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De violencia en Madrid, Berlinguer y Suárez

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La violencia desatada en Madrid a lo largo de los últimos días por grupos organizados de extrema izquierda (tras la Marcha por la Dignidad, en el campus de la Universidad Complutense) coincide en el tiempo con dos hechos relevantes: el fallecimiento del presidente Suárez y el 30 aniversario de la muerte de Enrico Berlinguer. Y creo que conviene reflexionar sobre lo primero a la luz de las lecciones políticas que trae lo segundo.

La violencia es violencia y si está organizada es violencia organizada. Ni más ni menos. Como ciudadanos que vivimos en democracia, nuestro derecho es que se prevenga y, en caso de producirse, se reprima. Sí, se reprima, porque para eso nos hemos dotado de una Constitución que crea unas Fuerzas y Cuerpos de Seguridad encargadas de garantizar nuestras libertades frente a quienes decidan agredirlas o agredirnos, que es lo mismo.

Condenar la violencia es lo que deben hacer todos los demócratas, incluyendo partidos, centrales sindicales o plataformas ciudadanas que hacen uso del derecho de manifestación en los términos establecidos por la ley. Pero eso no basta. Junto a la reprobación, hay que hacer otras dos cosas: poner todos los medios para evitar que los violentos se mezclen con la ciudadanía que se manifiesta pacíficamente y librar una batalla política e ideológica (desde la rueda de prensa hasta la tertulia de amigos) para no dejarles abierto ni un solo resquicio de justificación en una época de crisis como la que sufrimos. La policía debe hacer su trabajo -protegernos en el ejercicio de nuestros derechos- y la sociedad civil asumir sus responsabilidades deslegitimando a los violentos. Una sola duda en ese sentido y todos, pero todos, lo pagaremos muy caro individual y colectivamente, coyuntural y estructuralmente.

A principios de los años setenta, Berlinguer y todo el grupo dirigente del PCI entendieron tan bien como el PCE eurocomunista legalizado por Suárez en la transición lo mucho que estaba en juego frente a la estrategia de la tensión, explicitada de muchas formas y en diversos grados. La cuestión no solo estribaba en el enorme daño que los violentos hacían a la legitimidad de las aspiraciones ciudadanas y a la capacidad de movilización de la izquierda, sino en una cuestión de valores: no hay proyecto progresista posible que no entienda activamente que la convivencia pacífica es incuestionable y que la violencia no tiene ninguna justificación

Hoy, afortunadamente, no estamos en la Italia que algunos deseaban desestabilizar ante una posible victoria electoral del eurocomunismo o en la España que empezaba a disfrutar de una democracia recién nacida y amenazada un día sí y otro también por el golpismo. Pero lo que en ambas situaciones fue válido, también debe serlo hoy cuando los violentos intentan ganar espacios en la calle: que su programa -la violencia- es inaceptable por definición y hay que prevenirla y frenarla con las ideas y con los instrumentos del Estado de derecho. Por encima de cualquier otra diferencia, las fuerzas políticas y sociales democráticas deberían estar muy unidas en ese punto.

Y todo esto lo escribe alguien a quien los violentos le partieron la cara un día de enero de 1977. Fueron los Guerrilleros de Cristo Rey. Pero cómo se llamaran es lo de menos.

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