La lucha diaria por una plaza de aparcamiento se ha convertido en la proyección urbana de la ecología darwinista por el espacio. Pero aunque se vive como un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, parachoques contra parachoques, es una lucha social, entre clases sociales. No todos tienen el mismo acceso a un aparcamiento. Es más, la sociedad parece fracturada entre quienes poseen o gestionan superficies para aparcar y quienes, como nómadas proletarios, van de un lado a otro en busca de esos ocho metros cuadrados cerca del destino. Como si hubiera un destino distinto al del propio aparcamiento.
No todos los grupos sociales se enfrentan de la misma manera a la escasez de aparcamiento. Las clases medias acceden a recursos como el aparcamiento en la propia urbanización, el parking de pago o incluso el aparcacoches, que debe ser de los pocos empleos para los que hay demanda. Junto a la solución sobrevenida, la solución presentada como racional del coche pequeño, complementario, para ir por la ciudad; mientras que el coche de representación, cuyo simbolismo tiende a medirse por el tamaño, sigue siendo fuente de ostentación. El minicoche, ese en el que apenas cabe más personal que su conductor, es un simulacro de racionalidad bajo la expresión de que es el "otro coche".
La lucha por el aparcamiento se ha convertido en un signo en la generación española del post baby boom de las clases populares. Clase trabajadora, más por origen que por la integración de su vida en un empleo estable, nacida después de 1975, año a partir del cual cae aceleradamente la natalidad. Sus padres, incluso sus abuelos, incendiaban las movilizaciones vecinales en demanda de asfaltado, de infraestructuras urbanas mínimas con las que dotarse o simplemente un puente que llevara al otro lado de la autopista. También hubo movilizaciones en protesta por el azote de la droga. Pero los últimos argumentos capaces de hacer germinar el cemento de la solidaridad entre vecinos tienen que ver con el aparcamiento. Ya surgieron en las barriadas madrileñas, externas a la almendra configurada por la M30, cuando, en desdichada y fiscalmente vampiresca medida, quisieron rodearles de parquímetros sus calles. Por cierto, medida que fue abandonada, pero que, sin embargo, quienes llevaron a cabo las movilizaciones o fueron multados por desobediencia tienen que pagar por su rechazo. El aparcamiento también ha sido el centro de las protestas en el barrio burgalés de Gamonal.
Con difícil acceso a la vivienda, tanto por motivos económicos -sin trabajo estable y con unos precios que, aún hoy y con varios años de ligero descenso, siguen siendo impracticables- como por motivos sociales, como la propia incertidumbre sobre el lugar dónde vivir, ante la falta de trabajo, y una mayor disponibilidad a la movilidad geográfica, pues la propia movilidad social parece imposible, el coche es el único patrimonio de esta clase de edad-estrato. Más jóvenes, se identifica con la libertad. Algo más adultos, aun cuando todavía relativamente jóvenes, es lo único que tienen, a pesar de su constante deterioro, de su continua desvalorización, es lo que les da valor. Abandonar el coche por la falta de recursos para mantenerlo -seguros, impuestos, combustible- es para ellos una especie de umbral hacia la caída definitiva, el signo de la desvalorización, de no ser nada.
Se puede argumentar que esa identificación con el coche es una "necesidad artificial", el fruto de una manipulación de la sociedad de consumo, lo que se quiera y seguramente se tenga razón. Pero desde su universo simbólico, el coche es lo que les introdujo como adultos en la sociedad, lo que, especialmente a los varones, les permitía hablar de igual a igual a sus mayores sobre ruidos del motor, cambio de aceite o resistencia de los amortiguadores. Las generaciones precedentes de varones de clases populares, marcaban con el coche su ascenso social, dentro de un paquete que incluía la vivienda en propiedad en las localidades metropolitanas de las grandes urbes. Era el standing package de la clase obrera. Hablar del coche y, sobre todo, sus entrañas, era un discurso que articulaba la nueva ostentación, se tenía coche frente a los otros que no lo tenían, con el hábito de hacerse las cosas manuales uno mismo.
Para nuestra generación de la lucha por el aparcamiento, la intensidad del discurso de la gestión personal de las entrañas del vehículo fue dejando paso al de la comparación de modelos, pero manteniendo la imagen de que algo se sabía sobre pistones y engrases. En los momentos de la opulencia, los modelos y los caballos de potencia se impusieron en las conversaciones del bar. Con la crisis, el tema es qué hacer con el coche, lo que arrastra el problema del aparcamiento en ciudades que fueron diseñadas sin tener en cuenta el aumento del parque automovilístico y el valor simbólico de este objeto, o qué hacer en la vida sin el coche.
No todos los grupos sociales se enfrentan de la misma manera a la escasez de aparcamiento. Las clases medias acceden a recursos como el aparcamiento en la propia urbanización, el parking de pago o incluso el aparcacoches, que debe ser de los pocos empleos para los que hay demanda. Junto a la solución sobrevenida, la solución presentada como racional del coche pequeño, complementario, para ir por la ciudad; mientras que el coche de representación, cuyo simbolismo tiende a medirse por el tamaño, sigue siendo fuente de ostentación. El minicoche, ese en el que apenas cabe más personal que su conductor, es un simulacro de racionalidad bajo la expresión de que es el "otro coche".
La lucha por el aparcamiento se ha convertido en un signo en la generación española del post baby boom de las clases populares. Clase trabajadora, más por origen que por la integración de su vida en un empleo estable, nacida después de 1975, año a partir del cual cae aceleradamente la natalidad. Sus padres, incluso sus abuelos, incendiaban las movilizaciones vecinales en demanda de asfaltado, de infraestructuras urbanas mínimas con las que dotarse o simplemente un puente que llevara al otro lado de la autopista. También hubo movilizaciones en protesta por el azote de la droga. Pero los últimos argumentos capaces de hacer germinar el cemento de la solidaridad entre vecinos tienen que ver con el aparcamiento. Ya surgieron en las barriadas madrileñas, externas a la almendra configurada por la M30, cuando, en desdichada y fiscalmente vampiresca medida, quisieron rodearles de parquímetros sus calles. Por cierto, medida que fue abandonada, pero que, sin embargo, quienes llevaron a cabo las movilizaciones o fueron multados por desobediencia tienen que pagar por su rechazo. El aparcamiento también ha sido el centro de las protestas en el barrio burgalés de Gamonal.
Con difícil acceso a la vivienda, tanto por motivos económicos -sin trabajo estable y con unos precios que, aún hoy y con varios años de ligero descenso, siguen siendo impracticables- como por motivos sociales, como la propia incertidumbre sobre el lugar dónde vivir, ante la falta de trabajo, y una mayor disponibilidad a la movilidad geográfica, pues la propia movilidad social parece imposible, el coche es el único patrimonio de esta clase de edad-estrato. Más jóvenes, se identifica con la libertad. Algo más adultos, aun cuando todavía relativamente jóvenes, es lo único que tienen, a pesar de su constante deterioro, de su continua desvalorización, es lo que les da valor. Abandonar el coche por la falta de recursos para mantenerlo -seguros, impuestos, combustible- es para ellos una especie de umbral hacia la caída definitiva, el signo de la desvalorización, de no ser nada.
Se puede argumentar que esa identificación con el coche es una "necesidad artificial", el fruto de una manipulación de la sociedad de consumo, lo que se quiera y seguramente se tenga razón. Pero desde su universo simbólico, el coche es lo que les introdujo como adultos en la sociedad, lo que, especialmente a los varones, les permitía hablar de igual a igual a sus mayores sobre ruidos del motor, cambio de aceite o resistencia de los amortiguadores. Las generaciones precedentes de varones de clases populares, marcaban con el coche su ascenso social, dentro de un paquete que incluía la vivienda en propiedad en las localidades metropolitanas de las grandes urbes. Era el standing package de la clase obrera. Hablar del coche y, sobre todo, sus entrañas, era un discurso que articulaba la nueva ostentación, se tenía coche frente a los otros que no lo tenían, con el hábito de hacerse las cosas manuales uno mismo.
Para nuestra generación de la lucha por el aparcamiento, la intensidad del discurso de la gestión personal de las entrañas del vehículo fue dejando paso al de la comparación de modelos, pero manteniendo la imagen de que algo se sabía sobre pistones y engrases. En los momentos de la opulencia, los modelos y los caballos de potencia se impusieron en las conversaciones del bar. Con la crisis, el tema es qué hacer con el coche, lo que arrastra el problema del aparcamiento en ciudades que fueron diseñadas sin tener en cuenta el aumento del parque automovilístico y el valor simbólico de este objeto, o qué hacer en la vida sin el coche.