Viví a finales de los 90 los años gloriosos del Comdex de Las Vegas, el CeBIT de Hannover o el Simo de Madrid, las grandes ferias del mundo tecnológico. Macrorreuniones con miles de expositores y cientos de miles de visitantes y que, como las estaciones, nos marcaban el paso del tiempo. Aquellas ferias tenían razón de ser porque uno no podía decir que estaba a la última hasta que no se hacía el viaje y se pateaba sus interminables pabellones y pasillos, y se dejaba ver por sus coloridos stands, sus salas de reuniones y sus abarrotados auditorios. Y es que no había fabricante que no guardara como oro en paño durante meses su último cacharro para tener algo que contar cuando el aluvión llegaba.
Más tarde pensamos que con Internet la feria, un invento de origen medieval, iba a pasar a mejor vida. ¿Para qué acudir a un sitio a enseñar y promover el último ordenador o la televisión más estilizada, con el esfuerzo ciclópeo y los gastos desmedidos que eso tiene, si por la web o por el correo electrónico uno podía mostrar y vender el último artilugio a golpe de clic y sin desvelos? Todo hacía pensar que el despegue de Internet y más tarde del e-mail, la mensajería o la videoconferencia en formato low cost (Skype o Google Hangouts) iban a dar la estocada definitiva al pesado formato de feria, con sus kilómetros de pasillo enmoquetado, sus expositores de colores estridentes y sus legiones de azafatas que le cortan a cualquiera la respiración.
¿Quién, en su sano juicio y con el yugo de la crisis encima, iba a gastar millones de dólares en desplazar a todo su equipo a otro continente y en contratar diseñadores, animadores e incluso cantantes para llamar la atención del saturado y bombardeado visitante cuando, por mucho menos y con solo apretar un botón, se puede hacer una comunicación urbe et orbi del último gadget? ¿Quién iba a querer tener a todo su departamento comercial fuera durante una semana, alojándose en caros hoteles y comiendo en exquisitos restaurantes, en vez de mantenerlo en casa, con el teléfono pegado a la oreja o gastando suela en lo que realmente importa, en la busca del esquivo cliente?
Con los años las cosas se pusieron feas para las grandes ferias. Comdex desapareció, CeBIT decayó y en España el Simo, que en sus mejores tiempos reunió más de un millar de expositores y 200.000 visitantes (una desproporción para un país como éste, todo hay que decirlo), estuvo a punto de cerrar y luego se convirtió en un triste remedo de lo que fue en sus mejores tiempos.
Sin embargo, en los últimos años, el CES de las Vegas, en realidad un Comdex redivivo destinado a promover la venta de electrónica de consumo, un negocio boyante desde que la aparición del iPod, y el Mobile World Congress, todo un fenómeno que se alimenta del poder de seducción que tienen los smartphones, han demostrado que Internet no sólo no ha acabado con las ferias, sino que además las ha reforzado.
Y es que el gancho de las ferias no es tecnológico, sino emocional. El CES o MWC, o incluso el más lúgubre IFA de Berlín, tienen éxito porque suponen un subidón de adrenalina para el sector y tienen la virtud de darle a esta industria, tan dispersa y con intereses tan contrapuestos el resto del año, un relato compartido, por lo menos durante unos días.
El mundo de la tecnología (y de los negocios en general) es mucho menos racional y cerebral de lo que aparenta. Esta crisis y los movimientos en manada de los inversores a los que ha dado lugar lo atestiguan. La industria se mueve por modas, por caprichos, por temores o por testarudeces particulares (pienso en Jobs poniendo la cruz a Flash). Una feria como el MWC, que en estos días se celebra en Barcelona, es en el fondo como la plaza del pueblo.
Por Barcelona hay que dejarse caer (y ver). Si no lo hace uno corre el riesgo de quedar invisible. No importa que hayamos echado cuentas y que el sentido común nos aconseje posponer el dispendio de viajes, comidas, vuelos y azafatas para tiempos mejores. "Si están los demás, cómo no voy a ir yo", han debido pensar los 4.300 CEO de empresas tecnológicas de todo el mundo que ya han confirmado su asistencia a la feria de los móviles de este año, o las más de 1.700 empresas que irán con expositor y pagarán fortunas por el cartón piedra de su puesto en el mercadillo y por un alojamiento que estos días se cotiza a precio de oro en la capital catalana.
En Barcelona, y siguiendo el ritual, habrá orgía de novedades, de esas que a primera vista podrían cambiar el signo de los tiempos y la dirección de la industria, pero que en muchos casos nadie recordará en unos meses. Pero más importante: habrá una puesta en escena en toda regla. El MWC será la oportunidad perfecta para adorar a los nuevos ídolos del mundo post PC (habrá keynotes de Mark Zuckerberg, de Facebook, Jan Koum, de Whatsaap, o Rich Riley, de Shazam, entre otros).
Eso sí, después de la borrachera, la resaca. A la gran catarsis de los Galaxy S5, las Google Glass o los relojes inteligentes y toda la panoplia de wearables que queramos imaginar, le seguirá el business as usual. Una vez de vuelta, en casa y ya sin estruendo, habrá que volver a pegarse al teléfono y seguir gastando la suela del mocasín, en busca de un cliente igual de esquivo que antes de la fiesta. Mientras tanto, el MWC (como tantas ferias del mundo en los días de Internet) habrá servido para que muchos se regodeen en un pensamiento: "Yo estuve allí y ahora vuelvo para contarlo".
Más tarde pensamos que con Internet la feria, un invento de origen medieval, iba a pasar a mejor vida. ¿Para qué acudir a un sitio a enseñar y promover el último ordenador o la televisión más estilizada, con el esfuerzo ciclópeo y los gastos desmedidos que eso tiene, si por la web o por el correo electrónico uno podía mostrar y vender el último artilugio a golpe de clic y sin desvelos? Todo hacía pensar que el despegue de Internet y más tarde del e-mail, la mensajería o la videoconferencia en formato low cost (Skype o Google Hangouts) iban a dar la estocada definitiva al pesado formato de feria, con sus kilómetros de pasillo enmoquetado, sus expositores de colores estridentes y sus legiones de azafatas que le cortan a cualquiera la respiración.
¿Quién, en su sano juicio y con el yugo de la crisis encima, iba a gastar millones de dólares en desplazar a todo su equipo a otro continente y en contratar diseñadores, animadores e incluso cantantes para llamar la atención del saturado y bombardeado visitante cuando, por mucho menos y con solo apretar un botón, se puede hacer una comunicación urbe et orbi del último gadget? ¿Quién iba a querer tener a todo su departamento comercial fuera durante una semana, alojándose en caros hoteles y comiendo en exquisitos restaurantes, en vez de mantenerlo en casa, con el teléfono pegado a la oreja o gastando suela en lo que realmente importa, en la busca del esquivo cliente?
Con los años las cosas se pusieron feas para las grandes ferias. Comdex desapareció, CeBIT decayó y en España el Simo, que en sus mejores tiempos reunió más de un millar de expositores y 200.000 visitantes (una desproporción para un país como éste, todo hay que decirlo), estuvo a punto de cerrar y luego se convirtió en un triste remedo de lo que fue en sus mejores tiempos.
Sin embargo, en los últimos años, el CES de las Vegas, en realidad un Comdex redivivo destinado a promover la venta de electrónica de consumo, un negocio boyante desde que la aparición del iPod, y el Mobile World Congress, todo un fenómeno que se alimenta del poder de seducción que tienen los smartphones, han demostrado que Internet no sólo no ha acabado con las ferias, sino que además las ha reforzado.
Y es que el gancho de las ferias no es tecnológico, sino emocional. El CES o MWC, o incluso el más lúgubre IFA de Berlín, tienen éxito porque suponen un subidón de adrenalina para el sector y tienen la virtud de darle a esta industria, tan dispersa y con intereses tan contrapuestos el resto del año, un relato compartido, por lo menos durante unos días.
El mundo de la tecnología (y de los negocios en general) es mucho menos racional y cerebral de lo que aparenta. Esta crisis y los movimientos en manada de los inversores a los que ha dado lugar lo atestiguan. La industria se mueve por modas, por caprichos, por temores o por testarudeces particulares (pienso en Jobs poniendo la cruz a Flash). Una feria como el MWC, que en estos días se celebra en Barcelona, es en el fondo como la plaza del pueblo.
Por Barcelona hay que dejarse caer (y ver). Si no lo hace uno corre el riesgo de quedar invisible. No importa que hayamos echado cuentas y que el sentido común nos aconseje posponer el dispendio de viajes, comidas, vuelos y azafatas para tiempos mejores. "Si están los demás, cómo no voy a ir yo", han debido pensar los 4.300 CEO de empresas tecnológicas de todo el mundo que ya han confirmado su asistencia a la feria de los móviles de este año, o las más de 1.700 empresas que irán con expositor y pagarán fortunas por el cartón piedra de su puesto en el mercadillo y por un alojamiento que estos días se cotiza a precio de oro en la capital catalana.
En Barcelona, y siguiendo el ritual, habrá orgía de novedades, de esas que a primera vista podrían cambiar el signo de los tiempos y la dirección de la industria, pero que en muchos casos nadie recordará en unos meses. Pero más importante: habrá una puesta en escena en toda regla. El MWC será la oportunidad perfecta para adorar a los nuevos ídolos del mundo post PC (habrá keynotes de Mark Zuckerberg, de Facebook, Jan Koum, de Whatsaap, o Rich Riley, de Shazam, entre otros).
Eso sí, después de la borrachera, la resaca. A la gran catarsis de los Galaxy S5, las Google Glass o los relojes inteligentes y toda la panoplia de wearables que queramos imaginar, le seguirá el business as usual. Una vez de vuelta, en casa y ya sin estruendo, habrá que volver a pegarse al teléfono y seguir gastando la suela del mocasín, en busca de un cliente igual de esquivo que antes de la fiesta. Mientras tanto, el MWC (como tantas ferias del mundo en los días de Internet) habrá servido para que muchos se regodeen en un pensamiento: "Yo estuve allí y ahora vuelvo para contarlo".