Si "el amor nos hace grandes y aún más grandes nos hacen las lágrimas", como se concluye en Los cuentos de Hoffmann (Les contes d'Hoffmann), estrenada este sábado en el Teatro Real, esbozar la talla de esta nueva producción se convierte en una tarea prácticamente imposible.
La partitura, dejada sin acabar por la muerte de Jacques Offenbach (1819-1880), su compositor, es un abanico de estilos y formas, de música de calado y gags ligeros, que aborda los grandes sentimientos sobre la creación artística y el amor entre alcohol, drogas y pasiones bajas.
Una reunión en un bar sirve para introducir los fracasos amorosos del protagonista romántico, el escritor Ernst Theodor Amadeus Hoffmann. Mientras espera a su amada, la cantante Stella, se sumerge en sus sueños y recuerdos para relatar a tres amores: una autómata, una artista que acaba muriendo, y una prostituta.
El escenario del teatro se convierte, durante las casi tres horas y media de música, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, emblema cultural de la capital en el que el fallecido responsable del Real, Gerard Mortier, reunió para inspirarlos al director musical, Sylvain Cambreling, el de escena, Christoph Marthaler, y la escenógrafa Anna Viebrock. En la obra se pueden admirar su pecera (así se llama a la elegante cafetería) fundida con la sala de billar o los talleres de pintura. Un espacio total de creación, diversión y experiencias.
Sin embargo, nada de la paz que se respira en el Círculo de Bellas Artes se ve en buena parte de la obra, donde se ven espasmódicos camareros, amalgamas de cuerpos que serpentean por el escenario o un coro estrafalario. Ni siquiera la presencia de dos jóvenes Dalí y Buñuel está suficientemente explicada. Como por momentos le ocurre a la música, la escenografía de la obra está llena de contrastes. Sin embargo, aunque el director musical supera la prueba, los responsables de la escena sucumbieron, a ojos de la audiencia. El último acto incluye además un poema de varios minutos de Fernando Pessoa, cuya presencia fue denostada por los presentes.
El tenor norteamericano Eric Cutler, en el papel de Hoffmann, encabeza un reparto sólido que incluye a la mezzo sueca Anne Sofie von Otter, el bajo barítono y alter ego Vito Priante y la soprano Measha Brueggergosman. Ovación particular mereció la soprano macedonia Ana Durlovski, en el papel de la muñeca Olympia, uno de los momentos más cómicos, con crítica incluida a las florituras vocales tan habituales en compositores que precedieron a Offenbach. La célebre Barcarola, una de las arias más famosas de la lírica, está resuelta con eficacia, en la sala de billares, con una musa y una cortesana llenas de ironía.
El público acogió a esta nueva producción del Teatro Real y la Ópera de Stuttgart, considerada la última gran ópera bajo el mecenazgo de Mortier, con los aplausos y abucheos que recibió en vida el creador belga. Con la grandeza del amor y las lágrimas, que diría el lema romántico.
La partitura, dejada sin acabar por la muerte de Jacques Offenbach (1819-1880), su compositor, es un abanico de estilos y formas, de música de calado y gags ligeros, que aborda los grandes sentimientos sobre la creación artística y el amor entre alcohol, drogas y pasiones bajas.
Una reunión en un bar sirve para introducir los fracasos amorosos del protagonista romántico, el escritor Ernst Theodor Amadeus Hoffmann. Mientras espera a su amada, la cantante Stella, se sumerge en sus sueños y recuerdos para relatar a tres amores: una autómata, una artista que acaba muriendo, y una prostituta.
El escenario del teatro se convierte, durante las casi tres horas y media de música, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, emblema cultural de la capital en el que el fallecido responsable del Real, Gerard Mortier, reunió para inspirarlos al director musical, Sylvain Cambreling, el de escena, Christoph Marthaler, y la escenógrafa Anna Viebrock. En la obra se pueden admirar su pecera (así se llama a la elegante cafetería) fundida con la sala de billar o los talleres de pintura. Un espacio total de creación, diversión y experiencias.
Sin embargo, nada de la paz que se respira en el Círculo de Bellas Artes se ve en buena parte de la obra, donde se ven espasmódicos camareros, amalgamas de cuerpos que serpentean por el escenario o un coro estrafalario. Ni siquiera la presencia de dos jóvenes Dalí y Buñuel está suficientemente explicada. Como por momentos le ocurre a la música, la escenografía de la obra está llena de contrastes. Sin embargo, aunque el director musical supera la prueba, los responsables de la escena sucumbieron, a ojos de la audiencia. El último acto incluye además un poema de varios minutos de Fernando Pessoa, cuya presencia fue denostada por los presentes.
El tenor norteamericano Eric Cutler, en el papel de Hoffmann, encabeza un reparto sólido que incluye a la mezzo sueca Anne Sofie von Otter, el bajo barítono y alter ego Vito Priante y la soprano Measha Brueggergosman. Ovación particular mereció la soprano macedonia Ana Durlovski, en el papel de la muñeca Olympia, uno de los momentos más cómicos, con crítica incluida a las florituras vocales tan habituales en compositores que precedieron a Offenbach. La célebre Barcarola, una de las arias más famosas de la lírica, está resuelta con eficacia, en la sala de billares, con una musa y una cortesana llenas de ironía.
El público acogió a esta nueva producción del Teatro Real y la Ópera de Stuttgart, considerada la última gran ópera bajo el mecenazgo de Mortier, con los aplausos y abucheos que recibió en vida el creador belga. Con la grandeza del amor y las lágrimas, que diría el lema romántico.