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La diferencia entre lo serio y lo grave

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Que tras más de 35 años de evolución el llamado Estado autonómico necesite de una reforma constitucional que lo actualice es algo que no debería extrañar a nadie. En 1978, cuando se aprobó la Ley Fundamental, se hizo seguramente todo lo que era posible hacer en aquel momento. Y pese a lo que ahora algunos agoreros del pasado quieran hacernos creer, el resultado no fue del todo malo. El extraordinario desarrollo, desde muy diferentes puntos de vista, experimentado por nuestro país desde aquel momento es la mejor prueba de ello. No obstante, a fecha de hoy hemos de reconocer que hacen falta cambios, mejoras. No parece ninguna extravagancia. Los países serios es lo que hacen: Modificar su Constitución cuando las circunstancias así lo demandan. ¿Por qué razón no vamos a poder hacerlo nosotros? Podemos hacerlo, sin duda. Basta con tener voluntad política.

El tema, como es lógico, está en saber qué es lo que se quiere cambiar y con qué finalidad. Contenido y objetivo de la reforma son, por tanto, las primeras y fundamentales cuestiones a resolver. Antes de ocuparnos de ellas, interesa adelantar que los principios en que se ha de basar esa revisión constitucional son, entre otros, estos: unidad del Estado (sin perjuicio de su integración y vocación europeas, que deberían ser objeto asimismo de mención constitucional); autonomía política de las Comunidades autónomas que lo integran (expresamente enumeradas); subsidiariedad (para determinar qué competencias han de corresponder a cada nivel territorial); corresponsabilidad fiscal, sin que ello suponga cuestionar la necesaria solidaridad interterritorial; y lealtad institucional.

Por lo que se refiere al contenido de la reforma, son muy diversas las materias a abordar. En primer lugar, se trata de establecer un claro reparto de competencias entre el Estado y las Comunidades autónomas, fijando en sede constitucional cuáles son las que corresponden al poder central en exclusiva, y suprimiendo tanto la problemática técnica de la legislación compartida (normativa básica y marco), origen de numerosos conflictos, como la posibilidad de que se puedan delegar o transferir por medio de ley del Estado competencias exclusivas de este a las Comunidades autónomas, lo que actualmente no sucede, propiciando una permanente e indeseable apertura del sistema.

En segundo término, hay que convertir al Senado en una Cámara en la que cada Comunidad autónoma pueda hacer valer su voluntad política respecto de aquellas decisiones estatales con especial trascendencia territorial. Esto prácticamente obliga a que en ese Senado reformado estén representados los gobiernos autonómicos, dado que son ellos los que de mejor manera (es decir, de modo unitario) manifiestan la voluntad de su respectiva Comunidad autónoma, en tanto que responsables máximos de su dirección política.

Resulta, asimismo, fundamental definir con mayor precisión los parámetros del sistema de financiación autonómica, atendiendo a criterios objetivos, y responsabilizando a cada Comunidad autónoma de la obtención de sus propios ingresos, vía fiscal fundamentalmente. Y ello sin perjuicio de que las diferencias entre unas y otras deban de ser mitigadas gracias a la solidaridad interterritorial del Estado y de las Comunidades autónomas más ricas, con respeto, en todo caso, al principio de ordinalidad, de modo que tras el reequilibrio no se vea alterado el orden que cada una de ellas ocupa en cuanto a capacidad financiera.

Habría también que reforzar la presencia en el texto constitucional de los instrumentos de cooperación y colaboración entre el Estado central y las Comunidades autónomas, dotando de mayor eficacia a los ya existentes, como las conferencias sectoriales, e institucionalizando otros que, como la Conferencia de Presidentes, podrían y deberían jugar un papel esencial en el Estado autonómico.

Estas son algunas de las más importantes cuestiones que tendrían que integrar el contenido de la futura reforma constitucional. ¿Y cuál habría de ser el objetivo o finalidad de la misma? ¿Qué se perseguiría con una modificación de ese calibre de nuestra Ley Fundamental? Pues muchas cosas, aunque seguramente la principal, la que justificaría que la misma se llevase a cabo, sea esta: Proporcionar una mejor organización y funcionamiento de nuestro Estado, a partir de las herramientas que nos ha proporcionado la experiencia propia, tras 35 años de andadura constitucional, así como la de aquellos países de nuestro entorno que, como Alemania, de manera destacada, se inscriben en la órbita de los Estados territorial o políticamente descentralizados.

Un Estado compuesto, llámese federal o autonómico, es lo de menos, para ser viable, demanda, en efecto, que en el terreno competencial, financiero, fiscal, cooperativo, etc., sea la Constitución la que establezca, de manera clara y precisa, los principios fundamentales y las reglas básicas de organización y funcionamiento, a fin de que los ulteriores actores políticos y jurídicos tengan una base firme a la que asirse en su desarrollo y aplicación. A través de la reforma constitucional que se propone, indudablemente, se podría avanzar mucho en esa dirección.

Alguien se podría preguntar, con razón, si esta reforma constitucional satisfaría la voluntad de autogobierno de Cataluña o el País Vasco, o de otras Comunidades autónomas. No tendría por qué no ser así. De hecho, a día de hoy, todas las Comunidades autónomas gozan ya de una gran capacidad de autogobierno, superior, incluso, a la que corresponde a los Estados miembros (o Länder) de algunos otros Estados federales. Mantenerla, dotándola de mayor claridad y seguridad jurídica, solo podría, por tanto, ser motivo de satisfacción.

Ahora bien, si de lo que hablamos no es de esto, sino de satisfacer la voluntad secesionista o independentista de determinadas fuerzas políticas, con más o menos apoyo social en alguna/s Comunidad/es autónoma/s, la respuesta, como es natural, solo puede ser que, en absoluto, una reforma como la que aquí se propone va a cumplir ese fin. Pero es que la satisfacción de ese deseo, por más grave que sea, que lo es, es algo que, si hablamos en serio, no se le puede pedir a ningún Estado. Dicho con otras palabras: Ningún Estado serio se plantea reformar su Constitución para satisfacer las ansias independentistas de determinadas fuerzas políticas y sociales de una parte de su territorio.

Así pues, dejando de lado esta cuestión, de lo que se trataría ahora es de no demorar más lo que urge ya acometer: liderar un proceso de reforma constitucional que dé respuesta satisfactoria a los retos que como Estado compuesto, respetuoso de sus singularidades territoriales, e integrado en la Unión Europea, tenemos por delante. Un proceso así, en cada momento, solo puede ser liderado por el Gobierno del Estado y el partido político que, gracias a su mayoría parlamentaria, lo sustenta. Y ello aunque, como puede ser el caso, la propuesta provenga de otro partido que se encuentra ahora en la oposición. No se trata de que ganen unos u otros. Se trata de sumar fuerzas, las del Gobierno, Partido Popular mediante, y las de la oposición, con el PSOE a la cabeza, pero de la mano de los demás partidos de ámbito nacional (IU y UPyD, fundamentalmente) y autonómico (todos los que deseen unirse), con un único fin: reformar nuestra Constitución para que la misma siga cumpliendo, al menos otros 35 años, su misión.

Esto, aunque pueda parecer utópico, es no solo posible, sino, además, serio. Lo demás, aparte de ser quimérico, es muy grave, no solo por ser contrahistórico, sino también, y sobre todo, porque genera unas tensiones políticas y sociales que pueden conducir a una lamentable quiebra de la convivencia.

Entre lo serio y lo grave lo responsable es apostar por lo primero. De ahí que debamos exigir al Gobierno y a la oposición responsable que aprendan a diferenciar una cosa de la otra, para salir de la parálisis institucional, apostando conjuntamente por una iniciativa de reforma constitucional que ponga fin a esta agotadora ceremonia de la confusión que padecemos. Basta con tener voluntad política.

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