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Los rectores exigen...

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Los rectores han dado un puñetazo encima de la mesa. Exigen más dinero para becas, para llenar las aulas de unas universidades a las que los estudiantes acuden resignados, aunque en masa, como mal menor o por falta de otras opciones laborales o formativas. Según ellos, las becas deben ser a fondo perdido incluso aunque los resultados académicos sean malos ya que "la beca no es un premio, es para ayudar a estudiar."

Pero los rectores también exigen más recursos para mejorar unas instalaciones que se caen a pedazos y a veces parecen más propias de universidades de países en vías de desarrollo.

No se quedan ahí. Los rectores piden más financiación para no tener que despedir a más profesores contratados, doctores y para que no se supriman líneas de investigación.

Son los rectores. Cada año se reunen en la llamada Conferencia de Rectores de España (CRUE) y formulan más o menos la misma reivindicación a las administraciones. Dame más dinero para que más gente pueda estudiar en estas universidades con una clientela cautiva y para que podamos hacer más cosas. Si no lo hacemos, es culpa tuya, Estado. Yo hago mi trabajo. Soy un administrador, me encargo de distribuir los recursos generados por otros que nos son transferidos por ti, el Estado. Y es que en España siempre ha molado lo de administrar sobre todo si lo comparamos con generar o recaudar.

Con matices, todas sus reivindicaciones serían razonables si no fuera porque a los rectores nadie les exige demasiado.

A los rectores no parece resultarles demasiado relevante que la tasa de abandono el primer año sea del 19 % (un porcentaje elevadísimo sólo ligeramente por debajo del 25 % de fracaso escolar); que uno de cada tres becados pierda la beca por bajo rendimiento académico; que sólo un 6 % de los licenciados acabe montando su propia empresa; que ninguna universidad española figure entre las 200 primeras del mundo a pesar de que muchas tengan más presupuesto y población que muchas de las que les anteceden en la clasificación; o que la bancarrota económica y la baja calidad de muchas de las instalaciones ya tuviera lugar en la época de las vacas gordas.

No parece demasiado injusto pedirles a los rectores que mejoren el seguimiento académico de sus estudiantes para que decline el fracaso universitario y se aprovechen mejor esos recursos públicos que reclaman con tanta insistencia. Tampoco que se salgan un poquito del molde y pongan en marcha iniciativas propias para incrementar los recursos disponibles como hacen otras instituciones semejantes en otros países, que también reciben dinero de impuestos, pero que no renuncian a explotar recursos propios.

En otras latitudes, las universidades ofrecen clases en verano para que los estudiantes que lo deseen se puedan graduar antes y aprovechar las instalaciones todo el año, así como se proponen constantemente nuevos programas de alta demanda y se clausuran con rapidez otros que han quedado obsoletos.

Debe ser agradable tener un trabajo en el que la responsabilidad es tan mínima y los beneficios de la representatividad tan grande, en el que nunca corres el riesgo de que te despidan aunque te equivoques mucho o no te equivoques nada porque no tomas ninguna decisión importante, en el que la inacción se considere parte de tu cometido, en el que el factor cuantitativo siempre es prueba de éxito, en el que los malos resultados, por esperados, siempre constituyen una disculpa.

Qué suerte no haber tenido que ser contratado a través de una empresa de headhunters (con lo engorroso que es, lo pesados que se ponen) y haber tenido que superar múltiples entrevistas con representantes de todos los estamentos universitarios como sucede en las universidades estadounidenses (públicas y privadas). Qué incordio sería tener que reunirte todos los meses como hacen con el board of trustees, ese consejo de sabios integrado por profesionales e intelectuales de prestigio e independientes, y dar cuenta de los resultados de tu gestión.

En estas circunstancias, lo de los Audis y los chóferes es casi lo de menos.

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