Admito que me entristece un poco contemplar los acontecimientos recientes en el Partido Popular del País Vasco. Durante años, ha sido, y con plena justificación, un símbolo de resistencia democrática al totalitarismo representado por ETA y sus portavoces políticos. También lo fueron los socialistas de Euskadi, por supuesto, igualmente diezmados por la lacra terrorista en sus siniestros estertores finales.
Los del PP fueron capaces, no obstante, de otorgar a su acción política un halo especial, un sentido histórico, la certeza de que había una misión capaz de justificar la, como mínimo, incomodidad de llevar escolta todo el día y sufrir el miedo en carne propia sólo por hacer política en una democracia europea consolidada. Recuerdo haber ofrecido a María San Gil, hablo de hace más de una década, mi DNI para figurar en una lista municipal del PP vasco, uno que entonces ni estaba en política ni se planteaba iniciativa alguna al respecto. Pero era como un gesto simbólico o simplemente el cumplimiento de un deber cívico, por anónimo que fuera, porque a tres horas en avión había gente que se jugaba el bigote a diario y en esas condiciones no había forma de completar una lista electoral.
Aquellos años de plomo pasaron, la democracia ha derrotado al terrorismo, por muchos fallos que podamos encontrar a un desenlace en el cual los violentos pretenden reescribir la historia y perdonarse ellos mismos en el primer capítulo. Ya es curioso, pero fue esta circunstancia, la lectura del fin de ETA, la que sembró la discordia en las filas populares, qué triste moraleja, y desde entonces hemos asistido a un rosario de acusaciones veladas, como si el sufrimiento diera carta de naturaleza para dictar verdades absolutas, que nunca existen en la vida y tampoco en la política.
Esta crisis larvada ha dejado al PP vasco muy diezmado, menos preparado para la tarea que todo partido tiene en el manejo de la normalidad democrática. El último desencuentro llama la atención precisamente por eso, por su falta total de aura. Ya no hay épica en esta batalla interna, simplemente Arantza Quiroga, la nueva líder, quiere a alguien de su confianza como lugarteniente y por eso desplaza a Iñaki Oyarzábal, asociado con la anterior dirección.
El otro día vi en Antena 3 TV la incomodidad de éste y de otro joven dirigente, Borja Sémper -dos tipos que, tengo que decirlo, siempre me han caído bien-, a la hora de explicar ante las cámaras tanto revuelo con tan poco sustento. El PP de Euskadi es, admitámoslo, un partido normal en el que la discrepancia interna se explica de mala manera porque tiene mucho que ver con afinidades personales y muy poco con las convicciones políticas. Pero tampoco se les puede reprochar nada por ello.
Los del PP fueron capaces, no obstante, de otorgar a su acción política un halo especial, un sentido histórico, la certeza de que había una misión capaz de justificar la, como mínimo, incomodidad de llevar escolta todo el día y sufrir el miedo en carne propia sólo por hacer política en una democracia europea consolidada. Recuerdo haber ofrecido a María San Gil, hablo de hace más de una década, mi DNI para figurar en una lista municipal del PP vasco, uno que entonces ni estaba en política ni se planteaba iniciativa alguna al respecto. Pero era como un gesto simbólico o simplemente el cumplimiento de un deber cívico, por anónimo que fuera, porque a tres horas en avión había gente que se jugaba el bigote a diario y en esas condiciones no había forma de completar una lista electoral.
Aquellos años de plomo pasaron, la democracia ha derrotado al terrorismo, por muchos fallos que podamos encontrar a un desenlace en el cual los violentos pretenden reescribir la historia y perdonarse ellos mismos en el primer capítulo. Ya es curioso, pero fue esta circunstancia, la lectura del fin de ETA, la que sembró la discordia en las filas populares, qué triste moraleja, y desde entonces hemos asistido a un rosario de acusaciones veladas, como si el sufrimiento diera carta de naturaleza para dictar verdades absolutas, que nunca existen en la vida y tampoco en la política.
Esta crisis larvada ha dejado al PP vasco muy diezmado, menos preparado para la tarea que todo partido tiene en el manejo de la normalidad democrática. El último desencuentro llama la atención precisamente por eso, por su falta total de aura. Ya no hay épica en esta batalla interna, simplemente Arantza Quiroga, la nueva líder, quiere a alguien de su confianza como lugarteniente y por eso desplaza a Iñaki Oyarzábal, asociado con la anterior dirección.
El otro día vi en Antena 3 TV la incomodidad de éste y de otro joven dirigente, Borja Sémper -dos tipos que, tengo que decirlo, siempre me han caído bien-, a la hora de explicar ante las cámaras tanto revuelo con tan poco sustento. El PP de Euskadi es, admitámoslo, un partido normal en el que la discrepancia interna se explica de mala manera porque tiene mucho que ver con afinidades personales y muy poco con las convicciones políticas. Pero tampoco se les puede reprochar nada por ello.