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No corta el mar, sino vuela...

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Nos han invitado unos amigos, los Kufner, a navegar sobre hielo. "Date prisa" me dice Sarah, mi mujer. "Stephanie te espera en el despacho de abogados que hay al lado de la tienda de bagels. Cógete la cámara, que te van a dar un permiso para sacar fotos desde el puente". "Okay". Salgo volando.

La nieve que cayó el mes pasado sobre el gélido río Hudson comenzó a derretirse rellenando los huecos de su rugosa superficie. Ahora, la nueva bajada de temperaturas y la ausencia de un viento que forme remolinos, han nivelado cada grumo dejando unas condiciones idílicas para deslizarse en cuchillas. Los aficionados al deporte de vela han suplicado a las autoridades que controlan la navegación fluvial que, por favor, no metan por la bahía de Rhinecliff su potente rompehielos. Un barco que, por medio de una inyección de aire a presión en el agua, eleva su quilla metro y medio sobre el nivel del cauce y deja caer todo su peso reventando el hielo. Petición concedida. Ha quedado inmaculada una pista de patinaje de más de un kilómetro de ancho con un canal lateral, pegado a la orilla de Kingston, que permite el paso a los petroleros que suben hasta Albany. Una rayita ínfima en un horizonte macizo por el que resulta difícil imaginar que antes fluyera con fuerza el agua. Esto parece el Polo Norte. Los fontaneros no dan abasto con el número de cañerías que saltan en las casas, crack, crack, como la piel de las castañas asadas, reventando a causa de las heladas.

Llego al despacho de abogados. Stephanie Kufner me saluda a través del escaparate y me hace un gesto para que pase dentro. "Guten morgen. Este es mi abogado". "Hola". "Acabo de hacerte un papel en el que afirmo que te conozco y que eres una persona de bien. Espero que sea así". "Sí, y además soy muy limpio" le añado. "Lo necesitas para que las autoridades del puente te autoricen a sacar fotos desde arriba". "Gracias". "Nos vamos".

En el puente de Kingston-Rhinecliff ondea una bandera manteniendo la horizontalidad; señal de buenos presagios para los navegantes del río. Un oficial nos conduce en su furgoneta hasta el centro. Aparca en la cuneta y nos indica que espera dentro del vehículo a que terminemos nuestra labor periodística. "Por mí, no tengan ustedes prisa". La panorámica del Hudson convertido en hielo es impresionante. "¡Heee!" Gerald Kufner agita su brazo a lo lejos en señal de saludo. Creo distinguir a Sarah junto a una hoguera que alguien ha encendido en medio del cauce. Hace tanto frío que el fuego no consigue hacer charco debajo de los leños.

Clic. Clic. Clic. Allí están los catamaranes, desplazándose con la suavidad de un patinador de Sochi sobre las grandes cuchillas instaladas en sus palas. Verdaderas reliquias históricas que salen de su escondrijo muy de vez en cuando. Stephanie me los señala. El Vixen, que perteneciera a John A. Roosevelt, el tío del presidente. El Rip Van Winkle, propiedad de la familia Livingston. La mayoría tienen más de cien años de antigüedad. Crucifijos de madera de caoba coronados por velas. Clic. Clic. Clic. "Bueno, pues ya vale". Nos bajamos.

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Un grupo de chiquillos patinan sobre la superficie helada con toallas que alzan sobre las cabezas a modo de vela. Las rachas de viento les impulsan a unas velocidades que producen vértigo. En la orilla han aparcado decenas de coches con matrículas de Nueva Jersey. En el estado étnica y religiosamente más diverso de todo el país, en número de judíos solamente le supera Nueva York y en cantidad de musulmanes Michigan, existe una enorme afición por la navegación sobre hielo. Y un pique tremendo con sus rivales eternos de la orilla este del río. Un barco de hielo de cuarenta pies admite seis o siete navegantes. En un día como el de hoy, la tripulación habría de tumbarse hacia afuera en la pala de barlovento para mantener el balance y tratar de reducir el rozamiento en el patín de sotavento. Aquí en el Hudson se circula bastante rápido. El record de velocidad, registrado en un tramo de una milla en un barco que ya venía lanzado, se ha fijado en ciento dieciséis kilómetros por hora. Se sabe, sin embargo, que los cacharros grandes pueden alcanzar, cuando sopla de verdad el aire, hasta los ciento setenta por hora.

Hay bastantes más embarcaciones de las que me esperaba. Grandotas de madera, de treinta a cincuenta pies, y pequeños monoplaza construidos con fibra de vidrio. Los modernos miden cinco metros, llevan mástiles de diez pies y flotan bien en agua, con lo cual pueden ser utilizados sin problemas sobre capas delgadas de hielo. Por el diseño se puede deducir la antigüedad del barco. Los más primitivos consistían en un cajón apoyado sobre tres patines. Los laterales clavados al cubo y el central libre para manejarlo como timón desde arriba con una caña. La vela fija. A partir de 1853 surgieron los formatos triangulares con aparejos para la vela mayor. El rey de entonces fue el Témpano que alcanzaba los veintiún metros de eslora y tensaba al viento cien metros cuadrados de lienzo. Quedan aún algunas reliquias navales de aquel tiempo traspasadas de generación en generación y guardadas con mimo en los enormes graneros de las granjas del valle.

Gerald Kufner me hace un gesto para que me acerque. Me invita a dar un paseo. Le ayudo a empujar para coger impulso y luego nos tumbamos completamente en la tabla de madera acolchada que va destinada al pasaje. Cuidado con la botavara, me advierte, no levantes la cabeza. Con la emoción y el agobio me coloco en una postura que no me permite visualizar bien el horizonte. Intento corregirla y, en efecto, la vara me pega un pescozón a la altura de las sienes. Ha sido sólo un roce. Ganamos velocidad. La madera cruje y tiembla como la nave Columbia en el despegue. Al tomar una curva hacemos el caballito y uno de los patines se levanta un metro sobre el hielo. A ver si volcamos. No. Gerald es un experto marino y con él me encuentro a salvo. Alcanzamos al Jacky Frost, una preciosidad en madera tropical que perteneció al presidente Franklyn Delano Roosevelt. Media vuelta. Volamos. "¿Cómo de rápido estamos yendo?" "A unos cincuenta kilómetros por hora". "¿Sólo?, pues yo juraría que vamos a trescientos veinte". Paramos. Una gozada.

Me acerco a la hoguera. Junto al fuego me encuentro a Sarah, que ha montado también en el barco de los Kufner. "Alucinante, ¿verdad?" "Increíble". Alguien nos ofrece un chupito de coñac. "¿Galletas de chocolate?" "No, muchas gracias". Se va sumando más gente al corro. Me alegro de tener la suerte de conocer a algunos de los locos enamorados de este inusual deporte que practican, con una naturalidad pasmosa, los seres humanos nacidos entre los 45 y los 50 grados de latitud norte. El tipo de personajes peculiares que retrato en el libro que ahora publico en inglés, A Cien Millas de Manhattan. Ya lo dijo Rafael el Gallo: "Hay gente pá tó".

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