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Damas provincianas

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Este artículo también está disponible en catalán.


Once meses de diario. De un dietario que se fue publicando en 1947 en el semanario Time and Tide. Se trata del Diario de una dama de provincias, de E. M. Delafield.

Once horas u once días (o lo que se tarde en leerlo) de carcajadas cordiales e ininterrumpidas. Doscientas páginas del mejor y más universal humor británico desgranando las vicisitudes de una dama que vive en el campo. Se repasan las miserias y las glorias de la maternidad; las relaciones con el marido observadas y descritas con la precisión de una entomóloga; las cuitas por el peinado y el vestir, matizadas por los problemas económicos de la señora; las relaciones apasionadas con el vecindario, rebosantes de compromisos absurdos; las reuniones parroquiales; las diplomáticas y complicadas relaciones con el servicio, incluida una chocante institutriz francesa (las que mantiene con la cocinera la hermanan sin ninguna duda con Virginia Woolf); las relaciones con la gata Hellen Wills y la subsiguiente prole, dada la sistemática fertilidad, siempre embarazosa, del animal; la crítica amable a las actividades que ella misma lleva a cabo en una institución femenina, así como a sus disparatados miembros; o, ¿por qué no?, la descripción y consecuencias del maldito clima inglés. Esta, aparentemente ligera, narración está punteada de un considerable número de nota bene, "recordatorios" y "dudas" que tienen la virtud de poner el dedo en las llagas más variadas justamente cuando se te insinuaba en la cara la sonrisa más boba.

En definitiva, una delicia de libro que se agradece especialmente en este tiempo de tribulación y miseria y que se hermana íntimamente con el espléndido humor, nunca superficial (al contrario, siempre cargado de intención y de actitud), y con el talento de tantas y tantas autoras a quien Delafield rinde inteligente y constante homenaje a lo largo del libro.

Leerlo y recordarlas debería sonrojar a una antología que en 2009 editó una exquisita editorial de Barcelona (diré el pecado pero no el pecador) para conmemorar los cincuenta años de su fundación. Se titulaba El mejor humor inglés. El elenco lo componían once escritores; ni una autora (observemos que su título no era El mejor humor inglés masculino). Sorprendía la absoluta estrechez de miras, la renuncia a una parte tan grande de la literatura, tanto si la culpa era atribuible a la selección de la obra editada como si era debida al hecho de que una editorial prestigiosa hubiera podido menospreciar y obviar en su catálogo, durante cincuenta años, la obra de tanta espléndida británica repleta de humor. La cosa no se detenía aquí. Uno de los fragmentos seleccionados era de Ian McEwan. Por lo que recuerdo (no he tenido ni estómago ni ganas de volver a leer), narra la asquerosa y abyecta violación infligida por un adolescente a su hermana pequeña a la cual está cuidando. Para justificarla el autor hace que, durante la violación, la hermana se duerma un rato (!!!). Un fragmento putrefacto y lamentable que, además de servir de botón de muestra de la versión ilustrada de la violencia estructural contra las mujeres (para más INRI, disfrazada de humor), pone de manifiesto también los criterios y el mal gusto de la editorial.

Si dejamos de lado una maestra como Jane Austen (no todas las editoriales pueden permitirse el lujo de publicarla), vemos que ninguno de los libros (en el que la ironía es un bajo continuo) de Nancy Mitford, Barbara Pym o Dorothy L. Sayers, por citar sólo tres, no les llamó la atención.

De momento, de la gran Rose Macaulay sólo se ha traducido Las Torres de Trebisonda. Si la leen se darán cuenta de hasta qué punto el sentido del humor puede ser profundo y trascendente, triste y alegre, corrosivo y amable.

Y, si vamos un poco más allá de la pura ironía y entramos ya de lleno en libros de literatura humorística, extraña que se despreciara la maravilla que es, por ejemplo, La hija de Robert Poste de una autora como Stella Gibbons. Pienso también en la versátil Muriel Spark: puedes partirte de risa con Muy lejos de Kensington o meditar con el humor mucho más político e intelectual de La abadesa de Crewe; breve relato que es, entre otras muchas cosas, una sarcástica parodia del caso Watergate. Termino volviendo a Delafield para mostrar un pequeño fragmento francamente hilarante, puro humor inglés, de su diario:

Acompaño a lady B. hasta la puerta. Me dice que la cómoda de roble quedaría mejor al otro lado del vestíbulo y que es una equivocación poner caoba y nogal en la misma habitación. Me desahogo agitando una banderita roja de Vicky que encuentro en el perchero y exclamando "À la lanterne!" (expresión que durante la Revolución francesa equivalía a enviar a alguien a la guillotina) cuando el chófer arranca. Por desgracia, Ethel elige este momento preciso para cruzar el vestíbulo. No dice nada, pero se la ve perpleja.


Ellos se lo pierden.

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