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El ciudadano-político incumplidor

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Los numerosos escándalos que salpican la política en España y en los países del entorno ofrecen, sin lugar a dudas, motivos suficientes para la desafección y el creciente sentimiento de hartazgo de los ciudadanos respecto de la clase política. Los reiterados casos de corrupción protagonizados por políticos, que son quienes deberían garantizar la buena gestión de la cosa pública, junto con la larga lista de incumplimientos e incoherencias por parte de la clase política, no hacen sino incrementar el desprecio de los ciudadanos y, sobre todo, su desconfianza en todo aquel que se presente como un político clásico, al tiempo que debilitan la imagen de las instituciones que, en principio, deberían transmitir confianza al ciudadano.

Los incumplimientos puntuales del programa electoral de un partido no tienen por qué alarmar a los ciudadanos, habida cuenta de todos los imprevistos que pueden surgir durante el mandato, algo totalmente distinto de los incumplimientos sistemáticos del programa electoral con que determinadas formaciones políticas consiguen convencer a sus votantes. Sin ir más lejos, la elección del actual presidente francés, François Hollande, por el programa presentado y el incumplimiento casi sistemático de dicho programa, no deja a nadie indiferente. El golpe de timón a la derecha totalmente imprevisible de la izquierda más esperanzadora es un engaño que en un Estado democrático debería ser suficiente para deslegitimar al Gobierno y permitir la convocatoria de elecciones adelantadas por mandato constitucional mediante algún mecanismo de petición social. Si los ciudadanos deben esperar cuatro o cinco años para censurar el desenfreno de un Gobierno, con las múltiples implicaciones sumamente negativas para la eficacia y eficiencia de un sistema que pretende ser abanderado de la defensa de los intereses ciudadanos, el sistema cojea en un elemento importante que merece ser reconsiderado.

Con todo, si hay algo de lo que cada día estoy más convencido es de que el político al que reprobamos es un ciudadano. Un ciudadano, sí. Igual al que le denuncia y le condena. Un ciudadano incumplidor que no deja de ser, en general, el reflejo del funcionamiento de la sociedad. El incumplimiento como rasgo de carácter, y el quizás poco o insuficiente énfasis en el fomento de determinados valores tales como la transparencia, la seriedad y otros muchos necesarios a todos los niveles, son a lo mejor los motivos de tantos incumplimientos en la gestión de los intereses generales. En efecto, la vida privada de Hollande, marcada por sucesivos episodios de poca seriedad e incumplimientos en su vida privada, se proyecta en su gestión presidencial y la mancha desastrosamente.

Cuando incumple un político, incumple un ciudadano. Por tanto, lo que deberíamos empezar por preguntarnos quizá sea cuáles son los valores que, explícita o implícitamente, fomentamos en la sociedad. El político sigue siendo un ciudadano, pero deja de hacerle honor cuando se convierte en una máquina defensora de intereses propios y egoístas a los que hay que poner límites por la vía más sensata, esto es, la educación y el ejemplo, que son la mejor forma de inculcar valores en la sociedad. Cuando abunda la corrupción, abunda la carencia de valores básicos de los cuales una sociedad no puede o no debería, en ningún momento, prescindir.

Dejemos de ver al político solo como tal y miremos alrededor para ver si hay sentido del compromiso y seriedad en la gente que nos rodea. Quizás deberíamos interesarnos por la vida privada de nuestros personajes públicos, nuestros políticos. Al hacerlo, puede que no consigamos saber en quiénes confiar con certeza, pero al menos descartaremos a quienes no son dignos de nuestra confianza. El político al que reprobamos no es más que un ciudadano incumplidor. Es seguramente un hombre de principios, pero si por algún motivo a alguien no le gustan, tiene otros. Sí, así es, Groucho.


Ilustración: Irina Colomer Llamas

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