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El vértigo de la velocidad

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Aunque se trate de un asunto manido, el impacto social de internet sigue estando de máxima actualidad. Una de las razones estriba en que aún nos encontramos en pleno proceso de transformación, sumidos en un ciclo de innovación que empezó a finales de los noventa y todavía permanece abierto. Además, dadas las incesantes novedades tecnológicas y aplicativas que se nos presentan año tras año, tendemos a ver lo que es nuevo como viejo y apenas percibimos los importantes cambios que incorporamos a nuestra vida diaria. Olvidamos que no hace tanto, a principios de los noventa, no enviábamos e-mails y google no existía; Twitter por su parte tiene poco más de un lustro de vida y no para de crecer: en 2013 acumula más de 350.000 tuits por minuto, frente a los 100.000 del año pasado.

Estos ritmos indican que, además de los cambios en sí, hay que ponderar la velocidad con la que irrumpen en la sociedad. Así, mientras que el teléfono tardó 35 años en llegar al 25% de la población mundial y la televisión 26, a internet le han bastado 7 años y sólo 4 a los smartphones y tablets (cuyo uso en España se sitúa en primera posición europea). Los motivos económicos nos ofrecen pistas para entender el fenómeno y es que gracias a la emergencia de las tecnologías del conocimiento los costes de transacción e intermediación se reducen drásticamente. A su vez, el incremento del flujo informativo provoca que la competitividad aumente. Por último, debe tenerse en cuenta el radical abaratamiento de los costes de fabricación de un ordenador respecto a hace 30 años; si la misma tendencia se hubiese producido en la industria automovilística, hoy podríamos comprarnos coches a 4 euros. Ahora bien, de forma similar a cómo sucedió con la llegada de la imprenta o, más recientemente, con la de la radio y la televisión, no faltan profetas que nos advierten de las calamidades a las que nos aboca esta situación.

Recurriendo a la célebre distinción de Umberto Eco estaríamos ante un conflicto entre apocalípticos e integrados, una enésima reedición de la Querelle del siglo XVII entre los antiguos y los modernos. Por supuesto, la reacción de miedo ante toda novedad no encarna solo un temple conservador sino que está inscrita en nuestras raíces biológicas y es natural que necesitemos un tiempo mínimo de adaptación ante lo impensado poco antes. Pero para el caso de internet los profetas apocalípticos ya no invocan épocas pretéritas, a riesgo de ser tachados de luditas. Es cierto que a menudo su problema es que critican sin conocimiento de causa, puesto que ni siquiera saben lo que es un iPad, tal y como reconoció honestamente Juan Goytisolo. Sin embargo, los escépticos más lúcidos acuden a estudios neuro-científicos para esgrimir, como Nicholas Carr, que internet "nos vuelve estúpidos", aparte de aislarnos, convertirnos en ansiosos o alejarnos de la lectura. La falta de resultados concluyentes y la necesidad de que pasen aún unos años para que las investigaciones cobren robustez científica, incitan a pensar que Carr acaso se haya entregado a una nostalgia elliotiana: "¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información?"

He aquí, en el dilema información/conocimiento, el nudo de la cuestión: internet ofrece tal sobreabundancia de datos y con tanta facilidad que, a falta de filtros de clasificación y jerarquía, dejan al consumidor medio de información incapacitado para el análisis y, por ende, a un paso de su abandono a la pereza, enfermo de infoxicación. No obstante, el mal no está en la herramienta, sino -como con tantas otras cosas- en el uso. Tanto es así que el buen uso quizá nos pueda hacer en realidad más inteligentes y sabios. No por ser un cliché es menos cierto que, gracias a internet, tenemos el mundo a un clic, ni que jamás en la historia de la humanidad ésta pudo ser acceder a una biblioteca universal, en apariencia caótica, pero al cabo real, cumpliendo el sueño borgiano de La Biblioteca de Babel.

Es más, pese a la proliferación de imágenes, internet no ha erosionado en absoluto el peso de la cultura escrita, incrementando en cambio la práctica del género epistolar y poniendo de relieve -al igual que las redes sociales- la importancia trascendental de la educación y la alfabetización, dimensiones por cierto con las que interactúa y se realimenta: necesitamos educación para usar internet, pero internet también nos educa y nos sirve, en fin, como un multiplicador de nuestros recursos y aptitudes. Es de hecho una plataforma sin parangón para hacernos valer, vender nuestros proyectos y ensanchar nuestras oportunidades. Frente a tanto apocalíptico, la integración tecnológica no es ni siquiera una alternativa, sino un destino ineludible y positivo; un instrumento de consolidación de nuestra autonomía individual o, vale decir, de nuestra propia ciudadanía.

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