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Desnudo

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Cuando le conocí, vestía de blanco: camisa larga, pantalón ancho.

Vivía en la India, en un templo budista, desde que huyó de las Españas y sus gentes. Yo le visitaba, de vez en cuando, para divagar e intentar comprender, y él, siempre, me recibía sonriendo y uniformado, resplandeciente, dolorosamente luminoso, siempre impoluto, los bajos inmaculados, el cuello impecable. La India no le manchaba, y yo no entendía cómo. "Simple", me dijo. Vivía en la India sin estar realmente en ella. La burbuja de paz que habitaba no conocía el caos y la basura, nunca le salpicaban las gotas de sudor, orina y sangre que rezumaban las calles, no encontraba miseria ni dolor.

Le vi de nuevo tres años después. Vestía de negro: jersey de lana, pantalón de pana.

Vivía en Barcelona, en un piso decrépito y minúsculo, desde que regresó para enterrar a su padre y perderse en la tiranía de la logística y la cotidianidad. Quedé con él un par de veces, por los viejos tiempos, y le pregunté por su cambio de estilo. "Simple", respondió. Lo había intentado todo, pero mantener su ropa sin manchas era imposible. La suciedad se adhería a su cuerpo como una segunda piel, la ciudad le escupía ansiedades, adicciones y degradación. Era imprescindible llevar un color más oscuro, más sufrido, más acorde con la realidad impura que le acorralaba.

Nos encontramos años más tarde. Vestía todos los colores: camiseta desteñida, pantalón de campana, sombrero arco iris.

Vivía en el cabo de Gata, en una comunidad hippy ochentera. El motivo de su cambio era "simple", me aclaró. Fuera de la ciudad todo estaba lleno de color. El azul del cielo, el rojo de la tierra, el verde imposible de las luciérnagas. Su entorno inmediato era polícromo, creación, vida. ¿Por qué restringir el color de sus días al blanco o al negro, a todo o nada?

Diez años después caminaba desnudo. Sin camiseta, sin pantalones.

Vivía en el desierto de los Monegros, en una cueva. Su evolución, me explicó, era de lógica aplastante. Había nacido desnudo y debía morir desnudo. En el desierto sólo necesitaba un agujero en el que refugiarse del frío nocturno, del sol abrasador de mediodía. Sentía cada amanecer una resurrección y el viento era una caricia amante. Pretendía concluir su vida libre, en armonía, renunciar a todo lo material, disolver las esclavitudes y obsesiones de su ego.

Anoche me enteré, le han internado en un psiquiátrico. De nuevo viste de blanco, blanco hospital: pantalón de pijama, camisa de fuerza.

Acabo de llamar a la oficina, llegaré tarde. Estoy aquí, desnudo, temblando delante del armario.

Hoy no sé qué ponerme.


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