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Nosotros los pueblos de las Naciones Unidas

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Resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles, a reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas... a promover el progreso social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad y, con tales finalidades, a practicar la tolerancia y a convivir en paz como buenos vecinos...

Así comienza el Preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas, adoptada en San Francisco en 1945, con loables propósitos y principios.

Siria, 2015. 4 años, 4 vetos, 220.000 muertos y diez millones de seres... humanos, entre los huidos y refugiados fuera de su semidestrozado país y los desplazados de sus hogares a causa de la extrema violencia. Muerte y destrucción. Cuatro años en que se ha pasado de una rebelión contra el tirano El Asad a una supuesta guerra civil, a una masacre continuada donde también el denominado Estado islámico se halla presente.

Cuatro vetos (en octubre de 2011, febrero y julio de 2012 y, más recientemente, en mayo de 2014) del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, en concreto de Rusia y China, que han impedido poner coto a tiempo a la masacre. Moscú y Pekín son directamente responsables por sus intereses y compromisos con el régimen de Damasco, culpables de la inacción onusiana en este tema. No obstante, se trata de una acción -la utilización del veto- común a la otra gran potencia, los EEUU, que en muchas ocasiones se ha servido de él en asuntos diversos y especial y vergonzosamente y contra toda lógica política, para paralizar acciones que harían justicia a Palestina sin poner en peligro la seguridad de Israel.

Si bien existen casos excepcionales en que la mayoría de la opinión pública aprobaría su utilización, el derecho de veto es una de las herramientas onusianas más dañinas para los propósitos, principios y designios de la organización. Y es especialmente dañino en lo que concierne a la defensa de los derechos humanos en el planeta, agredidos, conculcados y no respetados a causa de la omisión de socorro decretada por los gobiernos ruso, chino o norteamericano. Algo que únicamente una reforma racional y equilibrada de la propia ONU impedirá. Soy consciente de la enorme dificultad del empeño (Sísifo, a su lado, lo habría tenido fácil), dado que estamos ante un típico caso de juez y parte en un mismo actor, el propio Consejo de Seguridad, cuyos cinco miembros permanentes, los citados más Reino Unido y Francia, tienen la sartén por el mango..., y el mango también. Son ellos los que habrían de renunciar voluntariamente a tan pernicioso instrumento e iniciar -conjuntamente con la Asamblea General- una genuina transformación del ente creado en 1945. Por ahora no hay visos, y es obvio que ello afectaría al sistema internacional que, con pocos cambios sustanciales, rige desde la Paz de Westfalia de 1648. No obstante -y dadas las barbaridades que crecientemente asuelan regiones enteras del mundo, sin que el sistema ponga coto- merece la pena insistir en el asunto, con amplios sectores de la opinión pública horrorizados ante lo que cotidianamente sucede.

Sin carácter exhaustivo, me refiero a la barbarie institucionalizada que campa a sus anchas en Siria o Iraq, en Nigeria y Kenya, pasando por Gaza o Yemen, el Sinaí, Libia o Túnez, sin olvidar el Egipto del faraón Al Sisi (golpista y dictador, al que Obama, sin sonrojarse, ha decidido continuar armando). Aludo a los horrores cometidos por el Estado islámico o Al Qaeda o cualquiera de sus diversas franquicias de diverso nombre en Oriente Medio y Africa. A las decapitaciones de occidentales o simplemente de orientales no musulmanes, a la quema con gasolina, vivo y encerrado en una jaula, de un piloto jordano (todo ello ampliamente difundido por internet). Hablo del terror impuesto en el norte de Nigeria y regiones fronterizas por Boko Haram, cuyo propio nombre, que libremente traducido significa "la educación occidental está prohibida", es más que elocuente. Me refiero asimismo al sanguinario despliegue de crueldad llevado a cabo en Kenya por la somalí Al Shabab, la rama más violenta de Al Qaeda, que asesina a 150 estudiantes cristianos en la Universidad de Garissa, deja libre a los estudiantes musulmanes y a aquellos de entre los cristianos que, para evitar ser ejecutados, se declaran islámicos, les pegan un tiro en la nuca al ser incapaces de recitar unas suras coránicas. Hablo, en fin, del campo de refugiados palestinos de Yarmuk, a seis kilómetros de Damasco, cercado desde hace dos años por el ejército sirio por alzarse contra El Asad y que hoy se enfrenta a Al Nusra, filial de Al Qaeda, y al Estado islámico, quien amenaza con decapitar a quienes no se le unan.

¿Es exagerado sostener que muchos de estos horrores podrían haber sido evitados si Rusia y China no hubieran vetado desde hace cuatro años la acción contra el tirano de Damasco? ¿Acaso no es verosímil argumentar que el surgimiento del Estado islámico es producto, al menos en gran parte, de la frustración e indignación de muchos en Siria y en la zona por la ausencia de apoyo internacional a los sectores moderados opuestos al régimen de Damasco? Se explica así la animosidad de la Asamblea General (no olvidemos que esta es el órgano verdaderamente representativo de la organización mundial) contra el Consejo de Seguridad. Ello ha llevado a que más de dos tercios de los miembros de la ONU hayan "deplorado" el fracaso del Consejo a la hora de proteger a los sirios de los abusos y de las masivas matanzas que afligen a su país desde 2011 (recordemos el Preámbulo de la Carta: "resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles...) y a que la Asamblea aprobara en agosto de 2012 una resolución condenando al Consejo por su inacción.

El enfrentamiento entre ambos órganos onusianos no es infrecuente. Los miembros permanentes del Consejo sostienen que la Asamblea debe mantenerse al margen de los asuntos tratados por ellos. Conviene sin embargo tener presente que la Asamblea elige cada dos años a los miembros no permanentes del Consejo y que ha de autorizar los presupuestos propuestos por él. No está de más resaltar la valiente iniciativa articulada en 2012 por el grupo denominado Pequeños Cinco (Small Five, S-5 en la jerga anglosajona) en desafío a los Cinco Grandes (miembros permanentes del Consejo). Los S-5 (Costa Rica, Jordania, Liechtenstein, Singapur y Suiza) copatrocinaron en mayo de ese año una resolución "para ser considerada por los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad". La propuesta -suscitada por la amplia y antigua insatisfacción con la manera en que el Consejo trabaja- incluía peticiones y recomendaciones, demandas como la de que el órgano en cuestión informe sobre las razones que le llevan a servirse del veto y consejos como que se abstenga de usarlo para hacer posible la actuación de la ONU para prevenir o actuar en casos de genocidio, crímenes de guerra o crímenes contra la humanidad.

Es obvio que existían y existen más que suficientes motivos para impulsar una iniciativa como la del S-5. Las presiones sobre los Pequeños (aunque grandes moralmente) por parte del Consejo les obligó a retirar la propuesta. No siempre la moral acompaña las decisiones del Consejo. El artículo 24-2 de la Carta exige que "en el desempeño de sus funciones, el Consejo de Seguridad procederá de acuerdo con los Propósitos y Principios de las Naciones Unidas", pero hay ocasiones en que la comunidad internacional contempla perpleja e indignada el uso del veto de modo contradictorio con dichos Propósitos y Principios. Se trata de una batalla larga y desigual. Una primera escaramuza a librar consistiría en convencer a los Cinco Grandes de que se auto impusieran un código de conducta en el que se comprometieran a no utilizar el voto en aquellos asuntos que no afecten directamente a sus intereses vitales y que, de paso, recordaran que debemos transitar del concepto de soberanía inviolable al de soberanía responsable.

El propio secretario general, Ban Ki Moon, se dirigía en 2009 al Consejo con estas palabras: "En el Consejo de Seguridad, los cinco miembros permanentes tienen una especial responsabilidad a causa de los privilegios de su cargo y el poder de veto que les han sido conferidos por la Carta. Les animaría a que se abstengan de emplear el veto o la amenaza de emplearlo en situaciones en que manifiestamente no se cumplan las obligaciones derivadas de la responsabilidad de proteger".

La tarea -ya digo, superior a la de Sísifo- no ha hecho más que comenzar. Pero merece la pena perseverar en el intento hasta lograr un Consejo de Seguridad en plena sintonía con los principios onusianos. Porque no cabe duda de que su actual configuración y funcionamiento no está, al menos plenamente, en consonancia con ellos. La jurista surafricana, de color y de origen tamil, Navi Pillay, Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos (2008-2014) se despedía así de su cargo: "Consideraciones geopolíticas cortoplacistas y el interés nacional, estrechamente definido, se han impuesto repetidamente al intolerable sufrimiento humano. Una mayor sensibilidad y reacción por parte del Consejo habrían salvado cientos de miles de vidas". Pillay se refería específicamente a Siria, pero genéricamente a muchas otras situaciones, como Afganistán, Gaza, Iraq, Libia, Mali, República Centroafricana, Somalia, Sudán, Sudán del Sur, Ucrania... La lucha continúa.

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