La sentencia del Tribunal Constitucional del pasado 25 de marzo sobre la declaración soberanista del Parlament de Catalunya nada añade a lo que ya sabíamos. Es más, repite viejas cosas, algunas de las cuales, quizás, merecerían cierta revisión. Por ejemplo, y, sobre todo, el concepto de soberanía. A él volveremos después.
Pese a esa falta de novedades, la sentencia ha levantado, sin embargo, una gran expectación y, en términos generales, ha sido muy bien recibida; incluso, elogiada. ¿Por qué? Tal vez, porque devuelve la pelota, de manera muy elegante y cortés, eso sí, a quienes corresponde, para que jueguen con ella: los poderes públicos, y, más en concreto, el Gobierno y el Parlamento de España y el Govern y el Parlament de Catalunya.
Hace muy bien el Tribunal en situar las cosas en su sitio: el sitio de la política. Ahora bien, lo que no parece tan correcto es que haya tenido que hacerlo pronunciándose sobre una declaración política que, por más que se esfuerce el propio Tribunal en demostrar lo contrario, carece de naturaleza jurídica, simple y llanamente porque no tiene efecto jurídico alguno. Y así se ha encargado de ponerlo de manifiesto, ipso facto, el Govern catalán, que, ignorando "soberanamente" el pronunciamiento del Tribunal, asegura que va a seguir "su camino", sin que, de momento, pase nada, en términos jurídicos. No hay mejor prueba que esta de la naturaleza no jurídica de la declaración susodicha.
Así las cosas, ¿no hubiera sido preferible que el Tribunal Constitucional hubiese inadmitido el recurso mediante una providencia en la que se hubiera limitado a señalar que la declaración recurrida carece de efectos jurídicos y que, en todo caso, la cuestión que plantea, por más grave que sea, es, a fecha de hoy, puramente política? Al fin y al cabo, esto es lo que se deduce de la sentencia.
El Tribunal Constitucional debe de ser muy cuidadoso para no meterse en camisa de once varas. Y es que, aunque deba resolver muchas veces recursos con una alta graduación política, no debe de olvidar que es un tribunal de derecho, que solo debe admitir cuestiones de derecho y que solo sobre ellas debe pronunciarse, argumentando únicamente en derecho. Si actúa de este modo mitigará el riesgo de ser descalificado como órgano politizado. Me temo, sin embargo, que esta vez no lo ha hecho así. En cualquier caso, eso ya no tiene remedio, así que no merece la pena insistir más en ello. Lo que corresponde ahora es valorar el contenido de su sentencia.
En ella, la referencia a la soberanía es constante, y eso aun cuando este, el de soberanía, sea un viejo concepto cada vez más en desuso. El significado que tuvo hace siglos o, sin remontarnos tan lejos, unos cuantos años atrás, es muy diferente del que tiene hoy en día, desde la II Guerra Mundial, fundamentalmente. Si pensamos en España, algunos de los clásicos distintivos de la soberanía están, cuando menos, en entredicho, sobre todo, a partir de su integración, en los años ochenta de la pasada centuria, en el seno de una organización militar de defensa, la OTAN, y en otra de carácter económico y cada vez más político, hoy llamada Unión Europea. A la vista de estos hechos, y de otros muy graves ocurridos en los últimos años a raíz de la crisis económico-financiera, podríamos preguntarnos: ¿Es realmente soberano el pueblo español? ¿Y el portugués? ¿Y el griego? Puede que lo sean, pero, en ciertos momentos y situaciones, no parece que les sirva de mucho (si es que no quieren navegar a solas por los procelosos mares de la política internacional, con sus feroces sistemas financieros, entre otras dependencias).
La interconexión entre los Estados es hoy tan grande, la cesión de competencias antaño soberanas a instancias inter o supracionales, auténticas tomadoras de las decisiones, es tan relevante, que hablar de soberanía no es más que pretender resumir con un vocablo lo que requiere, en realidad, muchas más explicaciones. ¿Fue soberano el pueblo alemán en 1949 cuando se aprobó su Ley Fundamental, bajo la férrea tutela de las potencias de ocupación vencedoras en la guerra?
Esta relativización del concepto de soberanía no impide, sin embargo, que el mismo siga teniendo un significado profundo y unas consecuencias claras en determinados contextos. El del deseo de independencia de una parte del territorio de un Estado es claramente uno de ellos. Con todo, este es un problema político, que desborda los límites del Estado de Derecho, por más que este deba de ser defendido por quienes tienen obligación de hacerlo, garantizando así que la Democracia, en sentido auténtico, es decir, real, no puede ir a su aire, al margen, por tanto, de lo que la ley dispone, y, antes que nadie, la ley de leyes, la Constitución.
En efecto, no hay Democracia (real) sin Estado de Derecho, y, por supuesto, tampoco la hay si no se dan otras condiciones, entre las que ocupa un lugar muy protagónico la garantía y el respeto de los derechos fundamentales (lo que obliga a garantizar la diversidad propia de una sociedad plural, como lo son todas y, como, por tanto, lo es, de manera muy clara, la española, la catalana o cualquier otra que queramos acotar dentro del Estado español). A partir de esta premisa (la unidad conceptual del Estado democrático de derecho) tenemos que preguntarnos qué hacer cuando una parte del Estado (Cataluña, en este caso), de manera reiterada y persistente, con un fuerte apoyo político y social, manifiesta su intención de irse, de independizarse.
Pues bien, quienes creemos que el respeto al Estado de Derecho, y, por consiguiente, a la Democracia, no puede ignorar la seriedad de esa demanda secesionista, tenemos que buscar una salida que no pase, única y exclusivamente, por parapetarnos tras la ley, para rechazarla. Y si no hacemos esto por convicción, al menos, deberíamos hacerlo por persuasión. Tendríamos que estar persuadidos de que refugiarse en el Derecho, por más legítimo y obligado que sea, que lo es, resulta poco efectivo, desde un punto de vista estratégico, para frenar a quien, en realidad, lo que demanda es una superación del status quo jurídico, apoyándose en argumentos de legitimidad democrática.
Me temo que, por más falaz que pueda parecernos a muchos, ese es el dilema en el que nos encontramos en la actual encrucijada: el Derecho contra la Política. El gran logro del independentismo catalán, por el momento, radica en haber hecho creer a muchas personas que el Estado español arroja su gélido derecho contra la cálida política que ellos defienden, la política de los sentimientos, de las emociones de un (supuesto) pueblo que de manera mayoritaria ansía la libertad para constituirse en Estado.
Hemos de reconocer que el gran logro del Govern catalán, y de los partidos que lo sostienen, y de la sociedad civil organizada en torno a la Assemblea Nacional Catalana, radica, por el momento, en haber planteado un proyecto político muy potente (por más que algunos -o muchos-, tanto de dentro como de fuera de Cataluña, lo consideremos disparatado y contrahistórico) que no encuentra interlocutor porque el lenguaje que maneja y las ideas a las que apela son muy diferentes al lenguaje y a las ideas que se plantean desde el lado de quienes no comparten -no compartimos- ese proyecto.
Por mucho que nos asista la razón jurídica, si no somos capaces, tanto dentro como fuera de Cataluña, de ofrecer un proyecto político igual o más potente que el que defiende el independentismo, comprobaremos -me temo- cómo nos limitamos a recrearnos en la grandeza y valor de nuestros argumentos jurídicos, mientras avanzan quienes lideran políticamente ese proyecto secesionista.
Por eso, resulta ya imperioso plantear y liderar desde el llamado sector constitucionalista un gran debate sobre la reforma territorial de nuestro Estado, con el fin de mejorar su organización y funcionamiento. Encima de la mesa hay una propuesta seria, la del PSOE, que el Gobierno de España podría hacer suya. Si no lo hace y tampoco propone otra alternativa que no sea refugiarse tras la Constitución, será co-responsable del choque de trenes que se avecina. Se lo está diciendo, incluso, aunque con otras palabras, el propio Tribunal Constitucional. Es, pues, la hora de la Política y de los Políticos, ambos con mayúsculas. ¿Hay alguien ahí?
Pese a esa falta de novedades, la sentencia ha levantado, sin embargo, una gran expectación y, en términos generales, ha sido muy bien recibida; incluso, elogiada. ¿Por qué? Tal vez, porque devuelve la pelota, de manera muy elegante y cortés, eso sí, a quienes corresponde, para que jueguen con ella: los poderes públicos, y, más en concreto, el Gobierno y el Parlamento de España y el Govern y el Parlament de Catalunya.
Hace muy bien el Tribunal en situar las cosas en su sitio: el sitio de la política. Ahora bien, lo que no parece tan correcto es que haya tenido que hacerlo pronunciándose sobre una declaración política que, por más que se esfuerce el propio Tribunal en demostrar lo contrario, carece de naturaleza jurídica, simple y llanamente porque no tiene efecto jurídico alguno. Y así se ha encargado de ponerlo de manifiesto, ipso facto, el Govern catalán, que, ignorando "soberanamente" el pronunciamiento del Tribunal, asegura que va a seguir "su camino", sin que, de momento, pase nada, en términos jurídicos. No hay mejor prueba que esta de la naturaleza no jurídica de la declaración susodicha.
Así las cosas, ¿no hubiera sido preferible que el Tribunal Constitucional hubiese inadmitido el recurso mediante una providencia en la que se hubiera limitado a señalar que la declaración recurrida carece de efectos jurídicos y que, en todo caso, la cuestión que plantea, por más grave que sea, es, a fecha de hoy, puramente política? Al fin y al cabo, esto es lo que se deduce de la sentencia.
El Tribunal Constitucional debe de ser muy cuidadoso para no meterse en camisa de once varas. Y es que, aunque deba resolver muchas veces recursos con una alta graduación política, no debe de olvidar que es un tribunal de derecho, que solo debe admitir cuestiones de derecho y que solo sobre ellas debe pronunciarse, argumentando únicamente en derecho. Si actúa de este modo mitigará el riesgo de ser descalificado como órgano politizado. Me temo, sin embargo, que esta vez no lo ha hecho así. En cualquier caso, eso ya no tiene remedio, así que no merece la pena insistir más en ello. Lo que corresponde ahora es valorar el contenido de su sentencia.
En ella, la referencia a la soberanía es constante, y eso aun cuando este, el de soberanía, sea un viejo concepto cada vez más en desuso. El significado que tuvo hace siglos o, sin remontarnos tan lejos, unos cuantos años atrás, es muy diferente del que tiene hoy en día, desde la II Guerra Mundial, fundamentalmente. Si pensamos en España, algunos de los clásicos distintivos de la soberanía están, cuando menos, en entredicho, sobre todo, a partir de su integración, en los años ochenta de la pasada centuria, en el seno de una organización militar de defensa, la OTAN, y en otra de carácter económico y cada vez más político, hoy llamada Unión Europea. A la vista de estos hechos, y de otros muy graves ocurridos en los últimos años a raíz de la crisis económico-financiera, podríamos preguntarnos: ¿Es realmente soberano el pueblo español? ¿Y el portugués? ¿Y el griego? Puede que lo sean, pero, en ciertos momentos y situaciones, no parece que les sirva de mucho (si es que no quieren navegar a solas por los procelosos mares de la política internacional, con sus feroces sistemas financieros, entre otras dependencias).
La interconexión entre los Estados es hoy tan grande, la cesión de competencias antaño soberanas a instancias inter o supracionales, auténticas tomadoras de las decisiones, es tan relevante, que hablar de soberanía no es más que pretender resumir con un vocablo lo que requiere, en realidad, muchas más explicaciones. ¿Fue soberano el pueblo alemán en 1949 cuando se aprobó su Ley Fundamental, bajo la férrea tutela de las potencias de ocupación vencedoras en la guerra?
Esta relativización del concepto de soberanía no impide, sin embargo, que el mismo siga teniendo un significado profundo y unas consecuencias claras en determinados contextos. El del deseo de independencia de una parte del territorio de un Estado es claramente uno de ellos. Con todo, este es un problema político, que desborda los límites del Estado de Derecho, por más que este deba de ser defendido por quienes tienen obligación de hacerlo, garantizando así que la Democracia, en sentido auténtico, es decir, real, no puede ir a su aire, al margen, por tanto, de lo que la ley dispone, y, antes que nadie, la ley de leyes, la Constitución.
En efecto, no hay Democracia (real) sin Estado de Derecho, y, por supuesto, tampoco la hay si no se dan otras condiciones, entre las que ocupa un lugar muy protagónico la garantía y el respeto de los derechos fundamentales (lo que obliga a garantizar la diversidad propia de una sociedad plural, como lo son todas y, como, por tanto, lo es, de manera muy clara, la española, la catalana o cualquier otra que queramos acotar dentro del Estado español). A partir de esta premisa (la unidad conceptual del Estado democrático de derecho) tenemos que preguntarnos qué hacer cuando una parte del Estado (Cataluña, en este caso), de manera reiterada y persistente, con un fuerte apoyo político y social, manifiesta su intención de irse, de independizarse.
Pues bien, quienes creemos que el respeto al Estado de Derecho, y, por consiguiente, a la Democracia, no puede ignorar la seriedad de esa demanda secesionista, tenemos que buscar una salida que no pase, única y exclusivamente, por parapetarnos tras la ley, para rechazarla. Y si no hacemos esto por convicción, al menos, deberíamos hacerlo por persuasión. Tendríamos que estar persuadidos de que refugiarse en el Derecho, por más legítimo y obligado que sea, que lo es, resulta poco efectivo, desde un punto de vista estratégico, para frenar a quien, en realidad, lo que demanda es una superación del status quo jurídico, apoyándose en argumentos de legitimidad democrática.
Me temo que, por más falaz que pueda parecernos a muchos, ese es el dilema en el que nos encontramos en la actual encrucijada: el Derecho contra la Política. El gran logro del independentismo catalán, por el momento, radica en haber hecho creer a muchas personas que el Estado español arroja su gélido derecho contra la cálida política que ellos defienden, la política de los sentimientos, de las emociones de un (supuesto) pueblo que de manera mayoritaria ansía la libertad para constituirse en Estado.
Hemos de reconocer que el gran logro del Govern catalán, y de los partidos que lo sostienen, y de la sociedad civil organizada en torno a la Assemblea Nacional Catalana, radica, por el momento, en haber planteado un proyecto político muy potente (por más que algunos -o muchos-, tanto de dentro como de fuera de Cataluña, lo consideremos disparatado y contrahistórico) que no encuentra interlocutor porque el lenguaje que maneja y las ideas a las que apela son muy diferentes al lenguaje y a las ideas que se plantean desde el lado de quienes no comparten -no compartimos- ese proyecto.
Por mucho que nos asista la razón jurídica, si no somos capaces, tanto dentro como fuera de Cataluña, de ofrecer un proyecto político igual o más potente que el que defiende el independentismo, comprobaremos -me temo- cómo nos limitamos a recrearnos en la grandeza y valor de nuestros argumentos jurídicos, mientras avanzan quienes lideran políticamente ese proyecto secesionista.
Por eso, resulta ya imperioso plantear y liderar desde el llamado sector constitucionalista un gran debate sobre la reforma territorial de nuestro Estado, con el fin de mejorar su organización y funcionamiento. Encima de la mesa hay una propuesta seria, la del PSOE, que el Gobierno de España podría hacer suya. Si no lo hace y tampoco propone otra alternativa que no sea refugiarse tras la Constitución, será co-responsable del choque de trenes que se avecina. Se lo está diciendo, incluso, aunque con otras palabras, el propio Tribunal Constitucional. Es, pues, la hora de la Política y de los Políticos, ambos con mayúsculas. ¿Hay alguien ahí?