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De lo que no se le puede culpar a la señora Merkel

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La gravedad de la crisis económica que ha golpeado a muchos países de Europa en los últimos años y la imposición de drásticas medidas de austeridad fiscal han reanimado el antiguo debate en torno al déficit democrático de las instituciones comunitarias. ¿Con qué legitimidad cuentan la Comisión Europea, el Consejo y la Banca Central para decidir sobre la vida de millones de ciudadanos que solo indirectamente los han elegido? El tema ha cobrado importancia gracias a la impresión difusa de que son los países más ricos y en particular Alemania los que deciden por los demás. No parece casual que el tema haya resurgido en tiempos de vacas flacas, cuando desde Bruselas llegan exigencias de recortes y ya no, solamente, regulaciones inofensivas o fondos estructurales. Ahora que el beneficio de pertenecer a la Unión ya no resulta tan claro, han brotado por todos lados posiciones euroescépticas, sobre todo en los países que más han sufrido la crisis y que se ven atrapados entre el descontento social y los vínculos europeos.

Esta situación plantea dos temas fundamentales que, si bien están relacionados, deben analizarse en forma diferenciada. Por un lado, la cuestión de los límites democráticos del proyecto comunitario y de la escasa solidaridad de su economía. Por otro, el tema de las reformas, de la modernización y del cumplimiento de estándares mínimos de eficiencia y estabilidad por parte de los países miembros. Lo que no puede suceder, y que sin embargo sucede con frecuencia, es que los dos temas se confundan. Que los argumentos a favor de una Europa diferente, más democrática y capaz de gestionar las crisis recurrentes del capitalismo, sirvan para justificar las carencias de gestión y de modernización de los países más afectados por la crisis. Este es un error imperdonable que pone en riesgo al proyecto europeo en su conjunto. Algo que podría ser comprensible en los discursos populistas de partidos minoritarios pero que es inaceptable si viene de los partidos mayoritarios. Veamos los dos temas más de cerca.

Por un lado, la crisis ha evidenciado la necesidad, por parte de la Unión Europea y sus miembros, de impulsar un proceso de reforma capaz de mejorar la responsabilidad de sus instituciones frente a los electores y dotar al sistema de instrumentos de gestión económica más adecuados. Entre la medidas más urgentes destacan: la restructuración de los poderes del Parlamento, la elección del gobierno comunitario y la creación de mecanismos eficaces de solidaridad económica. Estas medidas, que en definitiva suponen un paso más en la profundización de la integración, evidentemente implican una ulterior renuncia a la propia soberanía y autonomía por parte de los países miembros. Pero, a la vez, prometen fortalecer la integración y la capacidad de los mismos de hacer frente a los desafíos de la globalización. En este sentido, el proyecto comunitario no puede estar sometido a los dogmas o las necesidades particulares de algunos de sus miembros, sino que, teniendo en cuenta las diferencias, debe mirar al interés común.

Por otro lado, para que la Unión pueda dar el salto, es evidente que los estados miembros deben alcanzar niveles mínimos de convergencia tanto a nivel político como económico, lo que requiere en muchos casos de difíciles pero decisivas reformas internas. Sobre este punto, lo que a menudo ha sucedido es que los gobiernos nacionales hicieran la vista gorda mientras las cosas iban bien, para luego culpar a la señora Merkel y los burócratas de Bruselas llegada la crisis. Este discurso ha servido de forma ejemplar para evadir responsabilidades y vender las reformas tantas veces postergadas como una imposición desde arriba. El caso italiano muestra de manera paradigmática hasta dónde puede llegar la confusión argumentativa a la cual nos referimos.

En Italia, tanto los partidos políticos como la opinión pública han sido los primeros en acusar a Europa de la crisis y esperar de ella las soluciones necesarias. Sin embargo, vistos los endémicos y graves problemas que afectan a su sociedad y los tímidos pasos que se han dado en los últimos años para resolverlos, dicha posición resulta extremadamente débil si no abiertamente insostenible. Baste recordar la lentitud del sistema judicial, la ineficiencia y desproporción de la burocracia estatal o el nivel récord de endeudamiento público, resultado de décadas de irresponsabilidad fiscal y de corrupción. ¿Tiene algo que ver esto con Bruselas?

Lo más grave es que la causa fundamental de estas dificultades ha sido la prolongada e irresuelta disfuncionalidad del sistema político. La imposibilidad de construir mayorías parlamentarias sólidas y tener gobiernos estables ha sido la razón principal de la incapacidad del país de hacer frente a sus problemas. Algo que implica de manera directa e inapelable al conjunto de las fuerza políticas italianas, que, muy acomodadas en un esquema corporativo y clientelar, se han cuidado bien de dar los pasos necesarios para reparar su democracia. Para ser un sujeto creíble y capaz de influenciar el proceso político europeo, Italia requiere de una clara asunción de responsabilidades a este respecto.

Si los países miembros no son capaces de darse una dirección política y de resolver por su cuenta sus disfunciones más evidentes, las críticas a la gestión del proyecto europeo, por justas que sean, resultarán estériles y escasamente legítimas frente a los demás socios. Al contrario, lo que conseguirían es legitimar la demagogia antieuropea y el descontento popular. Esto no quiere decir que las críticas a la Unión Europea y a su gestión de la crisis no sean justificadas, o que no se puedan subrayar las rigideces y miopías del liderazgo alemán, sino que los argumentos en esta dirección no deben servir como excusa por parte de los estados y sus gobernantes para evadir responsabilidades. Es difícil imaginar un futuro exitoso para la integración europea si para alguno de sus miembros ésta se vuelve el chivo expiatorio al cual endosar todos sus males.

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