, con corazón y entrañas, como su autora, y se me quedó adentro. Hoy se la devuelvo hecha película. A ella y a todo el que quiera verla.
Otro día perfecto supe que Benicio del Toro había leído el guión y quería participar en ella. Viajé a Los Ángeles, dos, tres veces. Hablamos de la historia, de sus personajes. Hablamos de la ayuda humanitaria, de la guerra y sus contrarios: el humor, la vida, la esperanza. Decidimos que todo eso cabía en una película. Emprendimos un viaje, al que pronto se unió Tim Robbins. Aceptó interpretar a B en la película: un nombre corto para un hombre largo, una paradoja andante, como él mismo.
Los personajes a los que dan vida tienen algo de Quijote y otro algo de Sancho, aunque resulta difícil decir quién es quién: trabajadores humanitarios los dos, idealistas y pragmáticos a la vez. La cabeza en las nubes y los pies en el barro de todas las guerras.
No hay espacio aquí para los discursos, para la lástima. No hay espacio para los grandes ideales. Sólo hay espacio para lo concreto: la cuerda, el pozo, la herida. Cosas que se pueden arreglar. Lo abstracto no sirve, no se come. Las banderas no arropan a los que se mueren de frío, los himnos no sirven para bailar. La memoria ha de ser corta, la risa larga. Sólo lo inmediato cuenta.
Resulta difícil, tras años de trabajo humanitario, el regreso a la vida normal. Aunque, por otra parte, ¿qué es la vida normal?
Para Nikola, la vida normal es la guerra. Los niños que crecen en ella aprenden a hablar inglés con los cascos azules. Lo justo para pedirles cigarros, dinero, una pelota. Tener una pelota de fútbol es un tesoro que vale doble en la guerra. Por eso, que se te cuele en un campo de minas es jodido. Y puedes hasta llegar a estar tentado de meterte en él a cogerla. Porque la vida será un tesoro, de acuerdo; pero la pelota de fútbol, ya lo hemos dicho, son dos.
Un día también perfecto llegaron a la película Olga Kurylenko y Mélanie Thierry. Y todos juntos nos mudamos a vivir a ese país imaginario que es el rodaje de una película.
Los rodajes, sin embargo, están llenos de días imperfectos. Hacer películas consiste en resolver problemas. En tomar decisiones de las que en realidad no estás seguro, y aparentar que lo estás. Responder a docenas de preguntas sin tiempo para pensar las respuestas, como si participaras en una interminable edición de Pasapalabra: con la C, ¿qué óptica ponemos en la cámara? Un cincuenta. ¿Con qué actores empezamos a trabajar? ¿Cuántos planos nos quedan por rodar?
En un día imperfecto de rodaje, el autocar que trae a la figuración se pierde en la autopista y llega con una hora de retraso, la lluvia de la noche anterior se ha llevado por delante la ambientación del decorado, o se rompe por la mitad el eje trasero del cámara car. A nosotros nos pasó dos veces, en mitad de la montaña.
Un día perfecto de rodaje, sin embargo, es ese en el que pones la escena en pie con los actores, y ves cómo crece delante de tus ojos. Y gana en profundidad, en humor, en viveza. Su talento obra un pequeño milagro al otro lado de la claqueta: ese que hace que la ficción traspase la línea invisible que divide en dos un rodaje, e invada la realidad, calentándola.
Ficción y realidad. El trabajo del departamento de arte fue tan bueno que resultaba imposible visitar los escenarios por los que había pasado la guerra sin sentir un escalofrío. En especial, para los actores balcánicos que participan en la película. A menudo compartían escena: comentaban en los descansos si los uniformes y las armas que no hace tanto empuñaron eran de esta o de aquella manera. Al terminar el rodaje, compartían cerveza, recuerdos, conversación. Hace veinte años les separó una guerra; hoy la recrean delante de una cámara, compartiendo por esta vez bando, el de la ficción.
Dice Lou Reed que un día perfecto es ese que empieza a tu lado, bebiendo sangría en un bar; luego un paseo por el parque a media tarde, ver quizá una película en el cine... La dulce melancolía de esa canción, pero también su espíritu rebelde, el punk sofisticado de la Velvet Underground, inspiraron musicalmente la película.
La semana pasada vivimos un día perfecto. Presentamos la película en el festival de cine de Sarajevo, nacido durante la guerra. Un festival que representa el coraje, la probada capacidad del ser humano para la dignidad en la derrota. Porque expresa, sin proponérselo, el verdadero sentido del arte: buscar la belleza, la luz, en el centro mismo de la tragedia.
Los aplausos al final de la proyección sonaron aún más altos, vibrantes y nítidos que los que la película había recibido ya en Cannes. No sólo porque casi cuatro mil personas llenaran una de las plazas de la ciudad para verla. También porque su reconocimiento, sus risas, la calidez del abrazo con el que acogieron la película, como las pelotas de fútbol en las guerras, vale doble.
Otro día perfecto supe que Benicio del Toro había leído el guión y quería participar en ella. Viajé a Los Ángeles, dos, tres veces. Hablamos de la historia, de sus personajes. Hablamos de la ayuda humanitaria, de la guerra y sus contrarios: el humor, la vida, la esperanza. Decidimos que todo eso cabía en una película. Emprendimos un viaje, al que pronto se unió Tim Robbins. Aceptó interpretar a B en la película: un nombre corto para un hombre largo, una paradoja andante, como él mismo.
Los personajes a los que dan vida tienen algo de Quijote y otro algo de Sancho, aunque resulta difícil decir quién es quién: trabajadores humanitarios los dos, idealistas y pragmáticos a la vez. La cabeza en las nubes y los pies en el barro de todas las guerras.
No hay espacio aquí para los discursos, para la lástima. No hay espacio para los grandes ideales. Sólo hay espacio para lo concreto: la cuerda, el pozo, la herida. Cosas que se pueden arreglar. Lo abstracto no sirve, no se come. Las banderas no arropan a los que se mueren de frío, los himnos no sirven para bailar. La memoria ha de ser corta, la risa larga. Sólo lo inmediato cuenta.
Resulta difícil, tras años de trabajo humanitario, el regreso a la vida normal. Aunque, por otra parte, ¿qué es la vida normal?
Resulta difícil, tras años de trabajo humanitario, el regreso a la vida normal. Aunque, por otra parte, ¿qué es la vida normal?
Para Nikola, la vida normal es la guerra. Los niños que crecen en ella aprenden a hablar inglés con los cascos azules. Lo justo para pedirles cigarros, dinero, una pelota. Tener una pelota de fútbol es un tesoro que vale doble en la guerra. Por eso, que se te cuele en un campo de minas es jodido. Y puedes hasta llegar a estar tentado de meterte en él a cogerla. Porque la vida será un tesoro, de acuerdo; pero la pelota de fútbol, ya lo hemos dicho, son dos.
Un día también perfecto llegaron a la película Olga Kurylenko y Mélanie Thierry. Y todos juntos nos mudamos a vivir a ese país imaginario que es el rodaje de una película.
Los rodajes, sin embargo, están llenos de días imperfectos. Hacer películas consiste en resolver problemas. En tomar decisiones de las que en realidad no estás seguro, y aparentar que lo estás. Responder a docenas de preguntas sin tiempo para pensar las respuestas, como si participaras en una interminable edición de Pasapalabra: con la C, ¿qué óptica ponemos en la cámara? Un cincuenta. ¿Con qué actores empezamos a trabajar? ¿Cuántos planos nos quedan por rodar?
En un día imperfecto de rodaje, el autocar que trae a la figuración se pierde en la autopista y llega con una hora de retraso, la lluvia de la noche anterior se ha llevado por delante la ambientación del decorado, o se rompe por la mitad el eje trasero del cámara car. A nosotros nos pasó dos veces, en mitad de la montaña.
Un día perfecto de rodaje, sin embargo, es ese en el que pones la escena en pie con los actores, y ves cómo crece delante de tus ojos. Y gana en profundidad, en humor, en viveza. Su talento obra un pequeño milagro al otro lado de la claqueta: ese que hace que la ficción traspase la línea invisible que divide en dos un rodaje, e invada la realidad, calentándola.
Ficción y realidad. El trabajo del departamento de arte fue tan bueno que resultaba imposible visitar los escenarios por los que había pasado la guerra sin sentir un escalofrío. En especial, para los actores balcánicos que participan en la película. A menudo compartían escena: comentaban en los descansos si los uniformes y las armas que no hace tanto empuñaron eran de esta o de aquella manera. Al terminar el rodaje, compartían cerveza, recuerdos, conversación. Hace veinte años les separó una guerra; hoy la recrean delante de una cámara, compartiendo por esta vez bando, el de la ficción.
Dice Lou Reed que un día perfecto es ese que empieza a tu lado, bebiendo sangría en un bar; luego un paseo por el parque a media tarde, ver quizá una película en el cine... La dulce melancolía de esa canción, pero también su espíritu rebelde, el punk sofisticado de la Velvet Underground, inspiraron musicalmente la película.
La semana pasada vivimos un día perfecto. Presentamos la película en el festival de cine de Sarajevo, nacido durante la guerra. Un festival que representa el coraje, la probada capacidad del ser humano para la dignidad en la derrota. Porque expresa, sin proponérselo, el verdadero sentido del arte: buscar la belleza, la luz, en el centro mismo de la tragedia.
Los aplausos al final de la proyección sonaron aún más altos, vibrantes y nítidos que los que la película había recibido ya en Cannes. No sólo porque casi cuatro mil personas llenaran una de las plazas de la ciudad para verla. También porque su reconocimiento, sus risas, la calidez del abrazo con el que acogieron la película, como las pelotas de fútbol en las guerras, vale doble.