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Teruel, rara y enamorada

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Durante los primeros tiempos de mi vida en Lechago apenas viajé. A los dos años hice un viaje a Madrid del que no recuerdo nada, aunque, en cierto modo, fue un viaje memorable: me quedé encerrado en el cuarto de baño del piso de mi tía María y mi familia pasó muy mal rato hasta que lograron sacarme de allí. Este episodio me lo han evocado tan a menudo que he llegado a creer recordarlo. Pero el primer viaje del que soy consciente, al margen de las visitas a Calamocha, es el que hice a Teruel, cuando yo tenía cuatro años. Fui con mi madre y con mi hermana Carmen a algo que no nos acababa de hacer gracia: nos iban a quitar las anginas. A casi todos los niños de mi generación nos quitaban las anginas. Al llegar a Teruel subimos la escalinata, visitamos el viaducto y fuimos a echarle un vistazo al torico de la plaza, cuyo tamaño -pese a que su nombre no engaña a nadie-, siempre resulta chocante. El viaducto me impresionó pero no es lo que recuerdo con más precisión. Lo que no voy a olvidar es el daño que me hizo aquel hombre que me metió unas tenazas en la boca y arrancó la pareja de amígdalas así, a lo bruto, sin anestesia.

Por esa época mi abuelo Pedro me enseñó a leer y Teruel también era para mí una palabra muy repetida, esa que aparecía siempre en las direcciones de las cartas, entre paréntesis: Lechago (Teruel). Y luego, Teruel fue el lugar donde mi hermano Salvador estudiaba, en el Seminario de las Viñas, y el sitio por el que pasaba el autobús que me trasladaba desde Calamocha a la Universidad Laboral de Cheste, en Valencia. Pero, sobre todo, la palabra Teruel me sonaba a tenazas que entraban en mi boca. Durante mucho tiempo, Teruel fue, en mi cabeza, la capital del dolor. Pero, con los años, a medida que, más o menos, me entraba el conocimiento, le dejé de tener manía a Teruel y me llegó a parecer una ciudad muy bella, con esas calles y esas torres mudéjares que daba gloria verlas.

Eloy Fernández Clemente y José Antonio Labordeta me descubrieron otro Teruel, esa pequeña ciudad en la que, en la segunda mitad de los 60, se había producido una insólita coincidencia: en el Instituto Ibáñez Martín o el Colegio Menor San Pablo, como profesores o alumnos, se desenvolvía gente como Manuel Pizarro, Joaquín Carbonell, Federico Jiménez Losantos, Carmen Magallón, José Sanchís Sinisterra, Juana de Grandes, Marisa Santiago, Pilar Navarrete, Francisco Rubio, Gonzalo Tena, Eduardo Valdivia o los propios Eloy y José Antonio. Todos tenían menos de 35 años y algunos, como Jiménez Losantos, llegaron a Teruel de críos. La ciudad tenía unos 20.000 habitantes y era uno de los lugares más aislados, ignorados, atrasados y fríos de España. Resulta muy extraña y asombrosa esa concurrencia de ilustres antes de que lo fueran. Se trata de uno de esos acontecimientos míticos relacionados con Aragón que no admiten una explicación sensata: también en este caso todo tiene mucho más que ver con el puro azar o el más absoluto misterio.

Desde los años 80 comencé a frecuentar mucho más Teruel, con el gancho del Festival de Cine que coordinaba Fermín Pérez y alrededor del que conocí a Víctor Lope, José Miguel Iranzo o Paco Martín que, en los 90, fue uno de los artífices de Anima Teruel, el festival de cine de animación. Teruel es una muestra de otra muy rara fecundidad, la de Aragón con el cine. En Teruel nació uno de los primeros genios del cine mundial, Segundo de Chomón -su madre era de Calamocha, por cierto- y en la ciudad también han nacido o vivido actores (Nacho Rubio, David Sancho), directores (Antonio Maenza, Clemente Pamplona, Miguel Ángel Barrera, Pimpi López Juderías), guionistas (el inconmensurable Mingote), músicos (Antón García Abril, Javier Navarrete) o profesores y escritores como Gonzalo Montón y Francisco Javier Millán, dos de las personas clave que explican la inaudita existencia en Teruel de una revista de cine, Cabiria. Tampoco parece muy normal que Teruel sea la ciudad en la se cuece una de las revistas culturales más prestigiosas de España (la Turia de Raúl Carlos Maicas) o el lugar que se ha convertido en una estrella internacional de la paleontología gracias a Dinópolis, el parque que dirige Higinia Navarro. Y también es muy raro que, si reparamos en nuestro endémico conflicto con el marketing, Teruel sea el sitio en el que se inventó, para denunciar una histórica displicencia, un eslogan fabuloso: Teruel existe.

La sospecha de que Teruel desata rarezas maravillosas se ha confirmado, y de qué manera, con Las Bodas de Isabel de Segura. Nada fue normal desde el principio. Una turolense culta, obstinada, entusiasta y sobrada de imaginación, Raquel Esteban, volvió a la ciudad a mediados de los 90 y, una noche, tuvo un sueño en el que visualizó a Teruel vestida del siglo XIII para representar la leyenda de Los amantes de Teruel. En 1997 se celebró la primera edición de la fiesta inspirada en ese sueño. En un primer momento, Raquel tuvo pocos apoyos y sufrió muchos recelos y resistencias. Pero, 17 años después, ya se puede asegurar que Las Bodas de Isabel de Segura es una de las cosas más bonitas que le han pasado nunca a Teruel. La fiesta gira alrededor de dos cosas muy resbaladizas: el amor y la reconstrucción del pasado. Es muy fácil caer en lo cursi cuando se trata de amor y es muy sencillo caer en lo hortera en el empeño de vestirse del ayer. Pero una de las grandezas de Las Bodas de Isabel de Segura es haber sabido esquivar esos peligros.

El espectáculo acumula atractivos de todo tipo -estético, histórico, antropológico, sociológico, cultural, artístico, económico, turístico, sentimental-, logra la complicidad y la implicación activa o emocional de casi toda la ciudad y es un imán para decenas de miles de visitantes. Teruel tiene unos 35.000 habitantes pero el sábado 22 de febrero en la ciudad no había menos de 100.000 personas. Esta fiesta ha sido, está siendo, una bendición para la ciudad, más allá de su proyección. Teruel se conoce más a sí misma y se quiere mejor desde que Las Bodas de Isabel de Segura forma parte de su paisaje.

Quién nos lo iba a decir: Teruel se ha consolidado como una referencia planetaria del amor, como uno de los destinos románticos más sugerentes, al lado de París o Venecia. Qué cosa tan formidable y tan rara. Un lugar en el que casi todo el mundo pensaba que te podías morir de frío se ha hecho célebre porque, todos los meses de febrero, un hombre y una mujer vuelven al siglo XIII para, bajo la mirada de la multitud, morir de amor.





Este artículo se publicó originalmente en el diario 'Heraldo de Aragón'.

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