No pude ir a la Marcha del Cambio de Podemos. Al principio, iba a ser por trabajo, pero luego resulta que la ciática me sorprendió con 34 años -¡Joder, qué malo es trabajar sentado todo el día!-. Afortunadamente, estaba Vane, que se fue a la manifestación con la cámara. O Lino, que también estuvo, y que luego vino a hablar de política a casa, con café y tabaco. O Aranza, que no pudo ir porque tenía un curso, pero habría estado, y que más tarde llegó con vino y chocolate para compartir el sábado de reflexión hasta las doce de la noche. O Jaime, que pasó por Madrid después de unos meses de trabajo en el Congo y paró en Sol, porque tenía ganas.
Según los cálculos que el domingo daba El PAÍS, hubo 153.000 personas en la manifestación. Según la policía, fueron 100.000. Según Podemos, 300.000. Da igual, eran un montón. Y también están los que no pudieron ir.
Pudo estar Mari, que lleva 35 años limpiando casas y antes votaba socialista, pero ahora piensa que el PSOE es como el tofu, que no sabe a nada. Pudo estar su marido, que trabajaba en una empresa en manos de unos gestores cansados que aprovecharon la crisis para dejarla morir y mandar a la gente a la calle sin problemas. O su hijo, que está en Inglaterra cuidando niños y aprendiendo inglés para ver si eso sirve de algo. También pudo estar Javier, que no lo tiene del todo claro, pero que ayer decía en su Facebook que habría preferido estar en Sol con su bandera republicana a languidecer en el cómodo sofá violeta de su casa, en una pequeña ciudad de Ecuador a la que un día emigró. Si Elías no hubiera sido un mico de un año, quizá también podrían haber estado Miguel y Cristina, que en realidad no tienen ningún gran problema ahora, que han ahorrado con su último trabajo, pero que quieren darle un giro a su vida, a mitad de camino entre lo creativo y lo agrícola. Y que no saben por qué, pero Podemos les da fuerza para hacerlo.
Pero claro, están las dudas, que son bastantes, que son legítimas, que no vienen de la casta ni de las trincheras:
Ramón no se siente un enemigo de Podemos por pensar que Juan Carlos Monedero no hizo bien al crearse una sociedad unipersonal -con un tipo impositivo de en torno al 30%- para pagar sus impuestos por las consultorías e informes que había hecho sobre América Latina, en lugar de pagar el IRPF -con un tipo del 52%-. No es ilegal, pero a Ramón le huele a pequeña ingeniería financiera made in Spain. Se lo puede imaginar de niñatos a los que no les importan los servicios públicos que se pagan con impuestos, pero no de un profesor que ha escrito un libro que se titula Curso urgente de política para gente decente. Ramón piensa que Monedero debería disculparse, y no le vale que haya tributado en España en lugar de montarse la sociedad en el extranjero, como argumentó Pablo Iglesias. Porque lo que se espera de un español normal y decente es que pague sus impuestos en España. Igual que se espera que un padre trate bien a sus hijos, y no hay que alabarle por el hecho de hacerlo. Pero Ramón también piensa que eso no justifica en absoluto intentar crucificar a Monedero en los medios.
Francisco roza los setenta y no cree que el discurso de Podemos sobre la Transición sea justo. Igual que Francisco piensan Manuel o Lucía. Pero no sólo "porque se hizo lo que se pudo", con la amenaza militar soplando en el cuello, sino porque lo que se hizo, en la Transición y después, tuvo muchas cosas buenas. "Sirvió para poner en marcha servicios públicos y derechos sociales inimaginables. Y no fue sólo mérito de los que estaban en el poder. Fue un mérito compartido, porque los que estábamos en partidos que no gobernaron presionamos y ayudamos a crear condiciones favorables a ese desarrollo. Esos servicios también son patrimonio nuestro. De los comunistas, por ejemplo".
Laura tiene derecho a pensar que Pablo Iglesias ha perdido flow, que suena un poco repetido, que sale más cabreado, que lo de llamar Pantuflo a Inda es más propio del típico pique de botellón, de esos que hacía en la plaza 2 de mayo cuando tenía 20 años. Le parece que el otro día, en la entrevista de La Sexta Noche, Iglesias estuvo muy agresivo con la periodista Andrea Ropero, que siempre es extremadamente educada con los invitados.
Y yo, que también tengo mi corazoncito, pondría en el diván algunos de los entusiasmos bolivarianos de Podemos. Sobre todo, porque también he vivido en América Latina -de profesor, no asesorando gobiernos-, emigrado. Y sé, por ejemplo, que Rafael Correa -al que Pablo Iglesias dice admirar- ha cambiado de arriba abajo, para muchísimo mejor, un país que habían dejado hecho una piltrafa. Pero también sé que ha hecho una ley de prensa infame que lleva a un periodismo de autocensura, o que criminaliza la protesta de las comunidades locales, algunas indígenas, que se oponen a las expropiaciones que, de facto, se hacen en sus territorios para dárselos a las mineras chinas. Y no sólo lo pienso yo. También antiguos aliados de Correa, como el profesor Alberto Acosta. O importantes referentes de la izquierda, como Boaventura de Sousa Santos.
Pero igual que hay dudas, la gente tiene ganas.
¿Quién entre los mortales más comunes no sintió un momento de íntima justicia poética cuando el ministro de Finanzas griego Varoufakis dijo que el Gobierno griego ya no reconocía a la troika? ¿Quién no disfrutó con esa sonrisa socarrona de despedida que Varoufakis le dedicó al presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem, que con su aspecto de impoluta eficiencia holandesa había defendido la necesidad de mantener los recortes en Grecia como si los griegos no hubieran votado para cambiar las cosas? ¿Quién no quiso ser Varoufakis, ese profesor de Economía con aspecto de filósofo underground que ha terminado de monitor de buceo en una isla griega tras veinte años por antros de medio mundo, que ha dejado de fumar y ahora se entrena cada día física y mentalmente para la gran batalla?
¿Es cierto lo que estoy viendo? ¿Un ministro europeo quebrándole el paso y el discurso a la troika?
Y las ganas no se van a ir, por muchas resistencias que haya. Por muchas voces que en España lleven dictando cátedra cuarenta años y quieran seguir haciéndolo y bloqueando el cambio generacional. Si acaso, las ganas vendrán también de otros sitos que no sean Podemos o Syriza, con otros formatos que la gente perciba interesantes: ¿cómo si no Albert Rivera y sus Ciudadanos, multiplicándose como champiñones?
Ya no son sólo las necesidades materiales por cubrir; hay cientos de debates honestos que están pendientes, dilemas humanos que corresponden a nuestra época -como la conciliación entre el tiempo personal y familiar y el tiempo de trabajo, la profundización en las cuestiones de género, la revolución ecológica, el decrecimiento, etc- que se dirigen al centro mismo del modo de producción capitalista.
Y el periodismo también tiene que ver mucho en todo esto, porque se trata de escuchar las ganas de la gente, de analizarlas, de acompañarlas, de escudriñarlas, de criticarlas, de trabajar el método de la duda para acercarse a la realidad. Pero no de intoxicar.
De lo contrario, se fomentan los bandos, que obligan a la gente a a ponerse frente a un espejo: ¿Y usted, qué prefiere ser? ¿Un Rajoy de la vida, un Hollande o un Varoufakis?
Y claro, compañerxs, ahí la respuesta está clara.
Según los cálculos que el domingo daba El PAÍS, hubo 153.000 personas en la manifestación. Según la policía, fueron 100.000. Según Podemos, 300.000. Da igual, eran un montón. Y también están los que no pudieron ir.
Pudo estar Mari, que lleva 35 años limpiando casas y antes votaba socialista, pero ahora piensa que el PSOE es como el tofu, que no sabe a nada. Pudo estar su marido, que trabajaba en una empresa en manos de unos gestores cansados que aprovecharon la crisis para dejarla morir y mandar a la gente a la calle sin problemas. O su hijo, que está en Inglaterra cuidando niños y aprendiendo inglés para ver si eso sirve de algo. También pudo estar Javier, que no lo tiene del todo claro, pero que ayer decía en su Facebook que habría preferido estar en Sol con su bandera republicana a languidecer en el cómodo sofá violeta de su casa, en una pequeña ciudad de Ecuador a la que un día emigró. Si Elías no hubiera sido un mico de un año, quizá también podrían haber estado Miguel y Cristina, que en realidad no tienen ningún gran problema ahora, que han ahorrado con su último trabajo, pero que quieren darle un giro a su vida, a mitad de camino entre lo creativo y lo agrícola. Y que no saben por qué, pero Podemos les da fuerza para hacerlo.
Pero claro, están las dudas, que son bastantes, que son legítimas, que no vienen de la casta ni de las trincheras:
Ramón no se siente un enemigo de Podemos por pensar que Juan Carlos Monedero no hizo bien al crearse una sociedad unipersonal -con un tipo impositivo de en torno al 30%- para pagar sus impuestos por las consultorías e informes que había hecho sobre América Latina, en lugar de pagar el IRPF -con un tipo del 52%-. No es ilegal, pero a Ramón le huele a pequeña ingeniería financiera made in Spain. Se lo puede imaginar de niñatos a los que no les importan los servicios públicos que se pagan con impuestos, pero no de un profesor que ha escrito un libro que se titula Curso urgente de política para gente decente. Ramón piensa que Monedero debería disculparse, y no le vale que haya tributado en España en lugar de montarse la sociedad en el extranjero, como argumentó Pablo Iglesias. Porque lo que se espera de un español normal y decente es que pague sus impuestos en España. Igual que se espera que un padre trate bien a sus hijos, y no hay que alabarle por el hecho de hacerlo. Pero Ramón también piensa que eso no justifica en absoluto intentar crucificar a Monedero en los medios.
Francisco roza los setenta y no cree que el discurso de Podemos sobre la Transición sea justo. Igual que Francisco piensan Manuel o Lucía. Pero no sólo "porque se hizo lo que se pudo", con la amenaza militar soplando en el cuello, sino porque lo que se hizo, en la Transición y después, tuvo muchas cosas buenas. "Sirvió para poner en marcha servicios públicos y derechos sociales inimaginables. Y no fue sólo mérito de los que estaban en el poder. Fue un mérito compartido, porque los que estábamos en partidos que no gobernaron presionamos y ayudamos a crear condiciones favorables a ese desarrollo. Esos servicios también son patrimonio nuestro. De los comunistas, por ejemplo".
Laura tiene derecho a pensar que Pablo Iglesias ha perdido flow, que suena un poco repetido, que sale más cabreado, que lo de llamar Pantuflo a Inda es más propio del típico pique de botellón, de esos que hacía en la plaza 2 de mayo cuando tenía 20 años. Le parece que el otro día, en la entrevista de La Sexta Noche, Iglesias estuvo muy agresivo con la periodista Andrea Ropero, que siempre es extremadamente educada con los invitados.
Y yo, que también tengo mi corazoncito, pondría en el diván algunos de los entusiasmos bolivarianos de Podemos. Sobre todo, porque también he vivido en América Latina -de profesor, no asesorando gobiernos-, emigrado. Y sé, por ejemplo, que Rafael Correa -al que Pablo Iglesias dice admirar- ha cambiado de arriba abajo, para muchísimo mejor, un país que habían dejado hecho una piltrafa. Pero también sé que ha hecho una ley de prensa infame que lleva a un periodismo de autocensura, o que criminaliza la protesta de las comunidades locales, algunas indígenas, que se oponen a las expropiaciones que, de facto, se hacen en sus territorios para dárselos a las mineras chinas. Y no sólo lo pienso yo. También antiguos aliados de Correa, como el profesor Alberto Acosta. O importantes referentes de la izquierda, como Boaventura de Sousa Santos.
Pero igual que hay dudas, la gente tiene ganas.
¿Quién entre los mortales más comunes no sintió un momento de íntima justicia poética cuando el ministro de Finanzas griego Varoufakis dijo que el Gobierno griego ya no reconocía a la troika? ¿Quién no disfrutó con esa sonrisa socarrona de despedida que Varoufakis le dedicó al presidente del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem, que con su aspecto de impoluta eficiencia holandesa había defendido la necesidad de mantener los recortes en Grecia como si los griegos no hubieran votado para cambiar las cosas? ¿Quién no quiso ser Varoufakis, ese profesor de Economía con aspecto de filósofo underground que ha terminado de monitor de buceo en una isla griega tras veinte años por antros de medio mundo, que ha dejado de fumar y ahora se entrena cada día física y mentalmente para la gran batalla?
¿Es cierto lo que estoy viendo? ¿Un ministro europeo quebrándole el paso y el discurso a la troika?
Y las ganas no se van a ir, por muchas resistencias que haya. Por muchas voces que en España lleven dictando cátedra cuarenta años y quieran seguir haciéndolo y bloqueando el cambio generacional. Si acaso, las ganas vendrán también de otros sitos que no sean Podemos o Syriza, con otros formatos que la gente perciba interesantes: ¿cómo si no Albert Rivera y sus Ciudadanos, multiplicándose como champiñones?
Ya no son sólo las necesidades materiales por cubrir; hay cientos de debates honestos que están pendientes, dilemas humanos que corresponden a nuestra época -como la conciliación entre el tiempo personal y familiar y el tiempo de trabajo, la profundización en las cuestiones de género, la revolución ecológica, el decrecimiento, etc- que se dirigen al centro mismo del modo de producción capitalista.
Y el periodismo también tiene que ver mucho en todo esto, porque se trata de escuchar las ganas de la gente, de analizarlas, de acompañarlas, de escudriñarlas, de criticarlas, de trabajar el método de la duda para acercarse a la realidad. Pero no de intoxicar.
De lo contrario, se fomentan los bandos, que obligan a la gente a a ponerse frente a un espejo: ¿Y usted, qué prefiere ser? ¿Un Rajoy de la vida, un Hollande o un Varoufakis?
Y claro, compañerxs, ahí la respuesta está clara.