Los clubes de fútbol poseen un valor por el que suspiran miles de empresas en el mundo: la lealtad inquebrantable de sus seguidores, esto que ahora se denomina en la jerga económica "fidelización". Algo que muy pocas empresas gozan, siendo Apple, la famosa compañía fabricante de ordenadores, teléfonos móviles y tabletas quizá una de las excepciones más conocidas. Tanto es así que sus compradores no se denominan como tales sino "maqueros". No conozco a ningún comprador de otra marca de ordenadores que se autodenomine "samsungnero" o "hewlettpaquero".
También es sintomático que cuando estos fans se refieren a sus productos no utilicen palabras genéricas, sino los nombres con los que la empresa de Cupertino bautiza a sus productos: Mac, iPhone y iPad. Y no dudan en mostrar orgullosamente su dispositivo con la manzana brillante en cualquier situación. No es extraño, por ello, que las empresas competidoras envidien ese profundo nivel de identificación que después se manifiesta en la fidelidad de sus compras. Y una razón para tal fenómeno radica en la calidad de sus productos, pero especialmente en la capacidad de transmitir indelebles emociones que hacen que sus compradores se sientan privilegiados.
Pues bien, lo que es una excepción en el mundo de las empresas, es la regla en el mundo del fútbol, donde los clubes son constitutivamente entidades emocionales que, una vez nos atrapan, ya no se cambian. Pocos sentimientos se labran tan pronto en un aficionado y duran tanto y tan profundamente como los ligados a la fidelidad hacia un club. Son extraños los ejemplos de un aficionado que cambie de colores. Los avatares del equipo no suelen perturbar su fidelidad. Incluso cuando los resultados no acompañan y se desciende de categoría, se da en ocasiones la circunstancia de que aumenta el número de socios. El lema del Betis es quizá un perfecto reflejo de esta actitud: "Viva el Betis manque pierda".
En consonancia con esta característica propia de los equipos de fútbol, históricamente los presidentes de los clubes solían ser aficionados que buscaban ayudar al club por el que sentían una genuina querencia. Su gestión en el club acostumbraba a estar guiada por actitudes parecidas a las que rige una asociación o comunidad basada en intereses, emociones y sentimientos comunes. Conocían a los jugadores de la primera plantilla, pero también a los empleados, desde el entrenador hasta el utillero. Lo importante era el desempeño del equipo en la Liga, su juego, sus victorias contra los rivales directos o históricos. El valor simbólico de los equipos sobrepasaba con mucho otros aspectos más prosaicos. El presidente debía mantenerse fiel a una historia o a los rasgos que identificaban al club. Y no era extraño que después esos grandes presidentes fueran homenajeados bautizando al estadio con su nombre: Santiago Bernabéu, Vicente Calderón, Rico Pérez, etc.
Sin embargo, desde hace ya algunos años, los dirigentes de los clubes no se comportan como abanderados de ese conglomerado de emociones que se encarna en unos colores, un himno, un escudo, una historia y una camiseta. Desgraciadamente y como también ocurre con muchos afiliados respecto de los partidos políticos, el aliciente fundamental para aspirar a ser miembro de una junta directiva o ser su presidente ya no es tanto colaborar en el engrandecimiento de la historia del club sino adquirir poder: social y sobre todo, económico. Los palcos de los clubes ya no se llenan de aficionados sino de gente de empresa, convirtiéndose así en un espacio para las negociaciones, para adquirir influencia o concluir contratos privados.
Esto posteriormente se refleja en la forma de gestionar el club. O mejor dicho, la empresa, pues la mayoría de ellos son ya sociedades anónimas. La preocupación de las juntas directivas empieza a ser aumentar los beneficios por la venta de derechos de imagen y de retransmisión televisiva (y para ello no dudan en modificar los horarios tradicionales de los partidos) o vender más camisetas (con publicidad, por supuesto) en una zona determinada del globo terráqueo, para lo cual planean fichajes estratégicos o estancias de pretemporada que más parecen pensadas para enseñar el mostruario de estrellas que forman parte de la plantilla. Cuando faltan títulos, se alardea del presupuesto que se maneja: cuanto mayor, mejor. Este no es el único objetivo en la gestión -pues lo sigue siendo conseguir victorias y títulos-, pero da la impresión de que los títulos son un medio para vender más camisetas, y para ello se aprovechan de la fidelidad de sus aficionados. El resultado al que se puede llegar con este proceso es a la tergiversación más absoluta de la finalidad originaria de los clubes de fútbol: de estandarte de emociones grupales a empresas con intereses económicos, llegándose incluso a modificar las camisetas y los escudos para satisfacer intereses comerciales, como recientemente ha hecho el Real Madrid al suprimir unas tarjetas de crédito en las que aparecía en su escudo la cruz que lo corona, para así adaptarse a las preferencias religiosas de los países islámicos.
Ya nos hemos encontrado con casos en los que un club con problemas económicos es dirigido por un administrador colocado por el Ministerio de Hacienda. Me temo que el próximo paso en este proceso de mercantilización de los clubes de fútbol será que la junta directiva fiche a ejecutivo agresivo como presidente, con el objetivo de que dirija con criterios económicos esa particular forma de empresa, o que los clubes sean vendidos a un buen postor y reubicados en otras ciudades distintas a las de su lugar de creación, tal y como hace tiempo que ya sucede en EEUU. Lo que no sé si se mantendrá entonces son esos valores hasta ahora característicos de los clubes de fútbol: ser depositario de emociones genuinas y la fidelidad perpetua de sus aficionados.
También es sintomático que cuando estos fans se refieren a sus productos no utilicen palabras genéricas, sino los nombres con los que la empresa de Cupertino bautiza a sus productos: Mac, iPhone y iPad. Y no dudan en mostrar orgullosamente su dispositivo con la manzana brillante en cualquier situación. No es extraño, por ello, que las empresas competidoras envidien ese profundo nivel de identificación que después se manifiesta en la fidelidad de sus compras. Y una razón para tal fenómeno radica en la calidad de sus productos, pero especialmente en la capacidad de transmitir indelebles emociones que hacen que sus compradores se sientan privilegiados.
Pues bien, lo que es una excepción en el mundo de las empresas, es la regla en el mundo del fútbol, donde los clubes son constitutivamente entidades emocionales que, una vez nos atrapan, ya no se cambian. Pocos sentimientos se labran tan pronto en un aficionado y duran tanto y tan profundamente como los ligados a la fidelidad hacia un club. Son extraños los ejemplos de un aficionado que cambie de colores. Los avatares del equipo no suelen perturbar su fidelidad. Incluso cuando los resultados no acompañan y se desciende de categoría, se da en ocasiones la circunstancia de que aumenta el número de socios. El lema del Betis es quizá un perfecto reflejo de esta actitud: "Viva el Betis manque pierda".
En consonancia con esta característica propia de los equipos de fútbol, históricamente los presidentes de los clubes solían ser aficionados que buscaban ayudar al club por el que sentían una genuina querencia. Su gestión en el club acostumbraba a estar guiada por actitudes parecidas a las que rige una asociación o comunidad basada en intereses, emociones y sentimientos comunes. Conocían a los jugadores de la primera plantilla, pero también a los empleados, desde el entrenador hasta el utillero. Lo importante era el desempeño del equipo en la Liga, su juego, sus victorias contra los rivales directos o históricos. El valor simbólico de los equipos sobrepasaba con mucho otros aspectos más prosaicos. El presidente debía mantenerse fiel a una historia o a los rasgos que identificaban al club. Y no era extraño que después esos grandes presidentes fueran homenajeados bautizando al estadio con su nombre: Santiago Bernabéu, Vicente Calderón, Rico Pérez, etc.
Sin embargo, desde hace ya algunos años, los dirigentes de los clubes no se comportan como abanderados de ese conglomerado de emociones que se encarna en unos colores, un himno, un escudo, una historia y una camiseta. Desgraciadamente y como también ocurre con muchos afiliados respecto de los partidos políticos, el aliciente fundamental para aspirar a ser miembro de una junta directiva o ser su presidente ya no es tanto colaborar en el engrandecimiento de la historia del club sino adquirir poder: social y sobre todo, económico. Los palcos de los clubes ya no se llenan de aficionados sino de gente de empresa, convirtiéndose así en un espacio para las negociaciones, para adquirir influencia o concluir contratos privados.
Esto posteriormente se refleja en la forma de gestionar el club. O mejor dicho, la empresa, pues la mayoría de ellos son ya sociedades anónimas. La preocupación de las juntas directivas empieza a ser aumentar los beneficios por la venta de derechos de imagen y de retransmisión televisiva (y para ello no dudan en modificar los horarios tradicionales de los partidos) o vender más camisetas (con publicidad, por supuesto) en una zona determinada del globo terráqueo, para lo cual planean fichajes estratégicos o estancias de pretemporada que más parecen pensadas para enseñar el mostruario de estrellas que forman parte de la plantilla. Cuando faltan títulos, se alardea del presupuesto que se maneja: cuanto mayor, mejor. Este no es el único objetivo en la gestión -pues lo sigue siendo conseguir victorias y títulos-, pero da la impresión de que los títulos son un medio para vender más camisetas, y para ello se aprovechan de la fidelidad de sus aficionados. El resultado al que se puede llegar con este proceso es a la tergiversación más absoluta de la finalidad originaria de los clubes de fútbol: de estandarte de emociones grupales a empresas con intereses económicos, llegándose incluso a modificar las camisetas y los escudos para satisfacer intereses comerciales, como recientemente ha hecho el Real Madrid al suprimir unas tarjetas de crédito en las que aparecía en su escudo la cruz que lo corona, para así adaptarse a las preferencias religiosas de los países islámicos.
Ya nos hemos encontrado con casos en los que un club con problemas económicos es dirigido por un administrador colocado por el Ministerio de Hacienda. Me temo que el próximo paso en este proceso de mercantilización de los clubes de fútbol será que la junta directiva fiche a ejecutivo agresivo como presidente, con el objetivo de que dirija con criterios económicos esa particular forma de empresa, o que los clubes sean vendidos a un buen postor y reubicados en otras ciudades distintas a las de su lugar de creación, tal y como hace tiempo que ya sucede en EEUU. Lo que no sé si se mantendrá entonces son esos valores hasta ahora característicos de los clubes de fútbol: ser depositario de emociones genuinas y la fidelidad perpetua de sus aficionados.