La semana pasada, la Comisión Europea hizo público su primer Informe sobre la lucha contra la corrupción en la UE. Para explicar sus contenidos, la comisaria de Interior, Cecilia Mälstrom, comparece esta semana ante la Comisión de Libertad, Justicia e Interior del Parlamento Europeo, que tengo el honor de presidir.
Vaya por delante que la lucha contra la corrupción impone un desafío permanente en la construcción europea y en los Estados miembros. La enormidad de este reto se ha recrudecido a rebufo de esta crisis que ha resultado ser la peor y más severa de toda la historia de la UE. El coste de la desviación de fondos, el fraude y la corrupción se eleva a unos 120.000 millones de euros; y se traduce en un reguero de males de extremada gravedad (oportunidades perdidas, sobrecostes de negocios, sobornos, competencia desleal...).
Vaya por delante también que, contra el prejuicio extendido de que la corrupción afectaría tan sólo a algunos países previamente estigmatizados (tópicamente Bulgaria, Rumanía, Hungría, Eslovenia, en fin, los venidos del Este), la corrupción rampa en Europa. Y no sólo en la Europa del Sur (Italia, España, Grecia), sino a todo lo largo y ancho, lo que incluye a Francia, Reino Unido, Alemania, la propia Suecia..., sea por incursión en prácticas corruptas, sea porque practican la exportación del problema corrompiendo a todo trapo, a funcionarios o políticos, en las subastas y licitaciones públicas ofertadas por terceros países. Un caso arquetípico es el de la corrupción practicada por empresas alemanas sobre políticos y funcionarios en Grecia, explotando así líneas de negocio predatorio sustentados en el sacrificio impuesto por la crisis.
"La corrupción deteriora gravemente la confianza de la ciudadanía en la política". Cierto. Eso lo sabe todo el mundo.
Lo que no todo el mundo sabe es que el deterioro de la política impacta asimétricamente entre los distintos sectores del espectro electoral plural de las sociedades democráticas: los electores progresistas y de valor de izquierda la castigan duramente, mientras que los más conservadores la consienten sin problema, revalidando incluso su voto en esos partidos y gobernantes a los que a ciencia cierta saben del todo corrompidos o incluso instalados en el exhibicionismo más desacomplejado de su enriquecimiento ilícito en el ejercicio de sus cargos. Tampoco se sabe lo bastante que la vinculación de la corrupción con la financiación de los partidos es menos real de lo que se cree: la mayor parte de las veces se usa esa argumentación como cobertura de otras motivaciones menos nobles que la de sufragar los costes de la competición electoral, ocultando así en las cuentas del partido la insaciable codicia y la avaricia personal de unos cuantos personajes corrompidos sin escrúpulos.
En todo caso, el Informe de la Comisión se detiene en analizar en detalle las herramientas disponibles para librar la batalla contra este eslabón crucial de la ideología antipolítica, cuyo motor más activo descansa de un tiempo a esta parte en el discurso (falso, pero efectivo en sus consecuencias socialmente demoledoras) de que todos son iguales, ya se hable de los partidos o, más genéricamente aún, de los propios políticos.
Como resulta adivinable, entre los mecanismos de control se proponen medidas preventivas (educación e información accesible acerca de las prácticas más frecuentes) y técnicas de refuerzos y coordinación de los controles internos y externos (Tribunales de Cuentas estatales, regionales y locales). Entre las medidas represivas, la Ley Penal debe sancionar con la mayor dureza y eficacia esas prácticas. Pero sobre todo ha de resaltarse su dimensión política desde la exigencia de responsabilidades y de dación de cuentas.
A la vista de todo esto, hay que poner el foco en la llamada "zona de mayor riesgo": la política urbanística. Confiada a los poderes locales, así es el caso de España, el urbanismo se muestra como la principal fuente de corrupción y enriquecimiento ilícito. La contratación pública (adquisición de bienes, obras y servicios) se perfila asimismo como un ámbito muy propenso. Y es aquí donde hay que reclamar normas sumamente rigurosas de integridad y transparencia en el manejo de los caudales públicos.
Ahora bien, lo más llamativo de este primer Informe es el modo en que en España ha escalado la corrupción y su percepción de forma abrupta en el curso de los dos últimos años. De esta secuencia, lo más inquietante (y repulsivo) es que instituciones como la Agencia Tributaria o el Ministerio fiscal se muestran ahora contaminados por las sospechas fundadas de estar favoreciendo a los corruptos más próximos al PP, en lugar de investigar las conductas sospechosas y actuar en consecuencia, con la imparcialidad que exige el principio de legalidad y la igualdad ante la ley.
De hecho, España aparece (junto con Grecia e Italia) a la cabeza del deplorable ranking de la corrupción pandémica en el conjunto de la UE. Va siendo hora de que, además de mostrar, de forma más o menos sincera o, al contrario, farisaica, "indignación" o "escándalo" frente a la magnitud del problema, la sociedad civil decida reaccionar con contundencia, enviando a los corruptos al basurero del voto, en lugar de condonar sus prácticas corrompidas con inconmovibles mayorías absolutas revalidando así un apoyo cómplice a muchos indeseables, como ha sido notoriamente el caso del PP en la Comunidad y Ayuntamiento de Madrid, la Comunidad Valenciana y su capital Valencia, o Baleares. No así Andalucía. Me adelanto a recordarlo para quienes se apresuren: ¡el caso ERE sí que costó al PSOE perder las elecciones autonómicas en 2012, por primera vez en 30 años!