Quizá a algunos lectores les suene el llamado "giro lingüístico" que se produjo en el ámbito del pensamiento filosófico -y del pensamiento tout court- en el siglo XX. Su idea nuclear, formulada por Wittgenstein, consiste en que para resolver los problemas de la realidad no hay más opción que acudir al lenguaje. De ahí deducía aquello de que "los límites del lenguaje son los límites del mundo" (conclusión que no le hacía desafecto al misticismo, sino más bien al contrario). Tras Wittgenstein, la constante lingüística ha sido un factor reflexivo de primer orden en gran parte de las ciencias humanas, así como en la teoría del arte. Hasta hace bien poco la semiología y el estructuralismo (derivado de la teoría de Saussure) impregnaban la mayoría de los análisis políticos, sociológicos y estéticos. Es más: lo que conocemos por postmodernismo no es sino la propagación frívola del traumático divorcio entre significante y significado que estudiaron los filólogos y que alcanza planos tan heterogéneos como la moda o la gastronomía. En cualquier caso, lo que más sorprende es que, salvo excepciones, el lenguaje no se hubiese revelado antes como clave explicativa del mundo, toda vez que su ejercicio ("doblemente articulado") expresa con nitidez esa línea de demarcación que nos separa de los animales. Ciertamente, no es que no se pueda hablar sin lenguaje, es que tampoco se puede pensar ni quizá, tampoco sentir ni vivir, en sentido pleno, sin él.
Llegados a este punto, confieso mi debilidad personal por la dimensión lingüística en su condición de herramienta que -además de servir para comunicarnos- dota de narrativa a nuestras vivencias y de significación a las experiencias sensoriales. Desposeídos de palabras seguiríamos sin duda viviendo y sintiendo pero, si no menos, sí me atrevería a decir que peor. En realidad, desconoceríamos el mundo -desde un punto de vista científico, pero también artístico- no porque el lenguaje cree la realidad, sino porque no hay mejor vía para aproximarse a la misma que recrearla por medio de las palabras. En efecto, nombrar las cosas nos acerca a ellas y logra que adquieran vida, redondea su esencia y les proporciona verdadera carta de naturaleza porque, como afirma George Steiner: "lo que no se nombra, no existe".
De este modo, el lenguaje construye la realidad y contribuye a transformarla. Por eso, su buen uso -eso que coloquialmente llamamos "hablar con propiedad"- resulta tan importante. Sin el favor de un lenguaje pulcro y correcto es imposible cimentar una convivencia razonable y, menos aún, expresar la hondura o la sutileza de un sentimiento. Huérfanos de palabras y privados de precisión estaríamos incapacitados para compartir emociones y, en consecuencia, nos sería inviable generar relatos, crónicas o historia. Es decir, estructuras de sentido en las que cristalizan esas comunidades afectivas que nos ayudan a comprender el mundo. Ahora bien, cuando nos referimos al español, no hay que perder de vista que estamos hablando de una comunidad de más de 500 millones de personas: una suma inmensa, forzosamente dispar, pero subterráneamente cohesionada y en cuya pluralidad se haya justamente su mejor baza. Y ello en tanto el español es una lengua abierta a la diversidad, y la diversidad una fuente de innovación y de crecimiento personal y económica.
Pasados los tiempos del exceso semiótico y deconstruccionista, cuando Derrida llegó incluso a afirmar que no hay nada "fuera del texto", perviven dentro de la lingüística disciplinas purgadas de artificios que se atienen al significado exacto de las cosas: las que se ocupan del léxico. Fruto de una nueva flexión intelectual sobre la propia invención humana que encarna el lenguaje, son muestra definitiva de nuestro grado de sofisticación. Pocos productos cabe imaginar tan íntegramente humanistas como los diccionarios, en todas sus variantes (de la lengua, de la gramática, de dudas, etc.). De ahí la importancia crucial de los que estudian las palabras en general y de la Escuela de Lexicografía Hispánica de la RAE en particular. Con ellos compartimos una misma ambición: potenciar la inagotable riqueza cultural de Iberoamérica, modelada principalmente por el español.
Llegados a este punto, confieso mi debilidad personal por la dimensión lingüística en su condición de herramienta que -además de servir para comunicarnos- dota de narrativa a nuestras vivencias y de significación a las experiencias sensoriales. Desposeídos de palabras seguiríamos sin duda viviendo y sintiendo pero, si no menos, sí me atrevería a decir que peor. En realidad, desconoceríamos el mundo -desde un punto de vista científico, pero también artístico- no porque el lenguaje cree la realidad, sino porque no hay mejor vía para aproximarse a la misma que recrearla por medio de las palabras. En efecto, nombrar las cosas nos acerca a ellas y logra que adquieran vida, redondea su esencia y les proporciona verdadera carta de naturaleza porque, como afirma George Steiner: "lo que no se nombra, no existe".
De este modo, el lenguaje construye la realidad y contribuye a transformarla. Por eso, su buen uso -eso que coloquialmente llamamos "hablar con propiedad"- resulta tan importante. Sin el favor de un lenguaje pulcro y correcto es imposible cimentar una convivencia razonable y, menos aún, expresar la hondura o la sutileza de un sentimiento. Huérfanos de palabras y privados de precisión estaríamos incapacitados para compartir emociones y, en consecuencia, nos sería inviable generar relatos, crónicas o historia. Es decir, estructuras de sentido en las que cristalizan esas comunidades afectivas que nos ayudan a comprender el mundo. Ahora bien, cuando nos referimos al español, no hay que perder de vista que estamos hablando de una comunidad de más de 500 millones de personas: una suma inmensa, forzosamente dispar, pero subterráneamente cohesionada y en cuya pluralidad se haya justamente su mejor baza. Y ello en tanto el español es una lengua abierta a la diversidad, y la diversidad una fuente de innovación y de crecimiento personal y económica.
Pasados los tiempos del exceso semiótico y deconstruccionista, cuando Derrida llegó incluso a afirmar que no hay nada "fuera del texto", perviven dentro de la lingüística disciplinas purgadas de artificios que se atienen al significado exacto de las cosas: las que se ocupan del léxico. Fruto de una nueva flexión intelectual sobre la propia invención humana que encarna el lenguaje, son muestra definitiva de nuestro grado de sofisticación. Pocos productos cabe imaginar tan íntegramente humanistas como los diccionarios, en todas sus variantes (de la lengua, de la gramática, de dudas, etc.). De ahí la importancia crucial de los que estudian las palabras en general y de la Escuela de Lexicografía Hispánica de la RAE en particular. Con ellos compartimos una misma ambición: potenciar la inagotable riqueza cultural de Iberoamérica, modelada principalmente por el español.