¿Qué decir? Los medios arden por Ucrania; el país camina sobre cristales rotos y tiene un perro enorme colgando del cuello. Ha sido increíble la rapidez con la que Putin ha desplegado sus tropas en la península de Crimea. Primero a hurtadillas para ganar tiempo y luego exhibiendo a plena luz del día los pasamontañas, los kaláshnikov, el tintineo de cartuchos y granadas. El Ejército ruso controla los principales aeropuertos, las oficinas del Gobierno, los canales de televisión y las rutas más importantes, además de mantener rodeados los cuarteles locales. El Kremlin tiene permiso del Senado para enviar más tropas y cuenta con el apoyo incondicional del nuevo gobernador títere de Crimea (Serguéi Aksiónov, cuyo partido prorruso apenas obtuvo un 4,2% del voto en 2012) y de segmentos de población local (58,3% de origen ruso, aunque su grado real de simpatía queda por ver).
El resto del mundo cuelga flácido: primero el nuevo Gobierno de Ucrania, que es joven, frágil, para muchos ilegítimo; un Ejecutivo de papel con dificultades para movilizar un Ejército cuya lealtad está severamente dañada, y luego al Oeste, con unos Estados Unidos agotados tras una década intensa de guerras y una UE donde jamás hubo halcones.
Mientras tanto, la prensa lleva dos días rumiando todo tipo de escenarios: desde una larga y cruenta guerra civil desencadenada por una invasión del resto de Ucrania, hasta lo que parece más probable: un nuevo farol del presidente ruso. Movilizar, flexionar los músculos y dejar sentir en Europa su aliento de dragón para luego alcanzar un acuerdo político y hacer de Crimea un protectorado. Como en Georgia en 2008, pero con más razón aún para ser cauto: Ucrania no es el Cáucaso; tiene casi diez veces más población que Georgia, linda con la UE y está considerada el décimo productor mundial de armamento. El Maidán ha generado una eficaz guerrilla urbana y en Kiev ya funcionan diez centros de reclutamiento que suman voluntarios a un Ejército de (en principio) 130.000 soldados.
Así pues, a no ser que Putin haya perdido realmente la chaveta, sus soldados se quedarán en Crimea (territorio ruso hasta 1954, espina clavada desde entonces). Una guerra en Ucrania tendría costes incalculables, también para Rusia, debilitada por la mala economía y peor demografía. Fuertes sanciones a sus dirigentes, cuya lealtad a Putin descansa en riquezas mantenidas fuera, o incluso un embargo energético pondrían al poder moscovita en un serio aprieto.
Otro motivo para esperar una solución política es que, como apunta el analista Mark Galeotti, el nuevo Gobierno de Kiev no tendría mucho que sacrificar en Crimea: "Ucrania perdería una soleada península, pero también una importante carga para el tesoro público (...). Se desharía de la más problemática de las regiones rusófilas, un turbulento foco de dificultades constantes para Kiev durante la mayor parte de la historia pos-soviética de Ucrania".
Llevo tiempo viviendo los acontecimientos con relativa cercanía. Desde el pasado septiembre me muevo mucho con ucranianos, aquí en Nueva York: estudiantes y profesores que llevan meses pegados a sus pantallas. Primero por la posibilidad de que, en efecto, Yanukóvich firmaría el acuerdo de asociación con Bruselas, encarrilando Ucrania, aunque sea de forma simbólica y lenta, hacia la prosperidad; luego dudando de si no sería un farol; después sorprendidos de ver al variado pueblo movilizado, luego la escalada de violencia, el drama, la sangre, y la huída del presidente, cuya mansión ha quedado como trofeo en la batalla contra la corrupción y el clientelismo que desgarran la república exsoviética.
Unos saturan Facebook con artículos, viñetas y llamamientos a la solidaridad. Otros se imponen una estricta dieta informativa para no perder el control de sus vidas, acosadas por el insomnio y el suspense. Todas las semanas hay manifestaciones de apoyo al Maidán y de rechazo visceral a Rusia. Vienen académicos, diplomáticos y periodistas a desentrañar las causas de la revuelta y sus posibles consecuencias, que ahora yacen, al parecer, en manos de un solo hombre.
El resto del mundo cuelga flácido: primero el nuevo Gobierno de Ucrania, que es joven, frágil, para muchos ilegítimo; un Ejecutivo de papel con dificultades para movilizar un Ejército cuya lealtad está severamente dañada, y luego al Oeste, con unos Estados Unidos agotados tras una década intensa de guerras y una UE donde jamás hubo halcones.
Mientras tanto, la prensa lleva dos días rumiando todo tipo de escenarios: desde una larga y cruenta guerra civil desencadenada por una invasión del resto de Ucrania, hasta lo que parece más probable: un nuevo farol del presidente ruso. Movilizar, flexionar los músculos y dejar sentir en Europa su aliento de dragón para luego alcanzar un acuerdo político y hacer de Crimea un protectorado. Como en Georgia en 2008, pero con más razón aún para ser cauto: Ucrania no es el Cáucaso; tiene casi diez veces más población que Georgia, linda con la UE y está considerada el décimo productor mundial de armamento. El Maidán ha generado una eficaz guerrilla urbana y en Kiev ya funcionan diez centros de reclutamiento que suman voluntarios a un Ejército de (en principio) 130.000 soldados.
Así pues, a no ser que Putin haya perdido realmente la chaveta, sus soldados se quedarán en Crimea (territorio ruso hasta 1954, espina clavada desde entonces). Una guerra en Ucrania tendría costes incalculables, también para Rusia, debilitada por la mala economía y peor demografía. Fuertes sanciones a sus dirigentes, cuya lealtad a Putin descansa en riquezas mantenidas fuera, o incluso un embargo energético pondrían al poder moscovita en un serio aprieto.
Otro motivo para esperar una solución política es que, como apunta el analista Mark Galeotti, el nuevo Gobierno de Kiev no tendría mucho que sacrificar en Crimea: "Ucrania perdería una soleada península, pero también una importante carga para el tesoro público (...). Se desharía de la más problemática de las regiones rusófilas, un turbulento foco de dificultades constantes para Kiev durante la mayor parte de la historia pos-soviética de Ucrania".
Llevo tiempo viviendo los acontecimientos con relativa cercanía. Desde el pasado septiembre me muevo mucho con ucranianos, aquí en Nueva York: estudiantes y profesores que llevan meses pegados a sus pantallas. Primero por la posibilidad de que, en efecto, Yanukóvich firmaría el acuerdo de asociación con Bruselas, encarrilando Ucrania, aunque sea de forma simbólica y lenta, hacia la prosperidad; luego dudando de si no sería un farol; después sorprendidos de ver al variado pueblo movilizado, luego la escalada de violencia, el drama, la sangre, y la huída del presidente, cuya mansión ha quedado como trofeo en la batalla contra la corrupción y el clientelismo que desgarran la república exsoviética.
Unos saturan Facebook con artículos, viñetas y llamamientos a la solidaridad. Otros se imponen una estricta dieta informativa para no perder el control de sus vidas, acosadas por el insomnio y el suspense. Todas las semanas hay manifestaciones de apoyo al Maidán y de rechazo visceral a Rusia. Vienen académicos, diplomáticos y periodistas a desentrañar las causas de la revuelta y sus posibles consecuencias, que ahora yacen, al parecer, en manos de un solo hombre.