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La venganza del Homo Sovieticus

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Me puedo imaginar el paseo marítimo de Yalta hoy, cuando escribo esto, en el Día de la Victoria sobre los nazis, con la bandera tricolor rusa colgando de cada farola, el viento haciendo ondear las banderas. Me imagino también a los paseantes, vueltos ciudadanos rusos de pronto, felicitándose por este día, quizá alguno también ilusionado por depender de nuevo de Moscú y no de Kiev.

Porque no me cabe duda alguna que los rusohablantes de Crimea que votaran en marzo en ese referéndum, claramente ilegal y torcidamente preparado, lo hicieron por su unificación con Rusia. Estoy seguro de que todas las noticias que me llegaron de allá son ciertas: que votaron el 123 % de los habitantes de Simferopol; que ya con el 50% de las urnas escrutadas se anunció que el 95 % había votado a favor; que en la misma papeleta no había posibilidad siquiera de votar en contra... No tengo duda alguna de que se ha tratado de uno de los referéndums más trucados desde tiempos de Stalin.

Y sin embargo estoy seguro de que muchos de los crimeos que lo hayan hecho habrán votado realmente a favor de incluirse en Rusia. Pero no porque añoren la Santa Rusia, la de los zares y los santos locos. En realidad, lo que ellos echan de menos, lo que ellos -y millones más en un vasto territorio desde Brest hasta Vladivostok- quisieran recuperar, al menos sentimentalmente, es la Unión Soviética. Rusia sólo tiene sentido para muchos rusófonos si se identifica con la URSS. Y es que la realidad indiscutible es que la herencia más profunda que la URSS haya dejado no es otra que la del Homo Sovieticus: la identidad antropológica y profunda del sentirse soviéticos.

Los dirigentes de la Unión Europea, sus intelectuales, sus medios de comunicación, incluso sus mercaderes y hombres de negocios, parecen asumir que la caída del muro de Berlín por un lado y el fin de la URSS por otro, lo que hizo fue devolver a Europa unos territorios que habían sido raptados setenta -cuarenta- años antes. Según cierta teoría, los pueblos originarios habrían estado congelados durante este tiempo. Cuando el sistema cayó, todo volvió a su ser natural. Resurgieron naciones que ya estaban y existían desde antes. Habría de pasar un cierto tiempo de readaptación, de aprendizaje, pero pronto todo volvería a la normalidad.

Nada más falso. Hay en estos territorios -y más allá, en Asia Central- una identidad real, compartida, que se creó a partir de los koljoses, de las colas cotidianas, de las kommunalkas, de las ostentosas estaciones de metro, de las excursiones de los pioneros, de las procesiones del primero de mayo, de las fiestas del komsomol, de los musicales estalinistas repetidos años tras año en la televisión, de la escasez asumida, de los clásicos de la literatura leídos por albañiles, de los dibujos animados de nu pagadi, de las vacaciones colectivas proporcionadas por la fábrica allá, precisamente, en Yalta...

Y de las represiones de décadas. Este Homo Sovieticus ha aprendido a callar a lo largo de los años, a esconder sus sentimientos detrás de una máscara. A aceptar -y a quejarse sólo de puertas para adentro-. Por eso este Homo Sovieticus no es capaz de comprender a esos jóvenes del Maidán. Las libertades ciudadanas no son nada para él si le falta el trabajo en la fábrica; el derecho a viajar a Occidente no le importa, ya viajaba él a lo largo y ancho de la URSS. América, la Otan, la UE... después de años y años de escuchar la misma retórica contra ellas y de comprobar con sus propios ojos la lengua bífida de Occidente en tantos asuntos, ¿quién se va a fiar de ellos?

Y además -según ellos- estos del Maidán denigran la sagrada Gran Guerra Patria, el yunque en que se formó la nación soviética. ¿O no fue acaso ese mismo Homo Sovieticus el que expulsó a los nazis de Europa y la liberó derramando sangre a raudales? Y esto en el mismo tiempo en que los ucranianos del Oeste se aliaban con Hitler, y luchaban contra el liberador ejército Rojo. Cómo va a permitir el Homo Sovieticus que los herederos de los fascistas lleguen hoy día al poder, que le gobiernen. La división de Ucrania está profundamente arraigada en esa percepción tan distinta de la Segunda Guerra Mundial. Mientras unos se sienten víctimas de los soviets -que aplastaron con extremada violencia los anhelos de independencia ucranianos-, los otros se sienten los soviets mismos, su identidad está forjada con los mimbres del socialismo realmente construido por el estalinismo.

Pero esa es la venganza del Homo Sovieticus. Para él, las libertades ciudadanas y la apertura a Europa no representan nada porque le roban una buena parte de su identidad, que es, además, lo poco que aún le queda. Por eso el Homo Sovieticus rememora los momentos en que los dirigentes del partido le sacaban de las fábricas para ir a golpear a ese puñado de locos que se manifestaban contra la intervención del Ejército Soviético en Praga o Budapest. Y se lanza a la calle y le abre la cabeza a un joven escritor ucraniano, como en Jarkiv, hace un tiempo. O les obliga a otros a ponerse de rodillas y pedir perdón por querer derribar la estatua de Lenin, santo fundador de la nación soviética.

En Yalta, en Crimea, y ahora en el Este de Ucrania, el Homo Sovieticus se ha vengado, se está vengando, de aquellos que le dejaron huérfano de patria y falto de futuro. O eso al menos cree. Porque en realidad lo que está haciendo es -definitivamente- renunciar a la posibilidad de transformar su vida y romper las cadenas del pasado. ¿O no será que lo que el Homo Sovieticus quiere es volver a tener las cadenas que entonces tuvo? Es tan fácil dejar que te gobiernen mientras te dan de comer...

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