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Ya no puedo leer

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Ya no puedo. Un libro a estas alturas me resulta una inmensidad, y también un exceso. 200 páginas me abruman y me sobrepasan. Me rindo.

Me desborda por los dos lados, diría. Me parece un exceso insoportable aquel libro que en la segunda página me confirma lo que ya en la primera me había insinuado: que allí no hay nada que valga la pena, ni en la forma ni en el fondo. Miles de millones de libros podrían caber en esta categoría para mí. Y me parece un exceso también aquel otro libro del que no consigo superar las primeras páginas porque me estimula de tal manera, me muestra del tal forma los caminos posibles para mi propia producción, que no consigo continuar su lectura sin coger mi propia producción y echarla a andar.

Una situación me satura de opio; la otra me desborda de ansiedad. Pero en ambos casos no consigo seguir leyendo. Por eso es que ya no puedo leer.

Hoy día estar ante una biblioteca mediana (la mía, para poner un ejemplo; una biblioteca doméstica de solo una generación) me genera unas sensaciones que no tenía hace diez años, ni siquiera cinco. No puedo con ella. No sé qué hacer ante ella. (Solo me gusta su aura, su tranquila profundidad que nos templa.) Pero en términos prácticos, me invaden dos impulsos violentos a la vez; el de pulirla de todo aquello que no vale la pena y el de dosificarla de todo aquello que no me dejaría ni dormir. En cualquier caso, en los dos sentidos todo lo que haría es reducirla, volverla compatible. Ponerla a la medida de mi humanidad, que incluye mi finitud.

Las bibliotecas como símbolo de la desmesura no me ilusionan más. No me generan buenas sensaciones. No quiero estar ante esas dos amenazas que ellas me genera: la de perder espantosamente mi tiempo leyendo cosas que no sirven para nada y la de obligarme a calmar esa compulsión imperativa de las bibliotecas a ser leídas completas.

Los buenos libros son hoy día para mí un estímulo para emprender mi camino de producción. Una buena historia (un buen comienzo de historia, diría) es un punto de partida para contar mis historias. Una gran narración me da unas ganas incontenibles de narrar. Y aunque no lo logre (porque no me siento un buen narrador, infelizmente), no puedo dejar de interrumpir la lectura para intentarlo, o al menos para intentar intentarlo. En cualquier caso, la lectura no continua. No puedo seguir leyendo si tengo tanta tentación de escribir. No puedo y no debo.

Y a su vez, no puedo ya soportar un mal comienzo de libro. Ni de artículo, diría. No soporto los malos comienzos y me detengo de inmediato. Es que casi siempre un mal comienzo no es más que la primera parte del resto del mal libro. No vale la pena. Y no pasa nada con que no valga la pena un libro... o miles de millones de libros. Aunque sean libros, no valen la pena.

Lo mismo en la ficción que en la ensayística; lo mismo en los géneros cortos que en los registros más largos. Lo mismo en pasta dura que en bolsillo.

Ya no puedo leer ni mucho menos creer en el libro como ícono de la sabiduría. El libro también engaña. Hasta los libros nos mienten. No alcanza con ser libro, estar empaquetado en formato libro, para que algo valga la pena. No vale la pena mantener viva esa premisa impositiva y alienante de la lectura completa. La vida no da tiempo para esos excesos improductivos. Dejemos los libros donde estén en el momento mismo en que nos parezca que no nos merecen la pena. Ni una palabra más. Ya no valen la pena. Ya no me valen la pena. Osemos desacreditarlos.

Y dejémoslos también (tal vez, en estos casos, para retomarlos luego), en ese mismo momento, si nos empujan a la producción, a la creación, a la invención. Paremos de consumir -de leer- y pasemos a producir. Paga mejor, subjetivamente hablando. La producción nos constituye, mientras que la consumición apenas nos alimenta. Si un libro nos empuja a escribir, eso es un gran libro. Sus destellos; sus tramos inconclusos (interrumpidos por mi lectura salteada) son su gran contribución. Entrémosle a los libros por cualquier parte y juzguémoslos antes de conocerlos, solo por intuirlos, por avizorarlos. Confiemos en nosotros, más que en los libros mismos. Espiémoslos.

Ya no puedo leer sin levantarme y hacer algo. Me gana la ansiedad de quemar o de escribir. O lo empujo al cesto o me empuja a la producción. Pero ellos y yo ya no podemos convivir. Ya no puedo estarme pasivo ante ellos. Ya no quiero. Ya no me deslumbran las bibliotecas; ya no me interesan la colecciones de papel impreso. Ya no me impresionan los libros ni los escritores. Ya no me pasiviza el saber. Ya no espero conocer para proponer. Ya todo se me superpone y se vuelve simultaneo. Ya todo es uno.

Mal o bien es lo que me pasa. Y supongo que a muchos, como yo.

Ya no quiero leer como leía. Ya no quiero atesorar como atesoré. Ya no me vale. Quiero proponer, interactuar, discutir, ponerme a nivel y a ver qué pasa en los cruces. Corro algunos riesgos, lo sé, pero prefiero. Ya habrá tiempo de hablar de ellos.

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