Corría el verano de 1999. Estaba en el centro comercial con mi amigo Derek y nos encontramos con un conocido suyo en una tienda de Spencer's Gifts. Mientras hablaban, yo echaba un vistazo por la tienda. Entonces escuché al amigo de Derek preguntándole: "¿Es tu hermana?".
Se refería a mí.
Entonces tenía once años. Me dejaba el pelo largo porque me encantaba cómo lo llevaban los luchadores de lucha libre de aquella época y llevaba puesta una camiseta de baloncesto, de esas sin mangas, porque el basket era mi deporte favorito. Es posible que mi pelo le confundiera, pero yo creo que fue la camiseta. Destacaba mi torso, así que el amigo de Derek debió pensar que lo que sobresalía por debajo de la camiseta eran unos jóvenes pechos de adolescente.
Entonces me di cuenta de que estaba gordo. Es el primer recuerdo que tengo de haberme sentido así y, desde entonces, no recuerdo ningún otro día en el que me sintiera cómodo y seguro con mi cuerpo.
Mi vida ha sido un ir y venir constante de kilos, perdía peso para volverlo a ganar y luego darme cuenta de que estaba mejor antes de recuperarlo. Cuando vuelvo la vista atrás, veo que en realidad estaba delgado. Pero siempre he tenido la sensación de que podría estar en forma si tan sólo supiera cómo conseguirlo. Parecía que el método mágico se me escurría entre los dedos, así que siempre terminaba resignándome y perdiendo toda esperanza de que alguna vez pudiera mirarme en el espejo y disfrutar de mi imagen. Sólo ahora, con veintisiete años, me doy cuenta de que tengo problemas con mi imagen corporal.
Aquel día del centro comercial, al llegar a casa, le dije a mi madre que quería pelarme. Era una de las pocas cosas que podía hacer para arreglar mi apariencia inmediata. Pero eso no evitó que me siguiera sintiendo gordo. Me convertí en el tipo de niño que no se atreve a bañarse en la piscina sin camiseta y aprendí a diferenciar qué tipo de ropa escondía mejor mi barriga.
Mi mayor problema con la imagen corporal es que tengo la sensación de que nunca consigo mi objetivo de adelgazar. Es un ciclo vicioso: no soy lo suficientemente bueno porque no estoy en forma, lo que hace que pierda confianza y motivación para hacer ejercicio, pero el ejercicio no hace que me vea más delgado.
El cantante Sam Smith ha explicado este año, de una forma conmovedora, que le dolía más cuando le llamaban "gordo" que cuando recibía insultos por ser gay: "Creo que es porque ya he aceptado que si alguien me llama maricón, pues me da igual, porque soy gay y estoy orgulloso de serlo. Pero si alguien me llama gordo, eso es una parte de mí que quiero cambiar".
Uno de mis problemas es que cuando sí consigo bajar de peso, no soy capaz de reconocerlo.
Con 14 años, no recuerdo ni un día en el que me sintiera delgado, pero la verdad es que estaba en muy buena forma, porque jugaba al hockey con regularidad. Tuvo que llegar el último año de colegio, después de ganar algunos kilos por comer demasiada comida rápida, para que me diera cuenta de cuál había sido mi aspecto real durante los años anteriores. Recuerdo haber mirado una foto de cuando tenía 14 años y comentar, "Qué delgado estaba..."; a lo que un profesor del instituto me respondió: "No, ahora es cuando tienes buen aspecto. En esa foto estás desnutrido".
Perdí peso durante mi primer año de universidad -unos dieciocho kilos- todo a base de contar calorías, intentando mantenerme cerca del límite de 1.500 al día y comiendo un montón de sándwiches vegetales sin mayonesa. Entonces era consciente del peso que había perdido, pero al mirarme al espejo no veía a una persona delgada. Todavía seguía usando mis trucos para disimular mi aspecto, como usar sudaderas anchas o llevar camisetas interiores ceñidas porque pensaba que camuflaban mis curvas.
Esta obsesiva percepción errónea de uno mismo es un fenómeno que explica el doctor Aaron Blashill, profesor de Psicología en la Universidad de Harvard: cuando uno se centra demasiado en una parte del cuerpo en particular, la imaginación la destaca mucho más.
David LaPorte, profesor de psicología en la Indiana University en Pensilvania, recordaba a un estudiante de doctorado de hacía unos diez años atrás que estudió la percepción que los chicos de gimnasio tenían de su propia imagen. El estudiante descubrió que a uno de cada cinco hombres que podríamos considerar en forma, les incomodaba quitarse la camiseta. "Y el panorama no es mejor hoy en día", afirma LaPorte.
Lo que hacía que el estudio fuera más interesante aún, continúa explicando LaPorte, es que sólo se centraba en los chicos que tenían la suficiente confianza para, antes que nada, ir a un gimnasio. La mayoría se paseaba por el gimnasio con esas camisetas de hombre musculado que marcan bien el resultado de haber estado entrenando. Yo respondí al profesor con un recuerdo de cuando estaba en la universidad; los chicos atléticos llevaban sudaderas con capucha a clase, mientras que yo siempre me sentía en la necesidad de ir bien vestido para compensar mi carencia de un cuerpo impresionante. "Cada uno compensa de forma diferente, supongo", me comentó LaPorte.
A casi la mitad de los hombres no les gusta ser fotografiados ni vistos siquiera en bañador, según una encuesta del año pasado de NBC Today Show/AOL sobre la imagen corporal. Un estudio de la University of the West of England, en Bristol, descubrió que la mayoría de los hombres pensaba que alguna parte de su cuerpo no era lo suficientemente musculosa, y un número mayor de hombres que de mujeres sacrificaría al menos un año de su vida a cambio de un cuerpo perfecto.
Algunas veces me quejo sobre mi peso a mis amigos más cercanos, pero ellos me dicen que no ven ningún problema. Algunos me dicen que tengo un cuerpo atlético. Otros me dicen que estoy delgado. No les creo, y me agarro el michelín a modo de prueba. Puedo ver en el espejo cómo mi carne sobresale por el borde de la camiseta. No veo a un atleta. No veo a nadie delgado.
TYLER KINGKADE/THE HUFFINGTON POST
Hace tres años, durante mi primer viaje a Nueva York, una amiga propuso que fuéramos a la playa. Dije que sí, pero en mi interior rezaba para que lloviera y así poder tener una excusa para echarme atrás. No llovió, pero me escaqueé debido a unos problemas de horarios. Sacrifiqué un día precioso en la playa en compañía de mis amigos con tal de evitar el momento en que tendría que quitarme la camiseta delante de ellos.
"Cuando evitamos una situación inminente que nos parece embarazosa, puede ayudarnos a reducir el impacto de las emociones negativas o difíciles en ese momento, pero a largo plazo sirve para reforzar el mismo tipo de pensamientos que nos hicieron evitar la situación en cuestión", explica Blashill.
Una de las razones por las que me escondía así era mi miedo a estar cerca de hombres más atractivos que yo en la playa, un miedo explicable según Blashill porque "los hombres con problemas de imagen corporal tienden a hacer comparaciones en sociedad", normalmente "comparaciones degradantes" para el sujeto con problemas.
Cuando mencioné este temor al doctor Edward Abramson, un psicólogo de California y autor del libro Emotional Eating [Apetito emocional], me respondió con una pregunta: ¿de qué tengo miedo?
Es algo ridículo pensar que mis amigos sentirían asco si me vieran sin camiseta, o que me rechazarían como si hubieran descubierto el tatuaje de una esvástica nazi. Así que, ¿de qué tengo miedo en realidad? Me di cuenta de que tenía miedo de su opinión. Me ponía de los nervios pensar que mis allegados me tengan clasificado como regordete.
"En general, el problema está relacionado con la ansiedad social", explicaba Abramson. "La preocupación por el hecho de que los demás le observen de una u otra forma. Animo a todos a que contemplen a aquellos que les rodean y reconozcan que tienden a ser mucho más tolerantes con las imperfecciones de los demás que con las suyas propias".
No ha sido fácil para mí llegar a este punto, el punto en el que puedo admitir abiertamente que me siento incómodo con mi cuerpo. Nunca consideré que tuviera un problema porque no era bulímico, no era anoréxico y, en mi opinión, no tenía ningún comportamiento extremo. Después de todo, ¿qué tiene de malo si me siento obligado a pasar cuarenta y cinco minutos en el gimnasio cuatro veces por semana? LaPorte me explicó que probablemente no tiene nada de malo, a no ser que para ello sacrifique mis relaciones sociales.
Descubrí que compartía este mismo problema con un colega al que siempre he considerado que está en muy buena forma y que entrena seis días a la semana para mantenerse así. Cuando se quita la camiseta, me dice: "Siento como si todos los ojos se posasen en mí y a nadie le gustara lo que ve". Aunque sus amigos le muestran su apoyo cuando discute con ellos sobre sus inseguridades, me explica que "se nota en el aire un sentimiento de 'Tío, tú no deberías quejarte de nada'".
Muchos hombres a los que he entrevistado en la oficina sentían una inseguridad parecida, incluso aquellos a los que yo consideraba más apuestos que yo. Mencionaron que la altura es otro gran problema de imagen, uno que precisamente no pueden cambiar. Muchos de ellos decían que cuando hablan de sus problemas con los amigos, la conversación suele ser algo parecido a esto:
"Tío, qué gordo estoy".
"Qué dices, hombre, no estás gordo".
"Pero yo me siento gordo".
"Pues la verdad, no sé qué quieres que te diga, eso no es un problema".
La masculinidad contemporánea no permite que un hombre admita que su físico no es el ideal, ni mucho menos. Nos iría bastante mejor si los hombres pudieran ser más abiertos sobre sus propias inseguridades, si aceptaran las imperfecciones de sus cuerpos, sin miedo a violar las normas no escritas de la masculinidad. Quizás entonces estaríamos más cerca de conseguir lo que me recomendó Blashill: "Reconocer que hay muchas formas de estar sano".
TYLER KINGKADE/THE HUFFINGTON POST
Me he pasado los últimos meses dándole vueltas al asunto y reflexionando sobre mis propias inseguridades. Después de hablar con mis amigos, con psicólogos y con otros hombres de la oficina, hice algo que llevo años evitando: fui a la playa.
Para mi primer día en la playa me acompañé de algunos buenos amigos. Como si de un giro en la trama de una comedia romántica se tratara, mis amigos invitaron a alguien con quien yo me había estado escribiendo en la web de citas OkCupid. Resultaba que mis amigos también eran sus amigos. A pesar de todo, me pasé el día entero sin camiseta delante de mis amigos, de extraños y de una posible cita y, de alguna forma, sobreviví. Nadie me insultó; sigo teniendo amigos; sigo siendo capaz de tener citas; y hasta me encontré diez dólares en el suelo. En otras palabras, el mundo no se acabó.
Abramson tenía razón: miré a los demás, vi sus imperfecciones y noté que la opinión que tenía de ellos no cambiaba. Es posible que esos pensamientos que se me cruzan por la cabeza sobre que alguien pueda estar observando mi barriga o mis michelines, o si pienso que tengo más pecho que algunas de mis amigas, son ideas que sólo tengo yo. No estoy curado, pero he hecho progresos.
Con 27 años, ya soy capaz de admitir que no me gusta mi cuerpo. Pero no debería haber tardado tantísimos años en llegar a este punto. Me he pasado demasiado tiempo como si ocultara un secreto, escondiendo mis problemas con el peso, incapaz de hablar de ello porque las normas de la masculinidad lo prohíben.
No debería ser algo extraordinario que los hombres hablen de sus cuerpos. No deberíamos andarnos con eufemismos ni sentir vergüenza de reconocer que no cumplimos con el estándar de belleza que también a nosotros nos inculca la sociedad.
Aunque las expectativas para los hombres no resulten tan desproporcionadas como para las mujeres, también sentimos la presión de tener un mejor aspecto y estamos mucho más atrasados en lo que respecta a hablar de nuestras inseguridades. Para iniciar el cambio, sólo hace falta que un hombre confiese su inseguridad a sus amigos. Como me dijo un colega: "Una vez que un amigo se sincera, crea un espacio para que todos los demás también lo hagan".
Este post fue publicado originalmente en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Diego Jurado Moruno
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