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La lección del Fénix

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El pasado sábado ganó Eurovisión una mujer barbuda. La recientemente coronada Reina de Austria, Conchita Wurst, se hizo con el primer puesto del que probablemente sea la competición musical más conocida del mundo. Y lo hizo a pesar de que, en cierto modo, lo tenía más difícil que el resto.

¿Por qué digo esto? No han sido pocos los críticos con su victoria por los pelos. Y puede que tengan razón al apuntar que un concurso como Eurovisión debería limitarse al talento musical. Digo puede porque, desde esta perspectiva, no se entiende qué hacían en ese concurso (tanto en esta edición como en las anteriores) muchos de los embajadores musicales de las naciones europeas. Creo que la historia de España en Eurovisión nos impide jactarnos de haber primado el factor X musical en detrimento del show o de la gracia. Pero pocos países podrán presumir de un historial límpido en este sentido, y demasiadas son las evidencias que nos hacen sospechar que el voto en un concurso como este no suele contemplar el criterio artístico como el determinante.

Conchita Wurst, Tom Neuwirth en sus ratos de descanso, se había ganado a priori muchas simpatías, eso es innegable. ¿Pero no tiene siempre cada edición algunos favoritos? Y, entre ellos, ¿cuántos tuvieron que hacer frente a la campaña de discriminación/desprestigio con la que se ha encontrado la cantante austríaca? Páginas en Facebook con decenas de miles de seguidores pidiendo su expulsión del concurso, naciones participantes declarando su firme oposición a que un "símbolo de la decadencia occidental" estuviera entre los artistas elegidos... Sin duda gozó de incontables apoyos, pero pocos de nosotros hemos tenido que plantar cara a ese rechazo en el camino de alcanzar nuestros sueños.

A pesar de todo, no me parece ese su mayor logro. Al fin y al cabo, si está al tanto de la difícil situación del colectivo LGBTI en muchos de los países que concurrían a Eurovisión (algunos, como la Hungría de Viktor Orbán, miembros de la Unión Europea), sabía que cosas como esta pueden pasar. Más valiente me parece el haber tenido el valor de ser una persona capaz de definirse a sí misma en un mundo de categorías demasiado estrechas, rígidas y anticuadas para ella.

A una persona que nunca se haya sentido diferente quizás le cueste más comprenderlo. Quizás no entienda qué puede ser para alguien sentirse desterrado de unos esquemas sociales y culturales por el simple hecho de tratar de ser uno mismo. No poder ser chico, o actuar como un chico, por amar o sentir deseo por los chicos. O sentirse chica queriendo a una chica, o en un cuerpo que la sociedad y la cultura han preparado para ciertos trabajos, ciertos roles y sobre todo para respetar los esquemas con los que hemos sido educados. Ese desarraigo, y todo el sufrimiento que ha provocado la cruel censura de la diversidad identitaria, pueden haber destrozado más vidas de las que somos conscientes. Pero claro, es difícil llegar a comprender estas cosas cuando uno se siente cómodo en las categorías de lo arbitrariamente definido como normal.

Lo cual, entiéndanme, no es malo. Ser normal, o quizás deberíamos ser más exactos y definirlo como sentirse cómodo con los esquemas socioculturales hegemónicos, es motivo de alivio, porque esa persona no tendrá que rebelarse contra estos esquemas para poder vivir sin necesidad de armarios o de prendas con las cuales se siente incómoda. Ahora bien, todos nosotros, en nuestra rareza personal, deberíamos hacer un esfuerzo por entender una verdad que, si bien a algunos puede resultarle incómoda, acaba imponiéndose como innegable: la de que identidades hay tantas como personas habitan este planeta.

Tendemos a ver lo europeo como sinónimo de progreso. No voy a negar que en muchos casos sea así. En el caso de la cuestión LGBTI, sin excedernos en alabanzas, es probable que Europa sea un referente mundial. Esto no significa que no haya un largo camino por delante.

Tendemos a olvidar, por ejemplo, que el imperialismo colonizador europeo podría ser considerado en perspectiva histórica una de las peores plagas que han sufrido los homosexuales, bisexuales, transexuales e intersexuales del resto del mundo. Como bien recuerda Frédéric Martel en su libro Global Gay, que la homosexualidad fuese penalizada en los códigos jurídicos de gran parte de los países de África y Asia fue consecuencia de la imposición de los códigos penales de los colonizadores europeos, que cuando se vieron obligados a retirarse y decidieron dar un paso más allá en el reconocimiento de estos colectivos olvidaron hacer lo mismo en sus antiguas colonias.

Tendemos a olvidar cosas como esta, y a veces está bien que nos centremos en el futuro y evitemos quedarnos atascados en el pasado. Pero si de verdad queremos construir una Europa del progreso, esa de la que nos hablan pero que a veces parece brillar por su ausencia, tendremos que empezar a cortar las malas hierbas que nacieron de las semillas del odio de nuestro pasado y optar por plantar nuevas semillas.

Veo a Conchita, o Tom, como una de estas semillas. Un ejemplo de ciudadano europeo capaz de elegir quién quiere ser sin importar qué piensen los vecinos de alrededor. Capaz de lograr la gran victoria que supone sobrevivir a ser diferente, a no ser comprendido, a no encajar. Con su triunfo, pero también con su ejemplo de superación, aprendemos la lección de tolerancia, respeto, igualdad, y todos esos valores que, por encima de intereses y riquezas, deberían definir nuestro proyecto de una Europa que, como el fénix sobre el que canta Conchita, resurge de entre sus cenizas, de una crisis que nos ha distanciado pero también unido, para ofrecer cobijo a cada uno de sus hijos, sin importar cómo decidan vivir su vida.


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