Este verano he tenido la oportunidad de ver Los tres mosqueteros en el Théâtre du Noveaux Monde en Montreal, Canadá. Allí, como en España, era verano, y la mayor parte de los teatros cierran por vacaciones. Así que al aficionado al teatro, como en España, se le ofrecen pocas oportunidades de ver espectáculos en las grandes ciudades. Aunque siempre le quedan los festivales teatrales. Como el prestigioso Shaw Festival Theater de Niagara-on-the-Lake, en la costa este, o el popular Bard on the beach de Vancouver, en la costa oeste. El primero dedicado a Bernad Shaw, y el segundo, a Shakespeare.
He de confesar que en el viaje por este extenso país caí en esta obra por casualidad. No las tenía todas conmigo a pesar de encontrar en Internet críticas elogiosas y comprobar que la programación del teatro en el que se representaba era realmente interesante. Y es que hemos asistido a la degradación progresiva de esta historia a medida que, cada cierto tiempo, se nos ofrecía una nueva película o serie basada en la novela de Dumas. Pero era la única opción teatral en Montreal. Al menos, la venta de entradas auguraba que me encontraría con un espectáculo popular. Cosa que me confirmó el entusiasmo mostrado por la recepcionista del hotel cuando le pregunté cómo ir al teatro.
Mi sorpresa fue encontrarme con una obra que ofrecía, ante todo, frescura. La misma que recordaba de mi primer contacto con la novela. Una frescura que les permitía recuperar el humor, el amor, la aventura y la acción que tiene el libro. A lo que se añadía el compromiso de todos los componentes de la producción de pasárselo bien y hacérselo pasar bien al espectador. Y lo consiguen acudiendo a sencillos, pero eficaces recursos teatrales. Pues nunca olvidan que están en un teatro y no tratan competir como sea con la espectacularidad de una película. Así,la simple estructura móvil de madera de cuatro palos, dos alturas y algunas escaleras pasan de ser una posada a Versalles, de unas caballerizas al despacho del malvado Richelieu, de una taberna al castillo del duque de Buckingham y a cualquier espacio necesario gracias, generalmente, a un mínimo elemento de atrezo elegido a conciencia por el escenógrafo Guillame Lord.
Pero sobre todo saben que el teatro son actores que hacen presentes a personajes y lugares de ficción mediante acciones y palabras. De entre todos, destaca el joven Philippe Thibault-Denis haciendo presente en escena a D'Artagnan, presencia solo posible porque es consciente de que trabaja con un buen equipo de compañeros que, como él, están interesados en hacer lucir la obra y no en lucirse ellos mismos.
Así, al igual que el niño que en la primera escena no pude dejar de leer la novela, los espectadores no pueden dejar de seguir la historia de D'Artagnan. Ese inocente y engreído adolescente, señorito de provincias, que crecerá y se hará adulto en un París lleno de intrigas amorosas, políticas y luchas de poder. Y comprobamos con él que crecer no es fácil. Que hacerse adulto es una aventura con otros. Y que entre los rasguños y las heridas uno va recogiendo y perdiendo amores, amigos, compañeros por los que merece la pena vivir y haber vivido. La obra produce un entusiasmo vital en el público que hace que, cuando cae el telón, este se levante y aplauda como si fueran uno para todos y todos para uno. Y seguramente, cuando lleguen a casa cogerán la famosa novela de Dumas, como el niño o adolescente que fueron, y no la podrán dejar de leer hasta bien entrada la mañana, cuando descubran lo adultos que son.