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¿Presidente, el guaperas secretario general del Movimiento?

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¿Y el guaperas ministro secretario general del Movimiento, qué pinta en la terna de candidatos a presidir el nuevo Gobierno? Esta pregunta corría de boca en boca por las redacciones de los periódicos, cuando surgió el nombre de Adolfo Suárez como presidenciable. Con la dimisión de Arias Navarro, último presidente franquista, las puertas hacia la democracia se habían entreabierto y al final iba a resultar que el Movimiento, único cauce de participación política durante la dictadura, podría seguir marcando sus pautas.

Pero quienes situaron a Suárez en la terna acertaron. Sabían de su gran lucidez, de su capacidad de adaptación, de su evidente ambición política. Intuían que sería capaz de pulverizar sin alharacas los principios del Movimiento, para colocar a España en la vía de una democracia parlamentaria, todo ello de la mano del rey Juan Carlos. En sus cinco años al frente del Gobierno, de 1976 a 1981, dio la vuelta a España como si fuera un calcetín.

Cuando el monarca optó por el joven de origen falangista, dejando de lado a otros candidatos como el prestigioso monárquico José María de Areilza, los prebostes en retirada se rasgaron las vestiduras. Tras esa decepción, los procuradores en Cortes elegidos a dedo no les quedó más remedio que autodisolverse. Aprobaron su defunción al sancionar la Ley para la Reforma Política. Aquel día, los corteses aplausos que sonaron en el hemiciclo repiquetearon macabros.

Meses después, tras las elecciones de 1977, tomaban asiento en los mismos escaños del Congreso, ciudadanos elegidos por sus conciudadanos. Entre ellos, Adolfo Suárez, que había encabezado la candidatura victoriosa de Unión de Centro Democrático (UCD). Antes de que se abrieran aquellas urnas, hasta 7 veces, Suárez utilizó la célebre frase, "puedo prometer y prometo", para expresar sus compromisos electorales. En su despedida, muchos hombres y mujeres podrán decir: Podemos prometer y prometemos que no te olvidaremos.

El presidente Suárez, sacando pecho físico y político, inició el desmontaje de la dictadura. Promovió la legalización de los partidos, pero cuando le tocó el turno al PCE de Santiago Carrillo se armó la marimorena. Y eso, a pesar de haberlo anunciado en plena semana santa por aquello de las relaxing holidays, que diría la alcaldesa Ana Botella. Pero Suárez se mantuvo en sus trece: "¿No es preferible que el PCE acepte públicamente las bases de nuestra convivencia, en lugar de verse obligado a luchar para destruirla?"

La máquina democratizadora no se detuvo. Con una inflación superior al 40% y un paro en caída libre, el profesor Enrique Fuentes Quintana elaboró un esquema para intentar un acuerdo social y político. "Es el programa más duro que me podía tocar administrar. Es realmente impopular, pero hay que hacerlo," respondería el presidente.

De ahí, nacieron los Pactos de la Moncloa porque o los demócratas acababan con la crisis económica o la crisis acaba con la joven democracia española. En consecuencia, las fuerzas políticas parlamentarias y los sindicatos más representativos suscribieron el acuerdo.

Las imágenes de la época exhiben un exultante Adolfo Suárez rodeado por los firmantes, con Felipe González situado a su derecha y Manuel Fraga a su izquierda. Aquellos pactos propiciaron un clima social de confianza y sus positivos efectos económicos se pusieron muy pronto de manifiesto.

También ha quedado para la historia la frase con que definió la Constitución de 1978. "Es una norma suprema de convivencia que amparará a todos por igual". Por su larga enfermedad, Suárez no ha conocido ahora la creciente pulsión de reforma constitucional.

Más tarde llegaron tiempos de cólera. Un sentimiento de hastío y de desencanto comenzó a adueñarse de la sociedad española. El terrorismo proseguía su camino de sangre y fuego. La "cacería" contra el presidente en el seno de UCD, se tradujo en zancadillas y maquinaciones tendidas por distintos sectores que buscaban alzarse con la herencia centrista.

En 1980, el PSOE presentó una moción de censura que no prosperó, pero le sometió a un considerable desgaste. El 29 de enero de 1981 anunció su dimisión. No abandonó por cansancio, ni porque el Rey se lo pidiera, que no lo hizo. El piloto de la transición dijo adiós cuando su soledad política se le hizo insoportable. A los pocos días, llegó el golpe de Estado del 23-F. Ese mismo año, el Rey le concedió el título de duque de Suárez por su papel en la transición. Descanse en paz para siempre.

redaccion
Redacción de La Vanguardia durante la última etapa de Suárez.

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