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Gabo, con g de grande

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No queda duda: Gabriel García Márquez es el colombiano más grande de la historia de Colombia. En este país todos tuvimos, hemos tenido y vamos a tener algo que ver con Gabo. Desde los muchachos de colegio que analizan y desmenuzan sus obras como tarea, hasta los adultos que lo leen con fruición, todos sentimos que en realidad tenemos un vínculo con nuestro único Nobel, recién fallecido en México.

De uno u otro modo, directa o indirectamente, desde niños nuestras vidas se han cruzado con ese talentoso escritor, salido de la más honda entraña de Colombia; nacido -como tantos- en un pueblo minúsculo y miserable, pero que él inmortalizó con la magia de su prosa.

Y fuera de nuestras fronteras, en países como Francia, España o México, donde vivió, o en aquellos lugares que nunca pisó, García Márquez tocó el alma de millones de personas, como ningún otro colombiano lo ha logrado hacer.

Por razones de trabajo, tuve el privilegio de conocer a Gabo y de compartir con él extensas jornadas de trabajo, cuando quisimos hacer, bajo su tutela y con su complicidad El Ideal, un periódico local, editado en Cartagena de Indias, que circularía un solo día y que pretendíamos imprimir simultáneamente en América, Europa y Asia.

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Una foto de Gabo, en un descanso de las reuniones del proyecto 'El Ideal'. San Miguel de Allende, México, 1998.



Se trataba de hacer el mejor periódico del mundo y en la reunión inicial, en la sede de la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, a comienzos de 1998, nuestro primer ejercicio fue hacer una reflexión sobre cómo se imaginaba cada uno de los asistentes el periódico ideal. Fue en esa primera discusión donde Gabo dejó sentada su postura acerca de la extensión de los artículos.

Decía que la prensa había abandonado las crónicas extensas y los largos reportajes. Que todo se hacía en artículos cortos, para llenar los espacios previamente asignados por los jefes, práctica a la que él se oponía férreamente.

- Una crónica, una noticia, tiene que tener la extensión que merece, no la que determine el editor. Habrá unas crónicas que necesitan tres páginas; habrá otras que no merezcan más de tres párrafos -nos decía, plenamente convencido.

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Gabo con su hijo Gonzalo, en un receso de las reuniones que hicimos para 'El Ideal', en 1998.


En aquellas reuniones las jornadas de trabajo eran extensas, pero los ratos de esparcimiento también eran generosos. Después del mediodía solíamos salir a comer a algún restaurante de Cartagena, en caminatas que a veces parecían procesiones, pues todos querían saludarlo, pedirle un favor o darle un abrazo a 'Gabito', como cariñosamente lo llamaban.

De más está decir que fueron encuentros muy productivos, donde se dialogaba, se discutía y se aprendía. Había un grupo fijo de asistentes, entre los que estábamos los encargados del diseño y la parte visual del periódico, al que en cada reunión se sumaban otros periodistas provenientes de los más diversos medios, de ambos lados del Atlántico. A lo largo de varios meses departimos con colegas de Francia, Brasil, España, Estados Unidos, México, Argentina y Canadá, entre otros países, todos unidos en torno a Gabo y su proyecto.

En más de una ocasión, al verlo apenas a unos centímetros de distancia, me era inevitable pensar que, aunque estábamos en el mismo ambiente, en sesiones lejanas de cualquier formalidad, todos parecíamos iguales pero no lo éramos. Estábamos junto a una leyenda viva de la literatura universal. Por momentos no me la creía. "¿Yo, aquí?", me decía, al tiempo que deseaba que el tiempo se detuviera.

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Gabo y el diseñador Roger Black, en México, en 1998, cuando queríamos hacer 'El Ideal', el mejor periódico del mundo.


Lastimosamente, aquel proceso quedó inconcluso, a finales de ese año, porque a Gabo se le atravesó el proyecto de la versión colombiana de la revista Cambio, la cual compró, en sociedad con otros colegas, y a la cual le quiso dedicar todo su empeño y buena parte de sus recursos. Y aunque El Ideal nunca vio la luz, fueron muchas las lecciones aprendidas, no sólo por la variedad de los participantes, sino por la oportunidad de oír hablar a Gabo del oficio del periodista; sin adornos ni protocolo, distendido. Una experiencia que cualquier reportero del planeta envidiaría.

Yo ya había visto ese reflejo informal de la personalidad del escritor, cuando portagonizó una anécdota que lo retrataba de cuerpo entero y de la cual fui testigo presencial. Una mañana, en 1995, me lo encontré en el restaurante del Cartagena Hilton, donde él tenía una cita con alguien más. Al verme se acercó y me preguntó si se podía sentar a mi mesa, mientras esperaba a esa persona -que por cierto nunca llegó-, a lo cual, naturalmente, accedí. Al finalizar el desayuno, levanté la mano para pedirle la cuenta al camarero y cuál no sería mi sorpresa cuando Gabo me pidió bajar la mano, mientras me decía, con una sonrisa traviesa:

-Déjame, yo pido la cuenta, que a mí no me cobran.

Así era Gabo, así era ese genio, que hablaba no con la informalidad típica del caribeño, sino con la sencillez de quien no tenía que adoptar pose de intelectual ni acudir a palabras rebuscadas, para intimidar o impresionar a los demás mortales.

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Gabo, Vladdo y Gonzalo García Barcha, en México. 1998.



Siempre he creído que aunque uno se sienta muy preparado para la muerte de alguien, nunca va a estar listo, y pese a que se especulaba mucho sobre la delicada salud de Gabo, la noticia de su muerte nos cayó a todos como un mazazo en el pecho.

Tanto en Colombia como en el exterior el fallecimiento de Gabriel García Márquez ha suscitado una cascada de reacciones; unas de pesar, otras de admiración, otras más de resignación y no pocas de esperanza.

Muchos -desde el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, hasta los comandantes de la guerrilla de las FARC, pasando por el mandatario colombiano, Juan Manuel Santos, el también Nobel de literatura, Mario Vargas Llosa, así como dirigentes políticos, deportistas, periodistas y simples lectores de todos los rincones del planeta- han hecho sentir sus voces, han expresado su tristeza, han aplaudido su obra o han alabado su talento. Y todos, sin excepción, exaltan su grandeza.

Y pese a que en 1982 Gabo obtuvo relativamente joven el galardón universal más importante de las letras y a que gozó de numerosos homenajes en vida, en casos como el suyo la muerte termina cumpliendo ese papel de notario, que certifica la importancia de alguien a quien veíamos, escuchábamos y podíamos saludar como a cualquier vecino, pero cuya gloria apenas ahora empezamos a dimensionar.

Con la partida de Gabo los colombianos perdimos al compatriota más importante que ha nacido en este país, pero no porque haya muerto, sino porque desde el jueves su vida y su legado le pertenecen a toda la humanidad.

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