A principios del año 2009, después de los brotes de la epidemia conocida como gripe A, el Gobierno español decidió impulsar una campaña global de vacunación para toda la población. Se compraron un total de 13 millones de vacunas por un importe aproximado de 98 millones de euros. Un año después se dieron a conocer los resultados de la operación; se utilizaron 3 millones de vacunas, 4 millones fueron donadas a países latinoamericanos y 6 millones fueron destruidas. Ese año, las muertes por gripe A en España fueron de 373; en el año 2013 las muertes por gripe común fueron más de 500.
Medicamentos y negocio son dos palabras que, unidas, caminan hacia el abismo de la doble moral. Por un lado nos encontramos con el deber de poner la ciencia al servicio de la salud; por otro lado, es un negocio que es la tercera industria más importante del mundo. Big Pharma, asociación que reúne a las empresas más importantes del sector, es la encargada de negociar con la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización Mundial del Comercio (OMC) los límites de una industria creada para ayudar a las personas y orientada a generar beneficios económicos desorbitados.
El negocio de la industria farmacéutica se genera gracias a la exclusividad: una empresa invierte tiempo y recursos económicos en la investigación de fármacos que erradiquen enfermedades y, a cambio, reciben una patente que les otorga la exclusividad por 20 años.
Es lógico pensar que, si una empresa investiga e invierte sus recursos en nuevos fármacos, tenga como recompensa el poder utilizarlos en exclusividad por un cierto periodo de tiempo. ¿Pero quién controla los precios de ese medicamento? Ese es el problema.
La patente otorgada al fabricante es regulada por el acuerdo TRIP (acuerdo sobre los aspectos de los derechos de propiedad intelectual relacionados con el comercio) el cual, no solo concede la exclusividad, sino también la potestad a la empresa de marcar el precio en el mercado.
Los enfermos pasan a ser consumidores y las empresas farmacéuticas regulan su política de precios según sus objetivos económicos y pocas veces según las necesidades de la población. Ese es el principal problema de las enfermedades en los países del tercer mundo: existen los pacientes pero no los consumidores con suficiente capacidad económica.
Una vez termina el tiempo de exclusividad, entran en escena los fármacos genéricos: tienen la misma fórmula, la misma composición y los mismos principios, pero no el mismo nombre ni tampoco el mismo presupuesto de marketing. Eso no les resta efectividad pero si competitividad en una sociedad en la que solo sobreviven las marcas.
Jack Andraka, un joven de 16 años, ha ideado un sistema de detección del cáncer de páncreas que podría revolucionar el mercado: es 168 veces más rápido y 26.000 veces más barato que los actuales métodos. Muchos se preguntaran cómo puede ser que un niño de 16 años haya podido idear tal avance médico. No fue por dinero, tampoco por la fama: perdió a un ser querido y eso le dio la motivación necesaria.
Medicamentos y negocio son dos palabras que, unidas, caminan hacia el abismo de la doble moral. Por un lado nos encontramos con el deber de poner la ciencia al servicio de la salud; por otro lado, es un negocio que es la tercera industria más importante del mundo. Big Pharma, asociación que reúne a las empresas más importantes del sector, es la encargada de negociar con la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización Mundial del Comercio (OMC) los límites de una industria creada para ayudar a las personas y orientada a generar beneficios económicos desorbitados.
El negocio de la industria farmacéutica se genera gracias a la exclusividad: una empresa invierte tiempo y recursos económicos en la investigación de fármacos que erradiquen enfermedades y, a cambio, reciben una patente que les otorga la exclusividad por 20 años.
Es lógico pensar que, si una empresa investiga e invierte sus recursos en nuevos fármacos, tenga como recompensa el poder utilizarlos en exclusividad por un cierto periodo de tiempo. ¿Pero quién controla los precios de ese medicamento? Ese es el problema.
La patente otorgada al fabricante es regulada por el acuerdo TRIP (acuerdo sobre los aspectos de los derechos de propiedad intelectual relacionados con el comercio) el cual, no solo concede la exclusividad, sino también la potestad a la empresa de marcar el precio en el mercado.
Los enfermos pasan a ser consumidores y las empresas farmacéuticas regulan su política de precios según sus objetivos económicos y pocas veces según las necesidades de la población. Ese es el principal problema de las enfermedades en los países del tercer mundo: existen los pacientes pero no los consumidores con suficiente capacidad económica.
Una vez termina el tiempo de exclusividad, entran en escena los fármacos genéricos: tienen la misma fórmula, la misma composición y los mismos principios, pero no el mismo nombre ni tampoco el mismo presupuesto de marketing. Eso no les resta efectividad pero si competitividad en una sociedad en la que solo sobreviven las marcas.
Jack Andraka, un joven de 16 años, ha ideado un sistema de detección del cáncer de páncreas que podría revolucionar el mercado: es 168 veces más rápido y 26.000 veces más barato que los actuales métodos. Muchos se preguntaran cómo puede ser que un niño de 16 años haya podido idear tal avance médico. No fue por dinero, tampoco por la fama: perdió a un ser querido y eso le dio la motivación necesaria.