Acabo de leer El Imperio, el muy recomendable libro que Ryszard Kapuściński escribió sobre el desmoronamiento de la Unión Soviética y en el que el reportero polaco describió igualmente la independencia de Ucrania. El libro se publicó en 1993, en base a las experiencias como viajero de Kapuściński durante los tres años anteriores por la hoy difunta URSS.
El libro concluye con un análisis muy perspicaz, casi profético en lo que respecta a Rusia, ya que tras el desengaño que supone para los rusos la caída de su imperio adelanta Kapuściński que "se ha creado un clima favorable al fortalecimiento de los métodos autoritarios de ejercer el poder, un clima favorable a cualquier forma de dictadura". Con respecto al futuro de Ucrania, con la que Kapuściński simpatiza, el polaco veía oportunidades inmensas en un país "de más de cincuenta millones de habitantes, fuerte, enérgico y ambicioso", precisando eso sí, que sería necesario que las relaciones de Ucrania con el mundo y con Rusia fueran satisfactorias. Kapuściński se entrevistó con un líder independentista ucranio, que le dijo que querían construir un nuevo estado, "ilustrado, bueno, democrático y humanista", algo desconocido en esas tierras y una visión con la que Kapuściński comulgaba plenamente. La viuda de Sájarov, más escéptica, temía el "espíritu de dominio y expansión" que los rusos llevan en sus entrañas.
Desgraciadamente Kapuściński llevaba mucha razón con respecto a Rusia y la viuda de Sájarov con respecto a Ucrania, que cabe recordar que en 1990 tenía un PIB superior a Polonia y que hoy en cambio es más de tres veces más pobre que la patria de Kapuściński, siendo el segundo país más pobre de Europa por delante solamente de Moldavia.
Kapuściński realizó igualmente un accidentado viaje a otra de las fronteras del Imperio, el enclave armenio de Nagorno Karabaj en Azerbaiyán, hoy un estado de facto independiente por cuyo control Armenia y Azerbaiyán libraron una sangrienta guerra que empezó incluso antes de que se retiraran de ahí los rusos. El conflicto lleva a Kapuściński a reflexionar sobre las tres pestes que amenazaban según él, a la ex URSS y al mundo: el nacionalismo, el racismo y el fundamentalismo religioso.
Kapuściński constató que la independencia de Ucrania, que posteriormente conduciría a la desintegración de la URSS, se realizó sin derramamiento de sangre, ya que la transición del viejo al nuevo régimen siguió cauces políticos. Y va más allá, afirmando que en el mundo moderno la lucha de clases sigue una lógica política y solamente comporta violencia en casos extraordinarios. En cambio en el Cáucaso Sur el nacionalismo, el racismo y el fundamentalismo ganaron la partida y se desató la violencia.
En este sentido cabe celebrar que los debates identitarios en nuestro país, de los que en mi opinión no cabe esperar nada bueno, se libren en la arena política y no con pistolas. Sin que nos demos necesariamente cuenta, la democracia ha surtido efecto y hoy afortunadamente nos parecemos más a Bélgica o a Canadá que a la ex URSS.
Más de veinte años después de que Kapuściński escribiera El Imperio parece pese a todo que el nacionalismo va a tomarse su revancha en Ucrania, de la que Kapuściński ya constatara que se trata en realidad de dos países: la región este, casi rusificada por completo tras siglos de una dominación zarista y soviética en ocasiones genocida, y en la que las manifestaciones proindependencia aunaban a muy poquitos miles, mientras que en Kiev eran decenas de miles y en Leópolis (Lviv), la capital de la antigua provincia austríaca de Galitzia, eran cientos de miles. Lo que comenzó como una disputa por firmar un acuerdo comercial puede hoy degenerar en una guerra civil si el nacionalismo gana la mano.
La Rusia de Putin alberga aún hoy ambiciones expansionistas o centrífugas, algo que no nos ocurre en Europa Occidental. Nadie en Alemania se plantea recuperar Alsacia a los franceses, ni nadie serio en España cree que retomar Tetuán pudiera contribuir en nada a nuestro bienestar. Sin embargo, desde la caída de la URSS la OTAN y la UE no han dejado de extenderse por el este de Europa, lo que ha sido percibido por los rusos como un expansionismo occidental en su detrimento al que Putin está poniendo punto y final. Parece todo un gran malentendido. Zanjada ya la lógica de bloques, ¿por qué no mirar a Rusia de otra forma, como socio en potencia, e intentar establecer con ella algún acuerdo de asociación?
El nacionalismo creciente en la UE adopta una forma centrípeta y chauvinista, como pone de reflejo la pujanza de partidos como el Frente Nacional en Francia o el UKIP en Gran Bretaña, que hacen que sea casi más probable una ruptura de la UE que una futura ampliación.
Kapuściński cierra su libro citando al historiador americano de origen polaco Richard Pipes, que consideraba que por su tamaño Rusia era virtualmente irreformable y que solo el fracaso internacional del país era un estímulo suficiente para su modernización. Esperemos que las reformas de una UE anquilosada tengan mayor éxito que la frustrada perestroika y eviten una explosión de la Unión.
El libro concluye con un análisis muy perspicaz, casi profético en lo que respecta a Rusia, ya que tras el desengaño que supone para los rusos la caída de su imperio adelanta Kapuściński que "se ha creado un clima favorable al fortalecimiento de los métodos autoritarios de ejercer el poder, un clima favorable a cualquier forma de dictadura". Con respecto al futuro de Ucrania, con la que Kapuściński simpatiza, el polaco veía oportunidades inmensas en un país "de más de cincuenta millones de habitantes, fuerte, enérgico y ambicioso", precisando eso sí, que sería necesario que las relaciones de Ucrania con el mundo y con Rusia fueran satisfactorias. Kapuściński se entrevistó con un líder independentista ucranio, que le dijo que querían construir un nuevo estado, "ilustrado, bueno, democrático y humanista", algo desconocido en esas tierras y una visión con la que Kapuściński comulgaba plenamente. La viuda de Sájarov, más escéptica, temía el "espíritu de dominio y expansión" que los rusos llevan en sus entrañas.
Desgraciadamente Kapuściński llevaba mucha razón con respecto a Rusia y la viuda de Sájarov con respecto a Ucrania, que cabe recordar que en 1990 tenía un PIB superior a Polonia y que hoy en cambio es más de tres veces más pobre que la patria de Kapuściński, siendo el segundo país más pobre de Europa por delante solamente de Moldavia.
Kapuściński realizó igualmente un accidentado viaje a otra de las fronteras del Imperio, el enclave armenio de Nagorno Karabaj en Azerbaiyán, hoy un estado de facto independiente por cuyo control Armenia y Azerbaiyán libraron una sangrienta guerra que empezó incluso antes de que se retiraran de ahí los rusos. El conflicto lleva a Kapuściński a reflexionar sobre las tres pestes que amenazaban según él, a la ex URSS y al mundo: el nacionalismo, el racismo y el fundamentalismo religioso.
Kapuściński constató que la independencia de Ucrania, que posteriormente conduciría a la desintegración de la URSS, se realizó sin derramamiento de sangre, ya que la transición del viejo al nuevo régimen siguió cauces políticos. Y va más allá, afirmando que en el mundo moderno la lucha de clases sigue una lógica política y solamente comporta violencia en casos extraordinarios. En cambio en el Cáucaso Sur el nacionalismo, el racismo y el fundamentalismo ganaron la partida y se desató la violencia.
En este sentido cabe celebrar que los debates identitarios en nuestro país, de los que en mi opinión no cabe esperar nada bueno, se libren en la arena política y no con pistolas. Sin que nos demos necesariamente cuenta, la democracia ha surtido efecto y hoy afortunadamente nos parecemos más a Bélgica o a Canadá que a la ex URSS.
Más de veinte años después de que Kapuściński escribiera El Imperio parece pese a todo que el nacionalismo va a tomarse su revancha en Ucrania, de la que Kapuściński ya constatara que se trata en realidad de dos países: la región este, casi rusificada por completo tras siglos de una dominación zarista y soviética en ocasiones genocida, y en la que las manifestaciones proindependencia aunaban a muy poquitos miles, mientras que en Kiev eran decenas de miles y en Leópolis (Lviv), la capital de la antigua provincia austríaca de Galitzia, eran cientos de miles. Lo que comenzó como una disputa por firmar un acuerdo comercial puede hoy degenerar en una guerra civil si el nacionalismo gana la mano.
La Rusia de Putin alberga aún hoy ambiciones expansionistas o centrífugas, algo que no nos ocurre en Europa Occidental. Nadie en Alemania se plantea recuperar Alsacia a los franceses, ni nadie serio en España cree que retomar Tetuán pudiera contribuir en nada a nuestro bienestar. Sin embargo, desde la caída de la URSS la OTAN y la UE no han dejado de extenderse por el este de Europa, lo que ha sido percibido por los rusos como un expansionismo occidental en su detrimento al que Putin está poniendo punto y final. Parece todo un gran malentendido. Zanjada ya la lógica de bloques, ¿por qué no mirar a Rusia de otra forma, como socio en potencia, e intentar establecer con ella algún acuerdo de asociación?
El nacionalismo creciente en la UE adopta una forma centrípeta y chauvinista, como pone de reflejo la pujanza de partidos como el Frente Nacional en Francia o el UKIP en Gran Bretaña, que hacen que sea casi más probable una ruptura de la UE que una futura ampliación.
Kapuściński cierra su libro citando al historiador americano de origen polaco Richard Pipes, que consideraba que por su tamaño Rusia era virtualmente irreformable y que solo el fracaso internacional del país era un estímulo suficiente para su modernización. Esperemos que las reformas de una UE anquilosada tengan mayor éxito que la frustrada perestroika y eviten una explosión de la Unión.