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Lágrimas de hombre, llanto de mujer (Novela)

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A la vista de mi padre rígido, ya sin aliento, en la clara mañana madrileña, yo lloraba. Había salido y vuelto de nuevo a la habitación de hospital en la que acababa de expirar, y traía conmigo el sol helado de la calle. El cuarto, con dos camas, una de ellas vacía, parecía más limpio e iluminado que nunca. Quise abrazar a mi padre una última vez, y agarré su cabeza con mis dos manos. Él me las calentó con un calor que todavía hoy, años después, siento. Hacía horas que había dejado de respirar, pero su gran cabeza guardaba aún para mí una temperatura de vida.

Los ojos de mis hermanos se volvieron a llenar de lágrimas, y los de mi madre, cuando la enfermera nos pidió que saliésemos de la habitación para que pudieran disponer del cadáver y bajarlo a la morgue, desde donde lo llevarían al cementerio. En el pasillo, los visitantes de otros enfermos miraban indecisos nuestra desgracia. Se asomaban discretamente a las puertas de las habitaciones a un lado y a otro del fatídico corredor. Decidimos regresar a casa de mi madre para descansar. También dejamos de llorar. No es posible mantener el sentimiento de pérdida todo el rato. Tiran de ti las cosas ordinarias y cobra sentido la popular frase de que la vida continúa. Es la anestesia que la propia existencia suministra para que la depresión no aniquile el mundo.

Dejamos de llorar y volvimos a las necesidades del día. Comimos y, por mi parte, satisfice mi curiosidad por la vida que continúa echando un vistazo a mi página de facebook. Fue entonces cuando encontré una entrada de mi mujer en la que respondía a lo que parecía una petición de cita de un amigo suyo: "¡A las ocho en el Naschmarkt! Fischsuppe!", había escrito ella con entusiasmo de interjecciones. Circulando por la página se veían más comentarios de otros amigos míos: "Precioso día. Ahora a leer en casa". "¡La nueva moda!", apostillaba alguien a una foto. "Sí", respondía la autora y protagonista, "el reportaje es en Lisboa". "Anish Kapoor in Hyde Park, a really good excuse for a long autumn walk...", recomendaba otro. Alguien pedía: "Komm mal vorbei im Büro, wir vermissen dich sehr...". Más abajo, de nuevo mi mujer había escrito algo al pie de una foto en la que se veía al hombre de la cita, desnudo de cintura para arriba, y con un niño pequeño en los brazos: "Aún estás más guapo con tu hijo". El hombre se llamaba Vedran Vidric. En su página de facebook pude enterarme de que era bosnio, cantante de Polapop, un grupo de música gitana del que, ahora recordaba, Regina me había hablado en alguna ocasión.

Cuando acabé de hablar por teléfono con ella, fui presa de una agitación como nunca había sentido. Me temblaba la vida en la garganta y todo el cuerpo palpitaba solo, igual que un juguete mecánico descacharrado al que se le ha disparado la cuerda. El daño que me causaba su declaración, sumado al daño que tenía por la muerte de mi padre, daba el resultado de una laceración suprema que estaba a punto de hacerme desaparecer como un fluido que se desagua en una conciencia rota. La cólera y la próxima locura dieron paso, sin embargo, a las lágrimas. ¿Comencé a llorar para no sucumbir a la materialidad grosera de la desdicha, al frío de una repentina desnudez que une vergüenza y desamparo en un único y angustioso sentimiento? No lo sé. Tampoco podría decir exactamente qué animaba ese llanto desenfrenado, si era rabia, aflicción, odio, orgullo, dolor puro, o todo eso junto, más la lástima de mí mismo. ¿Y por qué lloraba ella? Sus lágrimas ahora me parecían sinceras: ¿También el remordimiento hace llorar a los seres humanos? ¿La ignominia? ¿El miedo? ¿La pena por la víctima que a veces, en el criminal, se añade al sentimiento de culpa?

Las lágrimas se sobreponen a la épica cotidiana igual que la emoción supera en nosotros los humanos a la mecánica de la existencia. Al llorar, yo era depositario de aquella tradición humana del llanto viril, del llanto melancólico, desesperado, oscuro, del llanto de Aquiles, de Jacob y de Heráclito, de Esaú y de José, y de Isaías y de Jeremías y de Francisco de Asís. Como a ellos, los ojos se me agrandaban en la cara, que adquiría una expresión de dignidad ante la nada, de nobleza sin ánimo de lucro: la expresión de una humanidad despilfarrada, que, sin embargo, no se da por vencida.

Al deshacer el camino a casa de mi madre, me perdí en el sinsentido de los edificios y las personas con las que me cruzaba. La gente salía de las oficinas después de un día de trabajo, y la calle Orense rebosaba de una alegría tranquila. La fría tarde había empalidecido los rostros, y el ambiente tenía menos filos que a la luz del mediodía, pero era suficiente para sentir su agudeza en el vientre de mi desvarío. Anduve callejeando al otro lado de Raimundo Fernández-Villaverde, hasta que el cansancio me aconsejó volver.

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