En Viena me acogió la misma desolación que había viajado conmigo desde Madrid. La nieve sucia en las calles era esta vez el decorado ideal de mi desdicha. Ningún escenógrafo lo habría imaginado nunca tan apropiadamente a mi ánimo: nieve podrida, arrumbada en los bordes de las aceras, nieve que había perdido para siempre su naturaleza sencilla. Regina no había ido a recibirme al aeropuerto y tampoco estaba en casa cuando llegué, como si -imaginaba yo- aún perdurara en ella un sentido de la vergüenza. Pero cuando la llamé por teléfono para avisarle de que ya estaba en la ciudad y expresarle mi amargura todavía, su tono sonó despechado. Había cambiado desde el día anterior. Ahora se rebelaba ante mi cólera. Me colgó dos veces el teléfono. No podía hablar en la oficina. Tenía mucho trabajo, nos veríamos más tarde. No consentía que le hablara así. ¿Cómo podía tener semejante castigo por su franqueza? Estaba arrepentida, había sido un desliz, pero yo estaba sacando las cosas de su quicio. Adiós.
Entretuve la espera hasta que regresara deshaciendo una maleta que -pensaba- tal vez tuviera que volver a hacer al día siguiente. Una de las opciones que había barajado para el futuro inmediato era dejar la casa en la que vivíamos juntos en la Linke Wienzeile, al lado de la Secession. La idea se me hacía insoportable, pero puede que no me quedara otro remedio si quería curarme la herida inesperada. Distancia, dura, pero saludable.
El ruido de su llave en la cerradura me sobresaltó. Seguía tan alterado que sucumbí fácilmente a la estela de la conmoción primera, que actuaba como un látigo sobre una conciencia en carne viva. Entró en la habitación donde yo estaba y saludó sin acercarse. Verla me provocó de nuevo un patetismo descontrolado que me hacía incapaz de retener las lágrimas, impotente para salir con dignidad de la situación vulgar en la que me había colocado.
- Quiero que nos separemos -dije como si abriera la escotilla de un avión a diez mil metros de altura.
Los objetos se pegaron entonces a las paredes, que se estrecharon en torno a nosotros como si fueran de plástico. En un momento la habitación se quedó sin aire. Los muebles, todos blancos, se tersaron, exhalando una luz descarnada. Regina gimió con sufrimiento, mientras yo estallaba de nuevo en sollozos. Ella se acercó para abrazarme, pero su contacto me ahogaba aún más, pues me hacía más sensible la falta de aire.
- Esta noche dormiré en el sofá, y a partir de mañana voy a buscar un sitio adonde trasladarme -dije alzándome por encima de la altura irrespirable, por encima de la desgracia inasumible.
- Me parece bien -respondió ella con una suerte de hipo sentido con el que en realidad quería herirme donde ya no cabía más dolor. No entendí su ensañamiento hasta mucho tiempo después, cuando ya resultaba indiferente para nuestras vidas.
Supe en ese momento que nuestro dolor no lograría escurrirse por nuestras lágrimas, que se había enquistado en alguna parte de nuestros vientres. Y, sin embargo, lloramos, pasamos la noche llorando sin esperanza, uncidos a una cadena de reluciente amargura, hasta que se fue haciendo de día, cada cual recluido en la oscuridad de su propio daño, en un silencio de vesania que actuaba como la barrena de un cirujano loco, empeñado en taladrarnos una y otra vez la sien por el mismo sitio, un sitio marcado con una equis que tenía un vértice muy agudo en su cruce.
Entretuve la espera hasta que regresara deshaciendo una maleta que -pensaba- tal vez tuviera que volver a hacer al día siguiente. Una de las opciones que había barajado para el futuro inmediato era dejar la casa en la que vivíamos juntos en la Linke Wienzeile, al lado de la Secession. La idea se me hacía insoportable, pero puede que no me quedara otro remedio si quería curarme la herida inesperada. Distancia, dura, pero saludable.
El ruido de su llave en la cerradura me sobresaltó. Seguía tan alterado que sucumbí fácilmente a la estela de la conmoción primera, que actuaba como un látigo sobre una conciencia en carne viva. Entró en la habitación donde yo estaba y saludó sin acercarse. Verla me provocó de nuevo un patetismo descontrolado que me hacía incapaz de retener las lágrimas, impotente para salir con dignidad de la situación vulgar en la que me había colocado.
- Quiero que nos separemos -dije como si abriera la escotilla de un avión a diez mil metros de altura.
Los objetos se pegaron entonces a las paredes, que se estrecharon en torno a nosotros como si fueran de plástico. En un momento la habitación se quedó sin aire. Los muebles, todos blancos, se tersaron, exhalando una luz descarnada. Regina gimió con sufrimiento, mientras yo estallaba de nuevo en sollozos. Ella se acercó para abrazarme, pero su contacto me ahogaba aún más, pues me hacía más sensible la falta de aire.
- Esta noche dormiré en el sofá, y a partir de mañana voy a buscar un sitio adonde trasladarme -dije alzándome por encima de la altura irrespirable, por encima de la desgracia inasumible.
- Me parece bien -respondió ella con una suerte de hipo sentido con el que en realidad quería herirme donde ya no cabía más dolor. No entendí su ensañamiento hasta mucho tiempo después, cuando ya resultaba indiferente para nuestras vidas.
Supe en ese momento que nuestro dolor no lograría escurrirse por nuestras lágrimas, que se había enquistado en alguna parte de nuestros vientres. Y, sin embargo, lloramos, pasamos la noche llorando sin esperanza, uncidos a una cadena de reluciente amargura, hasta que se fue haciendo de día, cada cual recluido en la oscuridad de su propio daño, en un silencio de vesania que actuaba como la barrena de un cirujano loco, empeñado en taladrarnos una y otra vez la sien por el mismo sitio, un sitio marcado con una equis que tenía un vértice muy agudo en su cruce.