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El día que Chaplin venció a Disney Channel

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Supongo que, a grandes rasgos, soy un padre del montón.

En los momentos de exaltación paternal, mi pareja y yo cumplimos a rajatabla el manual: creemos que no pueden existir en todo el mundo niñas de cinco y diez años más guapas, simpáticas y listas que las nuestras. Sin embargo, cuando nos ataca la lucidez, llegamos a la conclusión de que sí, son maravillosas, pero tienen múltiples defectos.

Por supuesto me responsabilizo de gran parte de las carencias que sufren. La mayoría de las veces, como padre, sé que no lo estoy haciendo todo lo bien que podría, que no les dedico el suficiente tiempo, que muchísimas veces intento eludir mis responsabilidades. Por ejemplo, no les limito en absoluto el uso de consolas, tabletas o televisión. Algunas noches, haciendo balance del día, me doy cuenta de que han estado horas y horas con la Nintendo. Al día siguiente puede ocurrir lo mismo.

Se lo permito pese a saber que no es lo mejor.

Mis hijas son normales. Leen, razonan, hacen sus deberes... Y como buenas niñas, son imprevisibles. Una noche, agotado de que vieran series estadounidenses protagonizadas por chicas y chicos estupendos -quienes, ¡oh casualidad!, siempre viven en lujosos apartamentos en Manhattan, conducen Porsches y tienen padres que, para su suerte, nunca están en casa- tuve una iniciativa que fue todo un éxito.

Corté la serie que estaban viendo y les puse la película El Chico, de Charles Chaplin. Recuerdo ahora esa noche al escuchar en la radio que se cumple el 125 aniversario del nacimiento del actor, sin duda uno de los mayores genios que ha dado la Historia del cine.

Reconozco que cuando empezó la película estaba convencido de que mi iniciativa iba a naufragar en el mar de los fracasos. La película -en blanco y negro, muda, protagonizada por un señor de bigote y bombín- no reunía los argumentos que, visto lo visto, más interesan a los niños de hoy en día.

Y, sin embargo, triunfé. Pocas veces he visto reír tanto a mis hijas como aquella noche. Me pidieron repetir hasta cinco veces la escena en la que el chico huye de la policía a toda velocidad.

Y con lágrimas en los ojos, dejaron de mirar cuando al mismo chico le separan a la fuerza de su padre-vagabundo. Durante los 52 minutos que dura la película les expliqué todo aquello que no entendían, me adelanté a algunas escenas para aumentar el interés ("¡Ya veréis lo que va a ocurrir ahora, atentas!") y sobreactué riéndome a mandíbula batiente ante determinadas escenas pese a sabérmelas de memoria.

Cinco días después habían visto El chico otras tantas veces.

Semanas más tarde hice exactamente lo mismo con otra película de Chaplin: Tiempos modernos. En varios momentos tuve que parar la reproducción porque mi hija mayor, de diez años, estaba literalmente llorando de la risa -con la célebre escena de las tuercas- o gritando de la tensión (al final de la película, cuando Chaplin casi se despeña montando en patines). Mi hija de 5 años rió, gritó y disfrutó como lo que es: una enana.

Por ahora han visto El Chico, Tiempos modernos y La quimera del oro -bueno, con la última tuvieron momentos de bajón-. No es una revolución, lo sé. Pero sí una pequeña victoria. Al menos para mí. No han dejado de ver, ni dejarán de ver, series de Disney Channel que detesto, como Jessie, Mi perro tiene un blog o Shake It up. Pero saben quién es Charlot. Han visto gran cine y se han preocupado por saber cómo es posible que un trabajador tenga que estar ocho horas al día ajustando tuercas en una fábrica.

He constatado, en fin, que con un poco de esfuerzo a cualquier niño se le puede estimular, se le puede exigir un poco más de lo habitual. Y responde de forma positiva.

Para conseguirlo sólo se necesita voluntad. Y el genio de Charles Chaplin.




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