Se veía venir. El Barça es un gran equipo, pero no el mejor. Ni mucho menos. Perder ante el Atlético se iba convirtiendo en una probabilidad cada vez mayor a medida que se acercaba el partido. Ya lo dijo aquél: cuestión de feeling. La cosa pintaba mal y al final se cumplió. No hay nada peor que no poder: el no querer.
El Barcelona evidenció que, como la vida, todo tiene un final. Si el año pasado el 7-0 del Bayern parecía que sería el detonante de una renovación interna que nunca se produjo, la imagen del Calderón vuelve a abrir las heridas de un club infectado a nivel estructural. La institución necesita una tabula rasa que únicamente la convocatoria de elecciones presidenciales permitiría. Si Rosell empezaba a ser cuestionado, la actual junta no tiene ningún crédito democrático para seguir en el cargo, una vez el parapeto de los resultados del equipo ya ha sido abatido.
No hay peor ciego que el que no quiere ver, y el Barça sigue relamiendo la miel de una gloria pasada. La de una plantilla imponente que demostró una actitud ahora desconocida, un anhelo de triunfo incomparable y que convirtió un gran equipo en el mejor del mundo. Poco de aquello queda ya. Únicamente un talento tan efervescente como vacío, un conjunto desalmado diluido por el éxito que no ha sabido renacer para volver a triunfar.
Hace ya demasiado que el Barça sigue ganando por su genética descomunal que le distingue, pero a un ritmo aborrecido y adormilado, muy distinto del de aquella máquina azulgrana solidaria que arrasó con todo y con todos. Tenía que pasar. Es ley de vida.
El Atlético ganó por tener un hambre infinitamente mayor que el conjunto catalán, arrastrado por la incompetencia táctica de Martino y por la pasividad de un Messi (des)conocido una vez más. Saberse superior no sirve, y menos en Europa. El Barcelona pecó de arrogante y vanidoso al no querer entrar al juego atlético, tenaz, fatigoso y fraternal; como si tener que ensuciarse las botas no fuera digno de los mejores artistas del balón. "Merecimos el empate", dijo Xavi, capitán, tirando la autocrítica por el retrete.
Pocas cosas positivas podrá sacar el Barcelona tras su eliminación europea más allá de constatar que no hay victoria sin sacrificio, ni sacrificio sin motivación. Al menos, esta vez, el fútbol ha sido justo con quien ha perseverado y enseña al mundo que los valores no son solo palabras, sino hechos. El talento es una posibilidad. La entrega una necesidad.
El Barcelona evidenció que, como la vida, todo tiene un final. Si el año pasado el 7-0 del Bayern parecía que sería el detonante de una renovación interna que nunca se produjo, la imagen del Calderón vuelve a abrir las heridas de un club infectado a nivel estructural. La institución necesita una tabula rasa que únicamente la convocatoria de elecciones presidenciales permitiría. Si Rosell empezaba a ser cuestionado, la actual junta no tiene ningún crédito democrático para seguir en el cargo, una vez el parapeto de los resultados del equipo ya ha sido abatido.
No hay peor ciego que el que no quiere ver, y el Barça sigue relamiendo la miel de una gloria pasada. La de una plantilla imponente que demostró una actitud ahora desconocida, un anhelo de triunfo incomparable y que convirtió un gran equipo en el mejor del mundo. Poco de aquello queda ya. Únicamente un talento tan efervescente como vacío, un conjunto desalmado diluido por el éxito que no ha sabido renacer para volver a triunfar.
Hace ya demasiado que el Barça sigue ganando por su genética descomunal que le distingue, pero a un ritmo aborrecido y adormilado, muy distinto del de aquella máquina azulgrana solidaria que arrasó con todo y con todos. Tenía que pasar. Es ley de vida.
El Atlético ganó por tener un hambre infinitamente mayor que el conjunto catalán, arrastrado por la incompetencia táctica de Martino y por la pasividad de un Messi (des)conocido una vez más. Saberse superior no sirve, y menos en Europa. El Barcelona pecó de arrogante y vanidoso al no querer entrar al juego atlético, tenaz, fatigoso y fraternal; como si tener que ensuciarse las botas no fuera digno de los mejores artistas del balón. "Merecimos el empate", dijo Xavi, capitán, tirando la autocrítica por el retrete.
Pocas cosas positivas podrá sacar el Barcelona tras su eliminación europea más allá de constatar que no hay victoria sin sacrificio, ni sacrificio sin motivación. Al menos, esta vez, el fútbol ha sido justo con quien ha perseverado y enseña al mundo que los valores no son solo palabras, sino hechos. El talento es una posibilidad. La entrega una necesidad.