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Estamos en tiempos de graves y trascendentales decisiones. Más aún que el fin de año, la vuelta a la rutina después de las más o menos reparadoras vacaciones suele ser el momento elegido por la gran mayoría para desempolvar nuestra largamente postergada lista de buenos propósitos, de asuntos pendientes que creemos que es necesario encarar para recuperar nuestra maltrecha autoestima. Son pequeños fallos que creemos íntimos, personales, y que nos impiden llevar esa vida perfecta a la que nos hacen aspirar los libros de autoayuda y los suplementos dominicales. Sin embargo, está demostrado que la lista es más o menos la misma para todo el mundo:
- Quitarnos las lorzas que han quedado en evidencia en la playa, y a cuyo volumen han contribuido las cervezas y las paellas grasientas de los chiringuitos. Hacer ejercicio, comer más sano y dejar de atiborrarnos de porquerías cuando llegamos a casa deprimidos del trabajo.
- Dejar de fumar, eliminar incluso esos pitillitos que robamos en reuniones sociales y que acaban sumando varios paquetes al mes que pagan los incautos que aun compran tabaco.
- Dejar de beber tanto. Ser fuertes ante el gin-tonic, aunque las reuniones familiares y las celebraciones de la oficina nos empujen al alcoholismo más justificado.
- Gastar menos, algo que resulta imprescindible después de ver el estado de nuestra cuenta corriente tras las vacaciones. Nada de pequeños caprichos en forma de jamón ibérico ni recurrir a la terapia del shopping en Zara cada lunes y cada martes.
- Tomarnos la vida con más calma, pasar más tiempo con los hijos, pareja, padres, etcétera. Es posible que las vacaciones con ellos nos hayan resultado de difícil digestión, pero al fin y al cabo, son nuestra familia, lo único que se interpone entre nosotros y una muerte solitaria en un asilo.
- Aprender algo nuevo, preferiblemente el inglés que tanto se nos resiste. Sacar del trastero el curso en CDs que compramos hace unos años por una pasta y al que todavía no le hemos quitado el plástico.
- Hacer algo por los demás, ser más solidarios, intentar engañarnos un poco para no darnos cuenta de lo pedazo de egoístas que somos.
Desgraciadamente, y por muy motivados que estemos en lograr nuestros propósitos, la estadística juega en nuestra contra: según los sesudos estudios de varias universidades que se dedican a investigar sobre temas inútiles, el 40% fracasará miserablemente en sus intenciones antes de acabar el primer mes y solo el 8% persistirá en alguna de sus intenciones un año después de habérselos propuesto. Lo malo es que, en caso de fracaso, la frustración es doble: no solo no hemos dejado de fumar, por ejemplo, sino que nos hemos fallado a nosotros mismos, hemos demostrado nuestra debilidad, nuestra falta de carácter, de voluntad.
Por si fuera poco, nos fustigaremos con el dinero que gastamos en gimnasios y cursos de inglés a los que nunca vamos, en productos dietéticos, en clínicas para dejar de fumar, etcétera. Malo, malo, malo. De esta espiral de pensamientos negativos al pozo de la depresión solo hay un mal paso. Pero es tan fácil caer en la tentación... esa tarta de chocolate, ese pitillito después de comer, ese vestido tan mono, ese copazo rebosante de hielo y limón. Son placeres inmediatos, mientras que las recompensas a nuestro ascetismo se nos antojan lejanas, muy lejanas. or no hablar de la peor parte: la atracción perversa que sufrimos los humanos por lo prohibido, el morbo que nos da transgredir las normas aunque sean las nuestras.
¿Cuántas veces hemos elaborado la dichosa lista de propósitos y hemos fracasado? ¿Tiene sentido hacer las mismas cosas y pretender un resultado distinto? ¿No merece la pena intentar un método nuevo?
Yo propongo la reactancia, que, según Wikipedia, es el término científico para la psicología inversa y que suena indudablemente mejor. El método es bien sencillo: elaborar la lista de buenos propósitos al revés. Es decir, marcarnos como objetivo:
Comer y beber como si se fuera a acabar el mundo, no pisar un gimnasio, fumar seis paquetes al día, gastar como si tuviéramos un agujero en el bolsillo, etcétera, etcétera, etcétera. De esta forma y de manera inevitable, nuestra naturaleza humana (o un infarto de miocardio, o la indigencia) nos llevará a querer quebrar alguna o todas de las normas de conducta que nos hemos marcado. Podremos estar algo decepcionados por no haber cumplido con el objetivo de nuestra lista, pero en el fondo obtendremos el beneficio que realmente perseguíamos. No sé si me siguen. Al fin y al cabo, el hartazgo es una de las únicas motivaciones que nos pueden llevar a tomar decisiones drásticas en la vida. Ya sé que el planteamiento es algo radical, pero todas las grandes ideas lo parecen al principio. Venga, anímense a hacer su lista inversa. Eso sí, las reclamaciones al maestro armero.