Nos equivocaremos si seguimos utilizando la palabra "austeridad" para resumir cuál es el problema de la política económica de la UE y sus estados miembros. De hecho, cada vez que pronunciemos esa palabra para demonizarla estaremos perdiendo una escaramuza más en el conflicto político y social abierto por y en la crisis.
La austeridad no es un concepto necesariamente negativo. ¿Quién puede estar en contra de gastar de una manera más eficiente o, en otras palabras, de gastar menos en lo innecesario para hacerlo más en lo imprescindible? En realidad, la austeridad es consustancial a un modelo de desarrollo y, en general de vida -pública y privada, global y personal-, sostenible, tanto social como ambientalmente.
Por ejemplo: sería reaccionario oponerse a que el estado reduzca los gastos que no generan crecimiento o atienden al mandato constitucional de garantizar servicios públicos como la educación, la sanidad o la atención a los colectivos más vulnerables, empezando por la atención a las personas dependientes. Igualmente, resultaría incomprensible que una familia siguiera una pauta consumista que arruinara sus rentas y la endeudara hasta las cejas en gastos que vayan más allá de un nivel de vida satisfactorio para todos sus miembros.
Así que quienes tienen como objetivo un debilitamiento sistemático del estado del bienestar -fin que acompañan con el de una rebaja considerable de los salarios en la renta nacional y un desmantelamiento de las condicionales laborales- están ganando la batalla ideológica, antes que nada, en el campo del léxico político, consiguiendo que sus adversarios hayan aceptado sus propios términos, empezando por el que sirve de clave de bóveda a sus decisiones: la austeridad.
Harían bien los partidos de izquierda y los sindicatos en darle la vuelta a la situación afirmando que están a favor de la austeridad y en contra de los recortes del estado del bienestar.
Ello significa reconocer, desde luego, que los gastos del estado deben reducirse y que hacerlo correctamente es progresista. Lo verdaderamente insostenible a medio plazo es que, por ejemplo, un país como España vaya a pedir prestados vía deuda cada día de 2014 casi 670 millones de euros, hasta un total de 250.000 en todo el ejercicio.
El debate no es, por lo tanto, en estar a favor o en contra de la austeridad, sino en qué recortes del gasto público deben hacerse. Y hay muchas partidas sobre las que llevarlos a cabo sin incluir en ellas a las del estado del bienestar y a las que directamente puedan destinarse a fomentar el crecimiento y el empleo.
Porque será el crecimiento, junto con el aumento de la progresividad fiscal (y no de la carga impositiva global o indiscriminadamente) y la lucha contra el fraude, el que garantice sumar al ahorro en el gasto el aumento de los ingresos, reduciendo el fardo de la deuda.
En resumen: austeridad sí, recortes no.
La austeridad no es un concepto necesariamente negativo. ¿Quién puede estar en contra de gastar de una manera más eficiente o, en otras palabras, de gastar menos en lo innecesario para hacerlo más en lo imprescindible? En realidad, la austeridad es consustancial a un modelo de desarrollo y, en general de vida -pública y privada, global y personal-, sostenible, tanto social como ambientalmente.
Por ejemplo: sería reaccionario oponerse a que el estado reduzca los gastos que no generan crecimiento o atienden al mandato constitucional de garantizar servicios públicos como la educación, la sanidad o la atención a los colectivos más vulnerables, empezando por la atención a las personas dependientes. Igualmente, resultaría incomprensible que una familia siguiera una pauta consumista que arruinara sus rentas y la endeudara hasta las cejas en gastos que vayan más allá de un nivel de vida satisfactorio para todos sus miembros.
Así que quienes tienen como objetivo un debilitamiento sistemático del estado del bienestar -fin que acompañan con el de una rebaja considerable de los salarios en la renta nacional y un desmantelamiento de las condicionales laborales- están ganando la batalla ideológica, antes que nada, en el campo del léxico político, consiguiendo que sus adversarios hayan aceptado sus propios términos, empezando por el que sirve de clave de bóveda a sus decisiones: la austeridad.
Harían bien los partidos de izquierda y los sindicatos en darle la vuelta a la situación afirmando que están a favor de la austeridad y en contra de los recortes del estado del bienestar.
Ello significa reconocer, desde luego, que los gastos del estado deben reducirse y que hacerlo correctamente es progresista. Lo verdaderamente insostenible a medio plazo es que, por ejemplo, un país como España vaya a pedir prestados vía deuda cada día de 2014 casi 670 millones de euros, hasta un total de 250.000 en todo el ejercicio.
El debate no es, por lo tanto, en estar a favor o en contra de la austeridad, sino en qué recortes del gasto público deben hacerse. Y hay muchas partidas sobre las que llevarlos a cabo sin incluir en ellas a las del estado del bienestar y a las que directamente puedan destinarse a fomentar el crecimiento y el empleo.
Porque será el crecimiento, junto con el aumento de la progresividad fiscal (y no de la carga impositiva global o indiscriminadamente) y la lucha contra el fraude, el que garantice sumar al ahorro en el gasto el aumento de los ingresos, reduciendo el fardo de la deuda.
En resumen: austeridad sí, recortes no.