Los políticos nos dicen que el ciudadano es lo primero y nos hablan mucho de transparencia y accesibilidad. Los empresarios también nos dicen que el cliente es lo primero y nos prometen un servicio exquisito y las cuentas claras. Sin embargo, si uno echa un vistazo a los comunicados (léase facturas, circulares, extractos, abonos de tasas, declaraciones de impuestos...) que recibe del Hacienda, del Ayuntamiento, de la compañía eléctrica, del banco o de la gran superficie donde compró un sofá a plazos, la realidad es bien distinta.
La factura de la luz es un buen ejemplo de esto que digo. En mi caso, un documento de cuatro páginas de letras y números bien apretados, imposibles de leer para alguien que no tenga la vista en perfectas condiciones, y cargado de gráficos de barras y de quesitos destinados a desvelar tendencias de gasto, notas aclaratorias en horizontal y vertical o larguísimos chorizos alfanuméricos referentes a contratos, órdenes ministeriales y otras regulaciones del ramo. Por no hablar de los famosos diagramas donde nos informan del origen de la energía eléctrica en España ¡un par de años atrás!, y que nos dicen cuánto salió en aquel momento de las centrales nucleares, de las de carbón, de los molinos de viento o fue resultado de la "Cogeneración de Alta Eficiencia" (así, en mayúsculas, para darle más importancia).
Mi factura de la luz es un atropello al sentido común y un estropicio comunicativo de casi 1500 palabras (9000 caracteres), una auténtica exhibición de tecnicismos y formulismos burocráticos y legales, que se me antoja que está más pensada para evitar problemas legales a la corporación que la emite o para esconder en la letra pequeña los puntos más desfavorables al consumidor, que para que cliente sepa de qué va todo esto.
Estoy totalmente de acuerdo con el Mario Tascón y la catedrática de Lengua Española Estrella Montolío, que el otro día firmaban un artículo denunciando el lenguaje oscuro y confuso al que recurre la Administración y las empresas en España. Una oscuridad que ahora se extiende a Internet, una herramienta que, según nos anuncian una y otra vez los ciberentusiastas, nos evitará colas y desplazamientos con un par de clics, pero que en muchos casos están más pensadas para liarnos, con pantallas cargadas otra vez de letra diminuta y botones que nos complican irremediablemente la elección.
La página de Ryanair o las de algunas de esas aerolíneas de bajo coste que tanto han proliferado en los últimos tiempos son un buen ejemplo de esto. Y es que hay que ser un internauta avezado para no sucumbir a sus artimañas y no acabar añadiendo a ese billete de precio sin igual un par de seguros, el alquiler de un coche o una habitación de hotel en la ciudad de destino.
Pero no está todo perdido. Tascón y Montolío nos dicen que otro mundo es posible y que se puede comprobar si uno mira cómo se comunican los organismos públicos o las corporaciones con los ciudadanos en Estados Unidos, Suecia o el Reino Unido. En esos países existe la voluntad de facilitarles las cosas a la gente, e incluso han florecido en la sociedad civil movimientos en defensa del uso del lenguaje llano en la vida económica y pública (Plain Language Movement). Creo que el lenguaje confuso y excesivamente técnico o burocrático es fruto de siglos de toscos formulismos de funcionario, pero también creo que se mantiene para perpetuar privilegios o injusticias bajo el halo de la especialización y el eufemismo.
En este sentido, es deber de todos pedir que, de una vez, el lenguaje llano cale la administración y en los servicios. Y es deber de los políticos, funcionarios y ejecutivos de las empresas facilitar la comunicación con los ciudadanos y los clientes. Para que algún día mi padre, un octogenario que todavía acude religiosamente y con muy buena fe a la oficina a pagar al contado sus recibos, entienda de qué le hablan, o para que mi hijo de 10 años sepa qué le dice el banco cuando le manda la críptica papeleta con el saldo de la cuenta que mi mujer y yo le acabamos de abrir. De otra manera, siempre pensaré que nos están tangando.
La factura de la luz es un buen ejemplo de esto que digo. En mi caso, un documento de cuatro páginas de letras y números bien apretados, imposibles de leer para alguien que no tenga la vista en perfectas condiciones, y cargado de gráficos de barras y de quesitos destinados a desvelar tendencias de gasto, notas aclaratorias en horizontal y vertical o larguísimos chorizos alfanuméricos referentes a contratos, órdenes ministeriales y otras regulaciones del ramo. Por no hablar de los famosos diagramas donde nos informan del origen de la energía eléctrica en España ¡un par de años atrás!, y que nos dicen cuánto salió en aquel momento de las centrales nucleares, de las de carbón, de los molinos de viento o fue resultado de la "Cogeneración de Alta Eficiencia" (así, en mayúsculas, para darle más importancia).
Mi factura de la luz es un atropello al sentido común y un estropicio comunicativo de casi 1500 palabras (9000 caracteres), una auténtica exhibición de tecnicismos y formulismos burocráticos y legales, que se me antoja que está más pensada para evitar problemas legales a la corporación que la emite o para esconder en la letra pequeña los puntos más desfavorables al consumidor, que para que cliente sepa de qué va todo esto.
Estoy totalmente de acuerdo con el Mario Tascón y la catedrática de Lengua Española Estrella Montolío, que el otro día firmaban un artículo denunciando el lenguaje oscuro y confuso al que recurre la Administración y las empresas en España. Una oscuridad que ahora se extiende a Internet, una herramienta que, según nos anuncian una y otra vez los ciberentusiastas, nos evitará colas y desplazamientos con un par de clics, pero que en muchos casos están más pensadas para liarnos, con pantallas cargadas otra vez de letra diminuta y botones que nos complican irremediablemente la elección.
La página de Ryanair o las de algunas de esas aerolíneas de bajo coste que tanto han proliferado en los últimos tiempos son un buen ejemplo de esto. Y es que hay que ser un internauta avezado para no sucumbir a sus artimañas y no acabar añadiendo a ese billete de precio sin igual un par de seguros, el alquiler de un coche o una habitación de hotel en la ciudad de destino.
Pero no está todo perdido. Tascón y Montolío nos dicen que otro mundo es posible y que se puede comprobar si uno mira cómo se comunican los organismos públicos o las corporaciones con los ciudadanos en Estados Unidos, Suecia o el Reino Unido. En esos países existe la voluntad de facilitarles las cosas a la gente, e incluso han florecido en la sociedad civil movimientos en defensa del uso del lenguaje llano en la vida económica y pública (Plain Language Movement). Creo que el lenguaje confuso y excesivamente técnico o burocrático es fruto de siglos de toscos formulismos de funcionario, pero también creo que se mantiene para perpetuar privilegios o injusticias bajo el halo de la especialización y el eufemismo.
En este sentido, es deber de todos pedir que, de una vez, el lenguaje llano cale la administración y en los servicios. Y es deber de los políticos, funcionarios y ejecutivos de las empresas facilitar la comunicación con los ciudadanos y los clientes. Para que algún día mi padre, un octogenario que todavía acude religiosamente y con muy buena fe a la oficina a pagar al contado sus recibos, entienda de qué le hablan, o para que mi hijo de 10 años sepa qué le dice el banco cuando le manda la críptica papeleta con el saldo de la cuenta que mi mujer y yo le acabamos de abrir. De otra manera, siempre pensaré que nos están tangando.