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Medio siglo de cine: El musical

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La anual concesión, en estas fechas, de los Oscar en Hollywood nos parece justificación suficiente para, en nuestro recuerdo del cine realizado hace cinco décadas, evocar los filmes premiados por la Academia americana en 1964, especialmente el laureado entonces con nada menos que ocho estatuillas, My Fair Lady, dirigido por George Cukor. Como casi siempre, aquel reparto de premios fue arbitrario, injusto y sorprendente. No resulta coherente, ni en 1964 ni ahora, que fueran ignoradas películas tan significativas como Teléfono rojo, volamos hacia Moscú (Stanley Kubrick), El gran combate (John Ford), Siete días de mayo (John Frankenheimer), ¡Qué noche la de aquel día! (Richard Lester) o Canción de cuna para un cadáver (Robert Aldrich) y sí en cambio premiadas las absolutamente prescindibles como Operación Whisky (Ralph Nelson), Topkapi (Jules Dassin) o Goldfinger (Guy Hamilton). Ni tampoco el concedido a Ayer, hoy y mañana (Vittorio de Sica), en el apartado de mejor película de habla no inglesa, frente a la más atractiva y comprometida opción sueca, El barrio del Cuervo (Bo Widerberg). El resto de las galardonadas fueron: Mary Poppins (Robert Stevenson), Zorba el griego (Michael Cacoyannis), Becket (Peter Glenville) y La noche de la iguana (John Huston).

El sonoro, el crack del 29 y la Warner Bros

Cuando, a mediados de los años veinte, la Western Electric trabajaba con los laboratorios neoyorquinos de la Bell Telegraph en un sistema para convertir en parlante el cine silente, nadie en la industria parecía estar interesado. Solo Sam Warner, uno de los cuatro hermanos Warner, esperaba anhelante la posibilidad de producir cinematográficamente el esplendor de los espectáculos musicales de Florenz Ziegfeld que tanto admiraba. El 26 de abril de 1925, la Warner Bros. y la Western Electric se asociaron para poner a punto una invención destinada a -según sus propias palabras- "ofrecer al público de todo el mundo la música de las mejores orquestas sinfónicas y la voz de las grandes estrellas de la ópera, del music-hall y del teatro" (Charles Higham, Warner Brothers, Scribner's Sons, Nueva York, 1975). A mediados de 1927, el triunfo alcanzado por El cantor de jazz, de Alan Crosland, con Al Jonson como estrella, certificó que la apuesta de Sam Warner había ganado y que el cine conseguía hablar y sonar. En 1928, El loco cantor, de Lloyd Bacon, también con Al Jonson, recaudó cinco millones de dólares, diez veces su coste. Algunos grandes artistas -Buster Keaton, entre ellos- fueron incapaces de reconvertir su estilo interpretativo. El musical empezaba a reinar en casi todas las casas productoras: Show of Shows (Warner), The Hollywood Revue of 1929 (MGM), Happy Days (Fox), The King of Jazz (Universal), Paramount on Parade (Paramount).




Pero la recesión económica derivada del colapso bursátil y financiero de 1929 complicó las cosas. A pesar de poseer el 25% de las salas del país y de rebajar los salarios un 30%, la Warner declaró unas pérdidas de más de ocho millones de dólares. Pero su entusiasta entrega al New Deal de la administración Roosevelt convirtió a sus musicales en aliados estratégicos de la nueva política. Según el primer gran coreógrafo hollywoodense, Busby Berkeley, "en una época de comedores de beneficencia y de depresión, traté de ayudar a la gente haciéndole olvidar su miseria y a pensar en otra cosa. Quería hacerlos felices aunque solo fuese durante una hora" (The Busby Berkeley Book, Thames and Hudson, Londres, 1973). Introdujo al espectador en un mundo onírico, vistió a hermosas actrices con ropajes dorados (Vampiresas 1933, de Mervyn LeRoy), transformó en rosetones o violines las evoluciones de sus bailarines (Desfile de candilejas, de Lloyd Bacon), creó cascadas o arpas humanas con formas femeninas (El altar de la moda, de William Dieterle) y orquestó un fabuloso conjunto de pianos en movimiento (Vampiresas 1935, de B. Berkeley) o a jóvenes flameando banderas (Vampiresas 1937, de Lloyd Bacon). Exactamente lo contrario que Cesare Zavattini y el modélico y desalienador neorrealismo en la Italia de la última posguerra.




A partir de entonces, la evolución del género se hace imparable y los grandes especialistas (actores y actrices, coreógrafos, diseñadores, productores, realizadores...) se suceden sin cesar. Berkeley es contratado por la Warner y Fred Astaire debuta con un pequeño papel en Alma de bailarina (Robert Z. Leonard, 1933), protagonizada por Joan Crawford y Clark Gable. Astaire rueda por primera vez con la chorus girl Ginger Rogers y su carrera en común abarcará diez filmes, nueve para la RKO -desde Volando hacia Rio de Janeiro (Thornton Freeland, 1933) hasta La historia de Irene Castel (H.C. Potter, 1939)- y uno para la MGM -Vuelve a mí (Charles Walters, 1949)-. Pero lo más decisivo será su encuentro con Hermes Pan (Panagiotopulos), quien se convertirá en el gran coreógrafo de Astaire en el periodo con la productora RKO.




La MGM, Arthur Freed y la exaltación patriótica

La rivalidad entre las grandes productoras es brutal y los contratos con sus actrices (Jeanette MacDonald, Eleanor Powell, Ginger Rogers, Deanna Durbin, Shirley Temple...) tratan de blindar la exclusividad. En 1936, una jovencita de catorce años, Judy Garland, debuta en Locuras de estudiantes (David Butler), film en el que colabora un tal Vincente Minnelli, de veintisiete años, famoso ya en Broadway por los decorados y las mise-en-scène de sus espectáculos. Sus destinos acababan de cruzarse. A finales de los años treinta, la comedia musical, en competencia con el western, cuantitativa, comercial y artísticamente, se convierte en el primer género de la industria cinematográfica norteamericana. 1939 será un año significativo: Ginger Rogers abandona el género y Fred Astaire deja la RKO para firmar sucesivamente con Columbia, Paramount y, finalmente, la MGM, teniendo como partenaires a Rita Hayworth, Judy Garland, Cyd Charisse, Vera Ellen y Jane Powell. Busby Berkeley, en busca de una mayor libertad creativa (y mejores condiciones económicas), firma con la MGM, momento a partir del cual la Warner pierde interés en el género musical. En la Metro, trabajará con un productor excepcional, Arthur Freed, a quien la comedia musical le debe la mayoría de sus obras maestras realizadas en los cuarenta y cincuenta en su famosa unidad, vivero de asombrosos talentos.

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Arthur Freed con Minnelli y Gene Kelly. Foto: Oscars.org



Arthur Freed, en complicidad con el patrón Louis B. Mayer, conseguirá para la MGM nada menos que veintiún Oscars y casi trescientos millones de dólares (de la época) de beneficio. La contienda mundial y la posguerra, la carrera nuclear y la guerra fría, las relaciones Este-Oeste, la caza de brujas, la guerra de Corea..., condujeron a los espectadores americanos (y de medio mundo) hacia la evasión que aquel cine, preñado de fantasía, humor y optimismo, ofrecía. Las demás majors fueron abandonando el género, salvo la Fox, que entre 1939 y 1952 estrenó más de cuarenta musicales. Darryl F. Zanuck fue el responsable de dirigir aquella producción, encargada a mediocres realizadores (Irving Cummings, Archie Mayo, George Seaton...) y defendida por un conjunto de vedettes sin grandes cualidades (Sonja Henie, Alice Faye, Betty Grable, Carmen Miranda...).

Parte de la producción del cine musical contribuyó, con el resto de Hollywood, a los esfuerzos que la guerra les exigía, exaltando el patriotismo y el coraje del soldado americano: For Me and My Gal (Busby Berkeley, 1942), con Gene Kelly y Judy Garland, Thousands Cheer (George Sidney, 1943), This Is the Army (Michael Curtiz, 1943), Hollywood Canteen (Delmer Daves, 1944) o Levando anclas (George Sidney, 1945) ofrecían símbolos cargados de solidaridad a los combatientes en un frente lejano para recordarles que tanto el país como sus amigos, familias y novias no les olvidaban.




Los grandes clásicos y la decadencia

Un día en Nueva York (Stanley Donen, 1949) renovó la concepción de la comedia musical en Hollywood. Según declaró uno de sus protagonistas, Gene Kelly, "la MGM era hostil a nuestra idea de rodar en exteriores, en Nueva York, porque no entendía nuestras razones para trabajar en decorados naturales. Querían utilizar a toda costa el process play y nosotros tratamos de convencerles de que filmar a marines auténticos saliendo de un barco de verdad, paseándose realmente por Broadway y la Quinta Avenida entre rascacielos, no era lo mismo que rodar en un plató" (entrevista en Cinéma 71, nº 158, 1971). Lo que parecía imposible se convirtió en realidad gracias al denuedo y la imaginación de Donen y Kelly y, sobre todo, a la inteligencia de Arthur Freed que cedió ante el espíritu creador de sus colaboradores. La actividad musical de la MGM era inagotable: Bodas reales (Donen, 1951), Magnolia (George Sidney, 1951), Un americano en París (Minnelli, 1951), Cantando bajo la lluvia (Donen y Kelly, 1952), Lovely to Look (Mervin LeRoy, 1952), Melodías de Broadway (Minnelli, 1953), Lilí (Charles Walters, 1953), Siete novias para siete hermanos (Donen, 1954), Brigadoon (Minnelli, 1954), Siempre hace buen tiempo (Donen, 1955). Pero, desde finales de los cuarenta, la MGM sufrió la aplicación de la ley Sherman, antitrust, que obligaba a diferenciar los circuitos de distribución y de producción, la cada vez más dura competencia de la televisión, así como las luchas intestinas y personales entre Nicholas Schenk y Louis B. Mayer.

Rodar un filme policiaco era, en aquellos años de crisis, mucho más fácil y barato que aventurarse en la producción de un musical. Era evidente que este género, tal como lo había concebido Arthur Freed, no sobreviviría durante mucho tiempo al desplome de la actividad de los grandes estudios. Aisladamente, y ya por goteo, todavía refulgen los resplandores de antaño -sin fascinación ni magnetismo- en filmes como Ha nacido una estrella (G. Cukor, 1954), Oklahoma! (Fred Zinnemann, 1955), Ellos y ellas (Joseph L. Mankiewicz, 1955), La bella de Moscú (Rouben Mamoulian, 1957), Gigi (V. Minnelli, 1958), South Pacific (Joshua Logan, 1958), Porgy and Bess (Otto Preminger, 1959) Suena el teléfono (V. Minnelli, 1960), Can Can (Walter Lang, 1961).




Como había ocurrido doce años antes con Un día en Nueva York, Robert Wise y Jerome Robbins utilizaron un contexto más realista para ambientar su versión musical de West Side Story. El 26 de septiembre de 1957, en el Winter Garden de Broadway tuvo lugar el estreno teatral de aquel espectáculo que durante varios años permaneció en cartel con un triunfo arrollador. La participación de Leonard Bernstein (música), Arthur Laurents (libreto), Jerome Robbins (coreografía) y Stephen Sondheim (canciones) explica en buena medida aquel éxito. Esta versión musical del amor imposible de Romeo y Julieta en un degradado distrito neoyorquino, con conflicto racial y pobreza social en su trasfondo, no tardó en ser llevada al cine producida por United Artists y Mirisch Pictures. West Side Story es una obra espléndida y desigual que conjuga lo imperfecto con lo pluscuamperfecto. Su éxito comercial y de crítica no fue suficiente para abrir un nuevo camino en la producción de musicales. Fue una equivocación creer que podría renovar el género. Lo propio ocurrirá con My Fair Lady, film al que dedicaremos la segunda parte de este trabajo.

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