He asistido en menos de una semana a dos ceremonias de graduación, una de high school (equivalente al antiguo bachillerato español) y otra de universidad. Tienen algo de ritos de paso estas dos ceremonias.
En la primera se celebra que el graduado probablemente irá a la universidad lejos de casa por primera vez o quizás que se pondrá a trabajar pronto ya que después de todo sólo el 40% de los americanos acuden a la universidad (más o menos como en España).
En la segunda se celebra que el graduado ha completado su formación para la vida, tener un buen trabajo (quizás) y desarrollar su vocación.
Tienen algo de anacrónicas, aunque sigan siendo muy populares en Estados Unidos y algunas universidades privadas españolas las imiten, estas ceremonias de enaltecimiento del estudiante, ya que si hace un siglo suponía una conquista obtener el bachillerato, y no digamos un título universitario, hoy día se ha convertido en café para todos y apenas tiene ningún mérito.
Lo que más me llamó la atención de la graduación de los estudiantes de high school fue el elevado número de ellos que reunía las cualidades de lo que podría denominarse como excelencia. Cuando uno de los hablantes invitó a los mejores alumnos de los 320 estudiantes que recibirían ese día su diploma de graduación a ponerse de pie para recibir una ovación de reconocimiento, unos 25 tenían una media de 4 (lo que en España equivaldría a un 10 según la antigua usanza) y alrededor de 50 o 60 tenían una nota media superior al 3,5, es decir, el equivalente a un sobresaliente bajo. En otras palabras, casi un 30% de los estudiantes tenían un sobresaliente y podrían considerarse como estudiantes excelentes.
Recuerdo que hace 27 años, cuando acabé COU, únicamente seis estudiantes de una clase de 35 logramos aprobar todas las asignaturas sin recurrir a segundas o terceras convocatorias y nos considerábamos afortunados aunque tuviéramos unos pocos sobresalientes. Un guarismo miserable, sin duda, si lo comparamos con el de los jóvenes norteamericanos.
Sin embargo, a uno le surgen dudas cuando uno tiene la oportunidad de comprobar el nivel de muchos estudiantes norteamericanos que acaban en la universidad, los problemas de léxico, ortográficos y las lagunas en cuestiones muy básicas de cultura general. A veces, algunos de ellos protestan una mala nota, según ellos un notable, esgrimiendo que a lo largo de sus vidas siempre han sacado sobresalientes como si ello supusiera un argumento irrefutable.
Aunque no soy relativista, está claro que la excelencia es un concepto relativo pero regido por una premisa que podría considerarse absoluta: si todos o casi todos son excelentes es que entonces muy pocos lo son. La excelencia requiere un contexto de escasez. No sé si puede haber un 30% de alumnos excelentes en un colegio de secundaria en el que el mayor filtro de entrada es el barrio en el que uno vive.
Por otro lado, da que pensar la confianza con que se desenvuelven los jóvenes norteamericanos sea cual sea su nivel académico. Con frecuencia, sean o no de sobresaliente, se encuentran cómodos hablando en público y tienen la ingenuidad necesaria para permitirse soñar y poner en marcha sus propios proyectos.
La educación primaria y secundaria norteamericana hace mucho que es de baja calidad comparada con la europea, hablo en términos muy generales ya que las excepciones también serían muy numerosas, lo cual no ha impedido que este país lidere casi todas las áreas de conocimiento (con la aportación de mucho capital intelectual extranjero, todo hay que decirlo). En los cacareados informes PISA, la educación estadounidense siempre queda malparada, lo cual no frena ni mucho menos la innovación y el crecimiento económico.
Hay algo importante que se nos escapa, la confianza que el sistema insufla en el individuo que se ve capaz de montar empresas y llevar a cabo sus sueños en la medida en que sus posibilidades le permitan. Aunque en el informe PISA los estadounidenses son de los peores, cuando se realizan encuestas relacionadas con la autopercepción de lo que uno sabe, los norteamericanos son los que aparecen los primeros del ranking.
Para tener espíritu emprendedor uno no necesita haber estudiado latín o griego antiguo en el bachillerato, algo que por cierto hace tiempo se dejó de estudiar en España.
Ni tan siquiera tiene que saber dónde nace el río Mississipi o cuál es la capital del estado de California.
En la primera se celebra que el graduado probablemente irá a la universidad lejos de casa por primera vez o quizás que se pondrá a trabajar pronto ya que después de todo sólo el 40% de los americanos acuden a la universidad (más o menos como en España).
En la segunda se celebra que el graduado ha completado su formación para la vida, tener un buen trabajo (quizás) y desarrollar su vocación.
Tienen algo de anacrónicas, aunque sigan siendo muy populares en Estados Unidos y algunas universidades privadas españolas las imiten, estas ceremonias de enaltecimiento del estudiante, ya que si hace un siglo suponía una conquista obtener el bachillerato, y no digamos un título universitario, hoy día se ha convertido en café para todos y apenas tiene ningún mérito.
Lo que más me llamó la atención de la graduación de los estudiantes de high school fue el elevado número de ellos que reunía las cualidades de lo que podría denominarse como excelencia. Cuando uno de los hablantes invitó a los mejores alumnos de los 320 estudiantes que recibirían ese día su diploma de graduación a ponerse de pie para recibir una ovación de reconocimiento, unos 25 tenían una media de 4 (lo que en España equivaldría a un 10 según la antigua usanza) y alrededor de 50 o 60 tenían una nota media superior al 3,5, es decir, el equivalente a un sobresaliente bajo. En otras palabras, casi un 30% de los estudiantes tenían un sobresaliente y podrían considerarse como estudiantes excelentes.
Recuerdo que hace 27 años, cuando acabé COU, únicamente seis estudiantes de una clase de 35 logramos aprobar todas las asignaturas sin recurrir a segundas o terceras convocatorias y nos considerábamos afortunados aunque tuviéramos unos pocos sobresalientes. Un guarismo miserable, sin duda, si lo comparamos con el de los jóvenes norteamericanos.
Sin embargo, a uno le surgen dudas cuando uno tiene la oportunidad de comprobar el nivel de muchos estudiantes norteamericanos que acaban en la universidad, los problemas de léxico, ortográficos y las lagunas en cuestiones muy básicas de cultura general. A veces, algunos de ellos protestan una mala nota, según ellos un notable, esgrimiendo que a lo largo de sus vidas siempre han sacado sobresalientes como si ello supusiera un argumento irrefutable.
Aunque no soy relativista, está claro que la excelencia es un concepto relativo pero regido por una premisa que podría considerarse absoluta: si todos o casi todos son excelentes es que entonces muy pocos lo son. La excelencia requiere un contexto de escasez. No sé si puede haber un 30% de alumnos excelentes en un colegio de secundaria en el que el mayor filtro de entrada es el barrio en el que uno vive.
Por otro lado, da que pensar la confianza con que se desenvuelven los jóvenes norteamericanos sea cual sea su nivel académico. Con frecuencia, sean o no de sobresaliente, se encuentran cómodos hablando en público y tienen la ingenuidad necesaria para permitirse soñar y poner en marcha sus propios proyectos.
La educación primaria y secundaria norteamericana hace mucho que es de baja calidad comparada con la europea, hablo en términos muy generales ya que las excepciones también serían muy numerosas, lo cual no ha impedido que este país lidere casi todas las áreas de conocimiento (con la aportación de mucho capital intelectual extranjero, todo hay que decirlo). En los cacareados informes PISA, la educación estadounidense siempre queda malparada, lo cual no frena ni mucho menos la innovación y el crecimiento económico.
Hay algo importante que se nos escapa, la confianza que el sistema insufla en el individuo que se ve capaz de montar empresas y llevar a cabo sus sueños en la medida en que sus posibilidades le permitan. Aunque en el informe PISA los estadounidenses son de los peores, cuando se realizan encuestas relacionadas con la autopercepción de lo que uno sabe, los norteamericanos son los que aparecen los primeros del ranking.
Para tener espíritu emprendedor uno no necesita haber estudiado latín o griego antiguo en el bachillerato, algo que por cierto hace tiempo se dejó de estudiar en España.
Ni tan siquiera tiene que saber dónde nace el río Mississipi o cuál es la capital del estado de California.