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El segundo despertar árabe

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Mientras la atención del mundo se reparte estos días entre Ucrania y Venezuela, con ciudadanos que han llevado a la calle sus protestas y su lucha, se han cumplido tres años del inicio de otras protestas que están modificando nuestro entorno más cercano.

Hace tres años ya que la revolución llamó a la puerta del mundo árabe, despertando unas expectativas de cambio en la región y en su relación con el mundo como no se recordaban desde la caída del muro de Berlín.

Tres años que han tardado los tunecinos en aprobar la Constitución más avanzada que ha visto nunca un país de la orilla sur del Mediterráneo, lo mismo que les llevó a los españoles aprobar la suya de 1978 tras la muerte de Franco. Nadie dijo que hacer una transición fuera fácil, ni rápido, pero a menudo parece que esto se olvida.

Tras unos momentos de renovado interés por el exterior, y salvo en contadas ocasiones, los acontecimientos en esos países han dejado de estar entre las prioridades de los medios de comunicación y de la opinión pública europea. Decepción, cansancio por lo que pasa fuera, ensimismamiento en la propia e incierta realidad, incapacidad para entender lo que ocurre... Y, sin embargo, sigue siendo evidente que los vientos de cambio que soplan desde Bagdad a Rabat están transformando toda la zona y que su configuración final tendrá importantes repercusiones especialmente sobre su entorno inmediato... o sea, el nuestro.

Hace unos días tres prominentes conocedores del mundo árabe -un jordano, Marwan Muasher, un libanés, Nassif Hitti, y un mauritano, Mohammad-Mahmoud Ould Mohamedou- pasaron por Madrid para compartir sus impresiones sobre la situación actual y sus pronósticos de futuro, invitados por el Centro Internacional de Toledo para la Paz en colaboración con el Instituto de Empresa. La "excusa" era la presentación del libro de Muasher The Second Arab Awakening (el segundo despertar árabe), en el que defiende que mientras que el primer despertar tuvo como objetivo deshacerse del control otomano, primero, y del colonial, después, el segundo es una lucha por construir sociedades inclusivas, diversas, plurales y democráticas. Sólo así conseguirán abordar los desafíos políticos, económicos y sociales en los que están inmersos.

Junto a la noción del pluralismo, como base sobre la que asentar la prosperidad, en el debate surgieron otros conceptos muy útiles para sintetizar y entender una realidad tan compleja:

El factor tiempo. La transición es un proceso mucho más largo que la revolución. En los tres años en que los tunecinos han encarrilado su futuro dotándose de un sistema paritario -en género, religión y participación política-, Egipto está sufriendo un proceso de arranque, freno y marcha atrás, porque ha cambiado a los protagonistas, pero no ha conseguido cambiar el sistema: el que llega al poder lo utiliza para excluir al resto. La transformación de las mentalidades colectivas implica siempre mirar al largo plazo, pero la falta del pensamiento crítico en la base de la educación no va a favorecer esta evolución. Por otra parte, frente a la necesidad de tiempo se alza el sentido de la urgencia: de unas poblaciones que necesitan resultados y oportunidades ya -esa fue la chispa que lo encendió todo- y la constatación de que, si no aceleran, será el mundo el que los deje definitivamente atrás.

El papel del Estado-nación frente a las sociedades tribales. Una de las batallas de los países árabes desde la descomposición del imperio otomano, primero, y del proceso de descolonización, después, ha sido la construcción de una identidad nacional fuerte en fronteras a menudo artificiales, frente a las poderosas identidades tribales, étnicas y, en algunos casos, religiosas. Ante la incapacidad de muchos Estados árabes de cumplir con el contrato social encomendado -tras décadas de autocracia y falta de progreso- las poblaciones encuentran poco asidero en unas instituciones débiles que no responden a sus necesidades. Aparte de Siria -que se ha convertido en la madre de todos los fracasos-, Libia, al borde de la desmembración, es posiblemente el caso más emblemático, pero también lo son Irak y Líbano.

"El Islam es la solución" ha perdido la calle. Egipto es el ejemplo más paradigmático. Tras llegar al poder por vía electoral, la rama política de los Hermanos Musulmanes ha querido profundizar en lo que algunos llaman la "islamización de la sociedad musulmana", aumentando la polarización, excluyendo del sistema a los contrarios, sin ser capaz, por otra parte, de resolver los problemas de la vida cotidiana. Sólo así se explica el apoyo al golpe de Estado de julio pasado -aunque muchos se sigan indignando con esta definición- que expulsó de la presidencia a Mohamed Morsi. El hecho de que en Túnez los islamistas hayan formado desde el principio parte del proceso de transición, en coalición con el resto de las principales fuerzas políticas, ha sido fundamental para las positivas perspectivas del país.

Monarquías ricas, monarquías pobres. Dos modos radicalmente diferentes de hacer frente al cambio. Las primeras -Arabia Saudí, Kuwait, Bahrein, Qatar...- amparadas en sus petrodólares, no han interiorizado la necesidad de cambio y siguen pensando que el dinero lo puede comprar todo, incluida la pasividad de una juventud desocupada. Aún así, el reciente relevo general en Qatar indica que algo sí comienza a moverse. Las segundas, Marruecos y Jordania, optaron por tomar la iniciativa e introdujeron una serie de reformas que muchos consideran solo cosméticas. En cualquier caso, han evitado, de momento, ser arrolladas por los acontecimientos.

La volatilidad y la porosidad. Después de décadas de disfrutar de una estabilidad artificial, basada en poderes autocráticos y en la connivencia de las potencias occidentales, nada parece ser ya permanente. La región se debate en una tensión continua entre lo viejo y lo nuevo, entre tradición y modernidad. La gente ha perdido el miedo a expresarse y a la posibilidad de cambio y es algo que se aprecia y se contagia de un país a otro.

Una política que dé resultados. Lo que la gente realmente quiere es ver que su vida comienza a mejorar. Según el FMI, un país que ha pasado por convulsiones como las recientes en el mundo árabe tarda al menos cinco años en recuperar el nivel económico del punto de partida. Por eso volvieron a echarse en la calle en Egipto: porque el Gobierno de Morsi, además de seguir polarizando el juego político, fue incapaz de ofrecer ningún signo de mejoría en el complicadísimo día a día. Los países árabes deben comenzar a dejar de ser economías rentistas (especialmente claro en los que poseen ingentes recursos energéticos, ya sean Argelia o Libia, o las monarquías del Golfo) y a impulsar su productividad, para poder ofrecer nuevas oportunidades a sus poblaciones. Sin embargo, aunque la reforma política, en cierta medida, más o menos eficaz, ya se ha puesto en marcha, no hay aún claros signos de progreso. Y lo que no está claro es hasta dónde llegará la paciencia de la gente.

Túnez como modelo. No ha sido fácil, pero tres años después de que las protestas expulsaran del poder a Ben Ali, ha logrado aprobar la Constitución más avanzada que ha tenido nunca un país árabe: separa la religión del Estado, reconoce la libertad de credo, proclama la igualdad de derecho a creer y a no creer y establece absoluta igualdad para hombres y mujeres, entre otros muchos aspectos. El proceso consagra la alternancia pacífica en el poder y ha sido posible gracias a que en él han participado representantes de los más diversos espectros de la sociedad, desde los sindicatos hasta la patronal, y de los partidos políticos; ha sido un proceso pluralista e inclusivo y se ha erigido ya como modelo de una transición de éxito. Habrá que seguir observando si cunde el ejemplo.

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