Entre 1950 y 1975, el espíritu de la sociedad occidental casi había logrado reformar al capitalismo. Fueron tiempos donde el pleno empleo se acariciaba como un objetivo perfectamente abordable. Se implantaron sistemas fiscales progresivos, se extendió la seguridad social, se aumentaba la productividad a la par que subían los salarios y la jornada laboral se reducía, y se garantizaba la paz. El reformismo moral, basado en que aumentar las condiciones materiales de existencia era la forma más segura para elevar la condición moral de las personas, estaba presente en la gobernanza mundial. De este modo, el crecimiento económico no se concebía como un objetivo político independiente de la ideología del partido que gobernaba, tal y como ocurre hoy día, sino que se consideraba como un subproducto de una combinatoria de diferentes políticas (e ideologías).
Cuatro décadas después, el avance de la historia ha favorecido una contrarreforma, donde los tipos impositivos se han ido desplomando, las industrias públicas se han privatizado y el sector financiero se ha liberalizado radicalmente, dando lugar a un caldo de cultivo social en el que la codicia y el individualismo de mercado se han desatado sin restricciones y sin la presión de alternativas.
El lenguaje ético se ha volatizado y en su lugar los países más ricos han contemplado impasibles como generaban nuevos bárbaros en su propio medio interior, obligando a millones de personas a aceptar unas condiciones que, pese a las apariencias materialistas, son las condiciones de los salvajes. Así que, de nada ha servido dominar la naturaleza y multiplicar la sofisticación tecnología, ya que el barbarismo bajo la forma del fascismo no ha sido erradicado, prevalece premeditadamente como fórmula de control social que es activada cuando se la necesita.
Durante la crisis de Ucrania a la que todos estamos asistiendo como testigos históricos, uno de los sucesos que más me ha removido la psique, tensando la ligazón de las ideas y alegorías que he asentado cultural e inconscientemente sobre lo que debe ser un individuo demócrata (por lo tanto, desde mucho más antes de mi propia existencia), fue el llamamiento que hizo el rabino jefe de Ucrania, Moshe Reuven Azman, para que los judíos de Kiev tomasen la iniciativa de abandonar la ciudad, e incluso el país, por temor a que se convirtieran en las víctimas propicias del caos del pasado febrero. La Asociación de Organizaciones y Comunidades Judías de Ucrania (Vaad, en ucraniano) también venía denunciando, desde finales de enero, los ataques contra judíos durante los disturbios antigubernamentales que han sacudido a la ciudad, subrayando que la violencia recibida viene causada no por el enfrentamiento explícito entre proeuropeístas y prorusos por alcanzar el poder, sino por la propia condición de su diferencia que, una vez más, es instrumentalizada por los enemigos del humanismo.
Por consiguiente, además de los intereses geopolíticos del capitalismo global que están en juego para esa trilateral que representan la UE, Rusia y EEUU, resulta primordial que estemos atentos a los efectos transformadores sobre el marco de convivencia que puede conllevar la visión del mundo del nuevo gobierno ucraniano, donde el espacio que han ocupado los partidos de ultra derecha es sustancial. Lo que continúa evidenciando unos vientos de cambio regresivo en el Todo que representa la idea de Europa.
En mi memoria, los ecos de la situación ucraniana también me recordaron a un discurso de 2010 realizado en Postdam por la canciller alemana Angela Merkel, cuando afirmó que el proyecto de crear en su país una sociedad multicultural había fracasado por completo. Parecía ser que habían pecado de ser un estado-nación excesivamente blando, en cierto modo, excesivamente democrático, en el sentido de exigir poco esfuerzo y compromiso a los inmigrantes, especialmente a los de origen turco y de religión musulmana. Habiendo sido un gran error nacional haberles permitido crear comunidades diferenciadas en base a sus valores, lengua y tradiciones, autorizando a que sus mentes no sintieran el deber de integrarse con el modo de pensar germánico. En aquellos días, unos pocos extremistas provocaron que las catorce tesis sobre el fascismo reunidas por Umberto Eco quedaran demostradas como un fenómeno de absoluta vigencia cuando explicitaron en público lo que seguramente pensaban en sus círculos privados desde hacía bastante tiempo, denunciando que la Intelligentsia del pueblo alemán corría el riesgo de corromperse por la influencia debilitadora de las minorías étnicas.
A nuestro alrededor, en nuestra época, el antisemitismo, el totalitarismo y el racismo continúan propagándose a diario en un espacio fantasmático, es decir, en el territorio de la fantasía política presente en los productos culturales que consumimos sin barreras hasta que, de pronto, sus efectos se hacen concretos y nos salpican la conciencia hasta lograr resquebrajar la membrana que la mantiene en una confortable neutralidad. Desde esta perspectiva, una "conducta fascista" no sería algo completamente impuesto desde fuera, sino que anidaría en nuestro interior, pudiendo crecer con facilidad a poco que sea alimentada, lo que en muchas ocasiones sucede cuando se reciben mensajes orientados a que tomemos conciencia de nuestras debilidades, transitoriedad y fragilidad. El subsiguiente efecto de empequeñecimiento sobre la sensación de libertad del individuo provoca que éste acoja un discurso de reacción.
La estrategia discursiva del fascismo europeo dentro de las estructuras del sistema democrático contemporáneo consiste en explicar a las masas que defender los intereses del inmigrante, el judío o el musulmán, es destruir progresivamente los intereses propios en un mundo cada vez más superpoblado e inevitablemente con unos recursos materiales cada vez más escasos. Además, argumentan que para ayudarles verdaderamente hay que amarlos sin límites como si fueran nuestros propios hijos, hasta el punto de estar dispuestos a sacrificarlo todo para que los miembros de estas minorías puedan llegar a vivir en mejores condiciones y con más facilidades que nosotros mismos. Si no estamos dispuestos a realizar este tipo de sacrifico no es que seamos unos hipócritas o unos "colaboracionistas" con un enemigo de la patria, puesto que se nos respeta por ser ciudadanos auténticos de nuestra nación, lo que sucede es que estamos contagiados por el virus de la tolerancia utópica e inútil que provocará todavía más pobreza e infortunios si no reaccionamos a tiempo. El reverso que ofrecen como solución es comprender la necesidad de ser prácticos, anteponiendo la supervivencia no sólo histórica, sino biológica de todo aquello que tiene que ver con "lo nuestro", optando por levantar alambradas, engordar la vigilancia y admitir un exceso de burocracia para que "los otros" puedan optar a los derechos.
Aunque nos parezca un argumento mítico e imposible, la fantasía privada o colectiva que representa tal discurso sabe sembrar y recoger sus frutos salvajes en cuanto la estabilidad es desconfigurada, ya sea por la dinámica geopolítica de la coyuntura o por los intereses de los capitales globalizados.
Para explicar el modo de operar de la fantasía fascista que vuelve a corretear por el territorio de lo real, empezaré intentando profundizar en el fenómeno del antisemitismo, ya que resulta ser un cauce efectivo para relacionar los otros dos acontecimientos históricos, racismo y totalitarismo. Y lo primero que me parece conveniente es diferenciar el deseo del revolucionario histórico que busca eliminar la opresión social para proteger a los más débiles, de la aspiración del revolucionario fascista que adopta una máscara falsa para justificar sus actos violentos como acciones morales y necesarias, en este caso, en contra del judío.
Así, el primero orienta su empresa desde el enfoque de la lucha que se establece por el poder político y material entre las diferentes clases sociales, y dicha lucha no la concibe como un enfrentamiento entre el Bien y el Mal. Por consiguiente, la esencia de su movimiento interno a la hora de entender la sociedad no es sino la interpretación de un simple conflicto de intereses entre grupos humanos. Para este tipo de revolucionario, el fin último de su proyecto de transformación debe ser que las diferencias y desigualdades entre las diferentes clases sociales sean suprimidas en virtud de un igualitarismo basado en la socialización de los modos de producción económicos para lograr una distribución equitativa de la riqueza, lo que conllevaría alteraciones en los planos de la cultura, la ideología, el sistema legal y el funcionamiento político de las instituciones.
El riesgo de derrumbe ético para esta tipología de revolucionario humanista ha sido siempre dejarse convencer por la tentación maniquea de imponer un orden social contrarrevolucionario impulsado por la cultura del resentimiento que describió Nietzsche. Es decir, que el proyecto político sustitutivo del anterior se vea apoderado por la lógica de la venganza de los esclavos contra sus antiguos amos, donde el liderazgo incitador suele recaer en grupos de burgueses resentidos y auto-convertidos en militantes políticos capaces de mover a las masas, pero siempre para sus propios intereses (como diagnosticó Hannah Arendt, el sionismo fue la contraideología consecuencia del antisemitismo).
En cambio, a diferencia del anterior, el revolucionario fascista sólo piensa en la destrucción del Mal y considera que una vez realizada esa labor, de carácter sagrado, se alzará un orden armónico. En su caso, hay cierta tendencia a la pereza intelectual al no entender el funcionamiento de la sociedad moderna, y todo su interés por adquirir conocimiento se remonta siempre hacia el pasado, en busca de huellas que le permitan interpretar sentimentalmente a quienes, de manera malévola, han distorsionado el curso de la historia y traído el caos. En su proyecto, el Bien vendrá dado automáticamente al erradicarse el Mal, por lo tanto, no tiene interés alguno por construir un proyecto original para el futuro. En estos mimbres es donde surge la categoría específica del antisemita.
Durante los períodos de estabilidad, el antisemita permanece latente, esperando en vigilia a que los momentos de crisis retornen a la superficie. Entonces es cuando reivindica la vuelta a una comunidad primitiva donde sea aplaudido por agredir entre varios a un judío en una calle desierta, reclamando el peso del orden para todos salvo para él mismo.
La interpretación que hace el antisemita de la ley para escapar de la responsabilidad es sumamente torva: puesto que el judío participa en los gobiernos e instituciones, el sistema entero está viciado; he ahí su escape para justificar su desobediencia. Como describió con clarividencia Jean-Paul Sartre en 1944, el ser antisemita no se reduce a tener una opinión negativa sobre los judíos, sino que se vive a través de una concepción del mundo totalizadora a la par que irracional, donde el judío ha encarnado siempre todo el mal que existe en el universo. Así, tal y como ocurrió en su momento en Francia o en Alemania, si los países van a la guerra, indudablemente no será causa ni el imperialismo ni los conflictos económicos los que podrán explicar su precipitación. Más bien, serán los cabecillas judíos los que habrán sembrado la discordia en la retaguardia de los gobiernos.
Aunque el mundo de hoy no es exactamente el mismo que en la primera mitad del siglo XX, el inconsciente político colectivo que se ha asentado desde entonces, todavía continúa siendo un relato simbólico sobre el destino de la humanidad a través del esfuerzo por evitar codificaciones culturales y políticas que puedan expresar convincentemente que existen dos humanidades, la nuestra y la del Otro. Un esfuerzo que se ha asentado en nuestra psique como un proceso histórico inacabado, no cristalizado de acuerdo a los objetivos planificados por los demócratas. Así es como el fascismo más racista persiste en el relato postmoderno, y en él aún emergen las figuras arquetípicas del Otro (los que no son de los nuestros).
De esta manera se atestigua que hay un temor inducido ante el posible resentimiento acumulado de alguna clase social o raza oprimida, ya sea el judío, el musulmán, el comunista o el inmigrante de origen africano, tras cuyos rasgos externos y particularidades culturalistas puede haber escondida alguna intención malvada e incluso sobrenatural. El miedo que se transmite no sólo proviene por la amenaza de sus naturalezas vengativas, sino porque esos individuos son diferentes, extraños, y sucios, ante cuya presencia no se quiere estar acostumbrado. Estas directrices imaginarias son con las que operan los líderes del resentimiento.
Para la tradición democrática anterior al Holocausto, el judío venía siendo una causa pertinente para obliterar la narrativa del miedo al Otro, e implantar en lo profundo la cultura de la igualdad absoluta entre los hombres. De manera que ser judío, árabe, negro, asiático, latino, trabajador, empresario, etcétera, resultaban ser categorías prescindibles y secundarias; sólo había que conocer al ser humano, que resulta ser único y común para todos los casos y situaciones. Este planteamiento ha provocado distorsiones en todos los sentidos. Para Sartre, por ejemplo, este razonamiento permitía al antisemita reprochar al judío que fuera judío, y al demócrata reprochar al judío que se considerase judío.
Tras la caída del muro de Berlín y el proceso de unificación, la evolución multiculturalista de la sociedad a la que Merkel puso la etiqueta de disfuncional, preveía que la mejor manera de ser un alemán para un judío o para un musulmán de origen turco era reafirmarse como judío alemán o musulmán alemán. Sin embargo, las últimas críticas realizadas por el poder democrático hacia esta posibilidad evidencian que, en el plano político y social, el proyecto de sociedad multicultural como artefacto para prevenir el racismo y la persecución étnica y religiosa resulta insuficiente. Esta misma incapacidad está permitiendo que las ideas que se combaten en la realidad cultural pervivan como posibilidades históricas en el inconsciente político, produciéndose una negación de la negación.
Tanto en el trasfondo del discurso de Merkel como en la revuelta de Ucrania parece deslizarse el mismo razonamiento nacionalista: liberarse del exceso impuro. Un argumento que, a mi parecer, es una burda distracción para reconfigurar la estabilidad económica de las élites, ya que al emerger en la esfera pública ese ideario lo que se reactiva es la necesidad de poseer un pensamiento liberal que lo corrija en base a la aplicación de la tolerancia universal, que es una noción, no nos engañemos, independiente de una concepción de auténtica asimilación. Mientras tanto, la lógica de la producción económica queda a salvo. Más aún, el conflicto étnico queda limitado a un enfrentamiento entre grupos sociales diferentes, pero se niega la posibilidad de que ese conflicto pueda extenderse a toda una clase social.
La salida subterránea del conservadurismo alemán, estigmatizando a ciertas minorías étnicas, le permite encapsular las desigualdades socioeconómicas de su modelo de sociedad como derivadas de una cuestión que tiene que ver exclusivamente con la hostilidad cultural y racial de unos pocos con la herencia alemana. Cabe esperar que la extrema derecha ucraniana que acaba de llegar al gobierno se vea tentada de activar este mismo estilo de fantasías para contrarrestar las probables exigencias y descontentos de la clase media y trabajadora ante la situación de endeudamiento y la urgencia del rescate financiero en el que se mueve su economía. Por consiguiente, el pecado, si es consentido, será recuperar el familiar relato del enemigo interno, donde el rol de judío recobraría su importancia "sagrada".
No me cabe duda de que a un miembro de una minoría étnica o a un inmigrante en proceso de asimilación dentro de un entorno social que se moviliza de una forma hostil frente a su diferencia, resulta imposible exigirle que sienta preocupación por el lugar que debe ocupar el ser humano en el mundo y lo que cabe esperar de su destino. Las restricciones que sufren sus preocupaciones existenciales le obligan a tener presente únicamente el lugar que ocupa dentro de la sociedad para poder sobrevivir, ya que para pasar al plano de la visión democrática liberal es preciso que sienta que sus derechos están asegurados. Si no, poder pensar en aspectos más trascendentes siempre será un lujo que no se podrán permitir. Esta inquietud tan básica (la supervivencia en la forma de tener una vivienda, un trabajo o asistencia médica) es la que ha favorecido que el pluralismo social tan estructurado que se ha generado en el seno de los países europeos más avanzados, esté provocando división social, aislamiento y fragmentación de los sentimientos de cada grupo, y un índice de mezquindad e insolidaridad tan alto que imposibilita tener confianza en la autenticidad de un proyecto común. En el fondo, estamos ante la enésima demostración de que el racismo y el antisemitismo siempre han sido una sublimación de la lucha entre las diferentes clases sociales por acceder a los recursos materiales y al poder.
Hace años, el sociólogo esloveno Slavoj Žižek percibió que la evolución de la mentalidad democrática para tapar las contradicciones del capitalismo global se estaba focalizando en identificar a las cuestiones relacionadas con la exclusión social como valores universales, de manera que cuando el síntoma de la opresión de los de abajo por los de arriba se hace explícito ante la opinión publica, el demócrata abraza el eslogan de, por ejemplo, "todos somos trabajadores inmigrantes". ¿Se acuerdan de aquel otro que durante la guerra de los Balcanes decía "todos somos ciudadanos de Sarajevo"?
Aquella afirmación no pasó de ser una nomenclatura falsa de la realidad histórica aunque, coincido con Žižek, fue eficaz para nominar la enorme injusticia producida por la geopolítica que condicionó aquel acontecimiento. En realidad, este tipo de operación dialéctica abre un espacio de operaciones para el totalitarismo post-ideológico de nuestra época ¿A caso no tenéis la sensación de que durante los conflictos que son verdaderamente delicados se produce una suspensión política de, unas veces, la ley, y otras, la ética?
Esta suspensión tiene lugar tanto desde la derecha como desde la izquierda, aunque cada una la suele articular de una manera no del todo coincidente. Para la tradición fascista, la suspensión la recibe la letra de la ley, de manera que el marco normativo deja de tener vigencia en aras de algún bien superior para salvar a la patria. Así es como, de pronto, la gente deja de tener el derecho de equivocarse o actuar mal. En el caso de la tradición de izquierdas, la suspensión consiste en dejar de ser ético en un momento dado o transgredir alguna norma de carácter moral para alcanzar un fin asociado a un valor social supuestamente de mayor importancia. En ambos casos, las instituciones son instrumentalizadas para la lucha política de sus respectivos intereses.
De nuevo, la salida para una conciencia crítica ante la situación política y multiculturalista de Ucrania y la anexión de Crimea a Rusia no puede ser otra que optar por la disidencia. Me refiero al mismo tipo de disidencia que se necesita para apropiarse de una interpretación que no acepta como condición objetiva la relación entre el aumento del gasto social y el advenimiento inmediato de una crisis económica. Se trata de la disidencia asociada a un ideario moral y utópico, donde la solidaridad, el igualitarismo para desarticular las diferencias de clase y la responsabilidad ética con el Otro se convierten en fundamentos no sacrificables, a diferencia de las concesiones morales que mecánicamente están dispuestos a hacer los partidos tanto de izquierdas como de derechas. El trasfondo de esta tesis igualmente es de aplicación para interpretar con suficiente autonomía intelectual y profundidad histórica el conflicto al que se está viendo abocado el conjunto de la sociedad española con respecto al nacionalismo catalán.
En todo caso, y tal y como estamos observando con este teatro virtual de "guerra fría" resucitada, el mundo real funciona de un modo tan profundamente jerarquizado que el discurso de la emancipación universal ya se ha salido por completo de los límites del discurso institucional, quedando fuera de las fronteras de la civilización. La nomenclatura oficial que se maneja actualmente resulta tan rancia y empobrecida como la que registró Tucídides en Historia de la guerra del Peloponeso, quedando circunscrita a la defensa de la integridad territorial. Las víctimas presumiblemente serán las de siempre, lo que provocará que en el inconsciente de nuestra época el miedo a la violencia brutal tenga más presencia en nuestros deseos reprimidos que el apego al conocimiento reflexivo.
A modo de conclusión, no debemos olvidar que estrictamente no nacemos iguales, la igualdad no nos es otorgada, sino que es el fruto de la organización social en la que aceptamos vivir. Llegamos a ser miembros iguales de una comunidad o grupo por la decisión contundente de concedernos los unos a los otros los mismos derechos. El riesgo de perder esta premisa como fundamento político inalienable abre el espacio de lo concreto al terror, aunque ya no sea disparando un revólver y la mano se lleve al referéndum.
Cuatro décadas después, el avance de la historia ha favorecido una contrarreforma, donde los tipos impositivos se han ido desplomando, las industrias públicas se han privatizado y el sector financiero se ha liberalizado radicalmente, dando lugar a un caldo de cultivo social en el que la codicia y el individualismo de mercado se han desatado sin restricciones y sin la presión de alternativas.
El lenguaje ético se ha volatizado y en su lugar los países más ricos han contemplado impasibles como generaban nuevos bárbaros en su propio medio interior, obligando a millones de personas a aceptar unas condiciones que, pese a las apariencias materialistas, son las condiciones de los salvajes. Así que, de nada ha servido dominar la naturaleza y multiplicar la sofisticación tecnología, ya que el barbarismo bajo la forma del fascismo no ha sido erradicado, prevalece premeditadamente como fórmula de control social que es activada cuando se la necesita.
Durante la crisis de Ucrania a la que todos estamos asistiendo como testigos históricos, uno de los sucesos que más me ha removido la psique, tensando la ligazón de las ideas y alegorías que he asentado cultural e inconscientemente sobre lo que debe ser un individuo demócrata (por lo tanto, desde mucho más antes de mi propia existencia), fue el llamamiento que hizo el rabino jefe de Ucrania, Moshe Reuven Azman, para que los judíos de Kiev tomasen la iniciativa de abandonar la ciudad, e incluso el país, por temor a que se convirtieran en las víctimas propicias del caos del pasado febrero. La Asociación de Organizaciones y Comunidades Judías de Ucrania (Vaad, en ucraniano) también venía denunciando, desde finales de enero, los ataques contra judíos durante los disturbios antigubernamentales que han sacudido a la ciudad, subrayando que la violencia recibida viene causada no por el enfrentamiento explícito entre proeuropeístas y prorusos por alcanzar el poder, sino por la propia condición de su diferencia que, una vez más, es instrumentalizada por los enemigos del humanismo.
Por consiguiente, además de los intereses geopolíticos del capitalismo global que están en juego para esa trilateral que representan la UE, Rusia y EEUU, resulta primordial que estemos atentos a los efectos transformadores sobre el marco de convivencia que puede conllevar la visión del mundo del nuevo gobierno ucraniano, donde el espacio que han ocupado los partidos de ultra derecha es sustancial. Lo que continúa evidenciando unos vientos de cambio regresivo en el Todo que representa la idea de Europa.
En mi memoria, los ecos de la situación ucraniana también me recordaron a un discurso de 2010 realizado en Postdam por la canciller alemana Angela Merkel, cuando afirmó que el proyecto de crear en su país una sociedad multicultural había fracasado por completo. Parecía ser que habían pecado de ser un estado-nación excesivamente blando, en cierto modo, excesivamente democrático, en el sentido de exigir poco esfuerzo y compromiso a los inmigrantes, especialmente a los de origen turco y de religión musulmana. Habiendo sido un gran error nacional haberles permitido crear comunidades diferenciadas en base a sus valores, lengua y tradiciones, autorizando a que sus mentes no sintieran el deber de integrarse con el modo de pensar germánico. En aquellos días, unos pocos extremistas provocaron que las catorce tesis sobre el fascismo reunidas por Umberto Eco quedaran demostradas como un fenómeno de absoluta vigencia cuando explicitaron en público lo que seguramente pensaban en sus círculos privados desde hacía bastante tiempo, denunciando que la Intelligentsia del pueblo alemán corría el riesgo de corromperse por la influencia debilitadora de las minorías étnicas.
A nuestro alrededor, en nuestra época, el antisemitismo, el totalitarismo y el racismo continúan propagándose a diario en un espacio fantasmático, es decir, en el territorio de la fantasía política presente en los productos culturales que consumimos sin barreras hasta que, de pronto, sus efectos se hacen concretos y nos salpican la conciencia hasta lograr resquebrajar la membrana que la mantiene en una confortable neutralidad. Desde esta perspectiva, una "conducta fascista" no sería algo completamente impuesto desde fuera, sino que anidaría en nuestro interior, pudiendo crecer con facilidad a poco que sea alimentada, lo que en muchas ocasiones sucede cuando se reciben mensajes orientados a que tomemos conciencia de nuestras debilidades, transitoriedad y fragilidad. El subsiguiente efecto de empequeñecimiento sobre la sensación de libertad del individuo provoca que éste acoja un discurso de reacción.
La estrategia discursiva del fascismo europeo dentro de las estructuras del sistema democrático contemporáneo consiste en explicar a las masas que defender los intereses del inmigrante, el judío o el musulmán, es destruir progresivamente los intereses propios en un mundo cada vez más superpoblado e inevitablemente con unos recursos materiales cada vez más escasos. Además, argumentan que para ayudarles verdaderamente hay que amarlos sin límites como si fueran nuestros propios hijos, hasta el punto de estar dispuestos a sacrificarlo todo para que los miembros de estas minorías puedan llegar a vivir en mejores condiciones y con más facilidades que nosotros mismos. Si no estamos dispuestos a realizar este tipo de sacrifico no es que seamos unos hipócritas o unos "colaboracionistas" con un enemigo de la patria, puesto que se nos respeta por ser ciudadanos auténticos de nuestra nación, lo que sucede es que estamos contagiados por el virus de la tolerancia utópica e inútil que provocará todavía más pobreza e infortunios si no reaccionamos a tiempo. El reverso que ofrecen como solución es comprender la necesidad de ser prácticos, anteponiendo la supervivencia no sólo histórica, sino biológica de todo aquello que tiene que ver con "lo nuestro", optando por levantar alambradas, engordar la vigilancia y admitir un exceso de burocracia para que "los otros" puedan optar a los derechos.
Aunque nos parezca un argumento mítico e imposible, la fantasía privada o colectiva que representa tal discurso sabe sembrar y recoger sus frutos salvajes en cuanto la estabilidad es desconfigurada, ya sea por la dinámica geopolítica de la coyuntura o por los intereses de los capitales globalizados.
Para explicar el modo de operar de la fantasía fascista que vuelve a corretear por el territorio de lo real, empezaré intentando profundizar en el fenómeno del antisemitismo, ya que resulta ser un cauce efectivo para relacionar los otros dos acontecimientos históricos, racismo y totalitarismo. Y lo primero que me parece conveniente es diferenciar el deseo del revolucionario histórico que busca eliminar la opresión social para proteger a los más débiles, de la aspiración del revolucionario fascista que adopta una máscara falsa para justificar sus actos violentos como acciones morales y necesarias, en este caso, en contra del judío.
Así, el primero orienta su empresa desde el enfoque de la lucha que se establece por el poder político y material entre las diferentes clases sociales, y dicha lucha no la concibe como un enfrentamiento entre el Bien y el Mal. Por consiguiente, la esencia de su movimiento interno a la hora de entender la sociedad no es sino la interpretación de un simple conflicto de intereses entre grupos humanos. Para este tipo de revolucionario, el fin último de su proyecto de transformación debe ser que las diferencias y desigualdades entre las diferentes clases sociales sean suprimidas en virtud de un igualitarismo basado en la socialización de los modos de producción económicos para lograr una distribución equitativa de la riqueza, lo que conllevaría alteraciones en los planos de la cultura, la ideología, el sistema legal y el funcionamiento político de las instituciones.
El riesgo de derrumbe ético para esta tipología de revolucionario humanista ha sido siempre dejarse convencer por la tentación maniquea de imponer un orden social contrarrevolucionario impulsado por la cultura del resentimiento que describió Nietzsche. Es decir, que el proyecto político sustitutivo del anterior se vea apoderado por la lógica de la venganza de los esclavos contra sus antiguos amos, donde el liderazgo incitador suele recaer en grupos de burgueses resentidos y auto-convertidos en militantes políticos capaces de mover a las masas, pero siempre para sus propios intereses (como diagnosticó Hannah Arendt, el sionismo fue la contraideología consecuencia del antisemitismo).
En cambio, a diferencia del anterior, el revolucionario fascista sólo piensa en la destrucción del Mal y considera que una vez realizada esa labor, de carácter sagrado, se alzará un orden armónico. En su caso, hay cierta tendencia a la pereza intelectual al no entender el funcionamiento de la sociedad moderna, y todo su interés por adquirir conocimiento se remonta siempre hacia el pasado, en busca de huellas que le permitan interpretar sentimentalmente a quienes, de manera malévola, han distorsionado el curso de la historia y traído el caos. En su proyecto, el Bien vendrá dado automáticamente al erradicarse el Mal, por lo tanto, no tiene interés alguno por construir un proyecto original para el futuro. En estos mimbres es donde surge la categoría específica del antisemita.
Durante los períodos de estabilidad, el antisemita permanece latente, esperando en vigilia a que los momentos de crisis retornen a la superficie. Entonces es cuando reivindica la vuelta a una comunidad primitiva donde sea aplaudido por agredir entre varios a un judío en una calle desierta, reclamando el peso del orden para todos salvo para él mismo.
La interpretación que hace el antisemita de la ley para escapar de la responsabilidad es sumamente torva: puesto que el judío participa en los gobiernos e instituciones, el sistema entero está viciado; he ahí su escape para justificar su desobediencia. Como describió con clarividencia Jean-Paul Sartre en 1944, el ser antisemita no se reduce a tener una opinión negativa sobre los judíos, sino que se vive a través de una concepción del mundo totalizadora a la par que irracional, donde el judío ha encarnado siempre todo el mal que existe en el universo. Así, tal y como ocurrió en su momento en Francia o en Alemania, si los países van a la guerra, indudablemente no será causa ni el imperialismo ni los conflictos económicos los que podrán explicar su precipitación. Más bien, serán los cabecillas judíos los que habrán sembrado la discordia en la retaguardia de los gobiernos.
Aunque el mundo de hoy no es exactamente el mismo que en la primera mitad del siglo XX, el inconsciente político colectivo que se ha asentado desde entonces, todavía continúa siendo un relato simbólico sobre el destino de la humanidad a través del esfuerzo por evitar codificaciones culturales y políticas que puedan expresar convincentemente que existen dos humanidades, la nuestra y la del Otro. Un esfuerzo que se ha asentado en nuestra psique como un proceso histórico inacabado, no cristalizado de acuerdo a los objetivos planificados por los demócratas. Así es como el fascismo más racista persiste en el relato postmoderno, y en él aún emergen las figuras arquetípicas del Otro (los que no son de los nuestros).
De esta manera se atestigua que hay un temor inducido ante el posible resentimiento acumulado de alguna clase social o raza oprimida, ya sea el judío, el musulmán, el comunista o el inmigrante de origen africano, tras cuyos rasgos externos y particularidades culturalistas puede haber escondida alguna intención malvada e incluso sobrenatural. El miedo que se transmite no sólo proviene por la amenaza de sus naturalezas vengativas, sino porque esos individuos son diferentes, extraños, y sucios, ante cuya presencia no se quiere estar acostumbrado. Estas directrices imaginarias son con las que operan los líderes del resentimiento.
Para la tradición democrática anterior al Holocausto, el judío venía siendo una causa pertinente para obliterar la narrativa del miedo al Otro, e implantar en lo profundo la cultura de la igualdad absoluta entre los hombres. De manera que ser judío, árabe, negro, asiático, latino, trabajador, empresario, etcétera, resultaban ser categorías prescindibles y secundarias; sólo había que conocer al ser humano, que resulta ser único y común para todos los casos y situaciones. Este planteamiento ha provocado distorsiones en todos los sentidos. Para Sartre, por ejemplo, este razonamiento permitía al antisemita reprochar al judío que fuera judío, y al demócrata reprochar al judío que se considerase judío.
Tras la caída del muro de Berlín y el proceso de unificación, la evolución multiculturalista de la sociedad a la que Merkel puso la etiqueta de disfuncional, preveía que la mejor manera de ser un alemán para un judío o para un musulmán de origen turco era reafirmarse como judío alemán o musulmán alemán. Sin embargo, las últimas críticas realizadas por el poder democrático hacia esta posibilidad evidencian que, en el plano político y social, el proyecto de sociedad multicultural como artefacto para prevenir el racismo y la persecución étnica y religiosa resulta insuficiente. Esta misma incapacidad está permitiendo que las ideas que se combaten en la realidad cultural pervivan como posibilidades históricas en el inconsciente político, produciéndose una negación de la negación.
Tanto en el trasfondo del discurso de Merkel como en la revuelta de Ucrania parece deslizarse el mismo razonamiento nacionalista: liberarse del exceso impuro. Un argumento que, a mi parecer, es una burda distracción para reconfigurar la estabilidad económica de las élites, ya que al emerger en la esfera pública ese ideario lo que se reactiva es la necesidad de poseer un pensamiento liberal que lo corrija en base a la aplicación de la tolerancia universal, que es una noción, no nos engañemos, independiente de una concepción de auténtica asimilación. Mientras tanto, la lógica de la producción económica queda a salvo. Más aún, el conflicto étnico queda limitado a un enfrentamiento entre grupos sociales diferentes, pero se niega la posibilidad de que ese conflicto pueda extenderse a toda una clase social.
La salida subterránea del conservadurismo alemán, estigmatizando a ciertas minorías étnicas, le permite encapsular las desigualdades socioeconómicas de su modelo de sociedad como derivadas de una cuestión que tiene que ver exclusivamente con la hostilidad cultural y racial de unos pocos con la herencia alemana. Cabe esperar que la extrema derecha ucraniana que acaba de llegar al gobierno se vea tentada de activar este mismo estilo de fantasías para contrarrestar las probables exigencias y descontentos de la clase media y trabajadora ante la situación de endeudamiento y la urgencia del rescate financiero en el que se mueve su economía. Por consiguiente, el pecado, si es consentido, será recuperar el familiar relato del enemigo interno, donde el rol de judío recobraría su importancia "sagrada".
No me cabe duda de que a un miembro de una minoría étnica o a un inmigrante en proceso de asimilación dentro de un entorno social que se moviliza de una forma hostil frente a su diferencia, resulta imposible exigirle que sienta preocupación por el lugar que debe ocupar el ser humano en el mundo y lo que cabe esperar de su destino. Las restricciones que sufren sus preocupaciones existenciales le obligan a tener presente únicamente el lugar que ocupa dentro de la sociedad para poder sobrevivir, ya que para pasar al plano de la visión democrática liberal es preciso que sienta que sus derechos están asegurados. Si no, poder pensar en aspectos más trascendentes siempre será un lujo que no se podrán permitir. Esta inquietud tan básica (la supervivencia en la forma de tener una vivienda, un trabajo o asistencia médica) es la que ha favorecido que el pluralismo social tan estructurado que se ha generado en el seno de los países europeos más avanzados, esté provocando división social, aislamiento y fragmentación de los sentimientos de cada grupo, y un índice de mezquindad e insolidaridad tan alto que imposibilita tener confianza en la autenticidad de un proyecto común. En el fondo, estamos ante la enésima demostración de que el racismo y el antisemitismo siempre han sido una sublimación de la lucha entre las diferentes clases sociales por acceder a los recursos materiales y al poder.
Hace años, el sociólogo esloveno Slavoj Žižek percibió que la evolución de la mentalidad democrática para tapar las contradicciones del capitalismo global se estaba focalizando en identificar a las cuestiones relacionadas con la exclusión social como valores universales, de manera que cuando el síntoma de la opresión de los de abajo por los de arriba se hace explícito ante la opinión publica, el demócrata abraza el eslogan de, por ejemplo, "todos somos trabajadores inmigrantes". ¿Se acuerdan de aquel otro que durante la guerra de los Balcanes decía "todos somos ciudadanos de Sarajevo"?
Aquella afirmación no pasó de ser una nomenclatura falsa de la realidad histórica aunque, coincido con Žižek, fue eficaz para nominar la enorme injusticia producida por la geopolítica que condicionó aquel acontecimiento. En realidad, este tipo de operación dialéctica abre un espacio de operaciones para el totalitarismo post-ideológico de nuestra época ¿A caso no tenéis la sensación de que durante los conflictos que son verdaderamente delicados se produce una suspensión política de, unas veces, la ley, y otras, la ética?
Esta suspensión tiene lugar tanto desde la derecha como desde la izquierda, aunque cada una la suele articular de una manera no del todo coincidente. Para la tradición fascista, la suspensión la recibe la letra de la ley, de manera que el marco normativo deja de tener vigencia en aras de algún bien superior para salvar a la patria. Así es como, de pronto, la gente deja de tener el derecho de equivocarse o actuar mal. En el caso de la tradición de izquierdas, la suspensión consiste en dejar de ser ético en un momento dado o transgredir alguna norma de carácter moral para alcanzar un fin asociado a un valor social supuestamente de mayor importancia. En ambos casos, las instituciones son instrumentalizadas para la lucha política de sus respectivos intereses.
De nuevo, la salida para una conciencia crítica ante la situación política y multiculturalista de Ucrania y la anexión de Crimea a Rusia no puede ser otra que optar por la disidencia. Me refiero al mismo tipo de disidencia que se necesita para apropiarse de una interpretación que no acepta como condición objetiva la relación entre el aumento del gasto social y el advenimiento inmediato de una crisis económica. Se trata de la disidencia asociada a un ideario moral y utópico, donde la solidaridad, el igualitarismo para desarticular las diferencias de clase y la responsabilidad ética con el Otro se convierten en fundamentos no sacrificables, a diferencia de las concesiones morales que mecánicamente están dispuestos a hacer los partidos tanto de izquierdas como de derechas. El trasfondo de esta tesis igualmente es de aplicación para interpretar con suficiente autonomía intelectual y profundidad histórica el conflicto al que se está viendo abocado el conjunto de la sociedad española con respecto al nacionalismo catalán.
En todo caso, y tal y como estamos observando con este teatro virtual de "guerra fría" resucitada, el mundo real funciona de un modo tan profundamente jerarquizado que el discurso de la emancipación universal ya se ha salido por completo de los límites del discurso institucional, quedando fuera de las fronteras de la civilización. La nomenclatura oficial que se maneja actualmente resulta tan rancia y empobrecida como la que registró Tucídides en Historia de la guerra del Peloponeso, quedando circunscrita a la defensa de la integridad territorial. Las víctimas presumiblemente serán las de siempre, lo que provocará que en el inconsciente de nuestra época el miedo a la violencia brutal tenga más presencia en nuestros deseos reprimidos que el apego al conocimiento reflexivo.
A modo de conclusión, no debemos olvidar que estrictamente no nacemos iguales, la igualdad no nos es otorgada, sino que es el fruto de la organización social en la que aceptamos vivir. Llegamos a ser miembros iguales de una comunidad o grupo por la decisión contundente de concedernos los unos a los otros los mismos derechos. El riesgo de perder esta premisa como fundamento político inalienable abre el espacio de lo concreto al terror, aunque ya no sea disparando un revólver y la mano se lleve al referéndum.