Sabemos que los hábitos de vida, sea la alimentación, sedentarismo, sea fumar, beber alcohol u otras drogas, influyen de una manera poderosa en el padecimiento de nuestras propias enfermedades. Pero lo que no sabíamos, hasta hace muy poco, es que algunos de estos hábitos o conductas pueden marcar nuestros genes químicamente, produciendo con ello una inhibición o bloqueo de sus funciones, y que estas marcas pueden ser transmitidas a nuestros hijos con consecuencias a nivel cerebral que todavía hoy no conocemos bien.
A este capítulo, conocido como epigenética, quisiera añadir algo muy reciente que ha venido en ser considerado revolucionario. Refiere a que ciertos estímulos capaces de desencadenar reacciones emocionales y que se suceden de forma repetida a lo largo de nuestras vidas pueden también marcar nuestros genes y esto ser heredado por los hijos. De modo que hoy sabemos que los hijos pueden expresar en su vida miedo frente a ciertos estímulos sin antes ellos haber tenido una experiencia personal propia ante esos mismos estímulos.
A nivel experimental se ha podido comprobar que si un ratón recibe un pequeño choque eléctrico en la pata (dolor) al tiempo que se le expone a un olor determinado y esto se repite varias veces, muy pronto el ratón desarrolla miedo solo al olor (aprendizaje asociativo). Pues bien, los ratones hijos y nietos de estos últimos mostraron también tener una reacción de susto y sobrecogimiento, es decir, una reacción emocional de miedo similar a la que tuvieron sus padres, pero en este caso sin tener experiencia suya propia de dolor o haber sido expuestos nunca antes a este olor. En otras palabras, estos ratones han heredado el miedo de los padres. Y esto es algo verdaderamente revolucionario en la biología de nuestros días; nunca antes se había demostrado que fuera posible la transmisión a los hijos de un carácter, digamos mental, adquirido por los padres. Todo ello es producido no por un cambio en la estructura química de los genes, sino por las marcas químicas que se adhieren a ellos y cambian su funcionamiento en el cerebro. Esto lleva a preguntarse hasta qué punto estos nuevos descubrimientos alcanzan a los padecimientos sociales que sufrimos en nuestras sociedades y culturas tan impregnadas de miedo. ¿Acaso no es cotidiano el miedo repetido de niño, sea en el entorno de la familia o en el colegio, o los miedos en el trabajo, o esos miedos sociales cotidianos a los demás, a los otros? ¿Acaso no vivimos realmente en una cultura del miedo?
Todo esto ha llevado a pensar en la posibilidad abierta y futura de una ética transgeneracional, futurista si se quiere, que ampare a los seres humanos todavía no concebidos. Si la ética en general refiere a conductas que implican lo que entendemos por bueno o malo, verdad, justicia, derecho y deber, valores y normas, sin duda estos nuevos descubrimientos nos hacen pensar en la posibilidad abierta de hablar de una ética transgeneracional. ¿Hasta qué punto no sería poco ético que conociendo la posibilidad de un daño genético directo provocado por ciertos miedos no obremos evitando esta posibilidad simplemente cambiando nuestras conductas? Y, mas allá, ¿cambiando nuestra estructura social caminando hacia una cultura sin miedo, ese maligno hasta del pensamiento?
¿Se podría hablar ya de una ética adelantada, una ética tendente a hacer el bien social en aquellos todavía no concebidos y que ni tan siquiera existen en el pensamiento de sus posibles progenitores? ¿Un nuevo capítulo de la neuroética tendente a prevenir que los futuros seres humanos hereden y sufran miedos que ellos mismos no han creado como consecuencia de sus propios estilos de vida en el contexto de la sociedad en que viven?
Sin duda nuestra cultura occidental está abriendo un nuevo capítulo en nuestros conocimientos de lo que es el ser humano. Y lo que desde luego es claro, ahora ya, es que añadido a nuestros conceptos sólidos de que el ser humano es un ser en esencia social, ahora sabemos además que esa naturaleza social no es solo de contacto entre individuos aislados, sino que somos eslabones de una larga cadena unida no solo por la "química aleatoria de los genes", sino también por la "emoción aleatoria de esos mismos genes".
A este capítulo, conocido como epigenética, quisiera añadir algo muy reciente que ha venido en ser considerado revolucionario. Refiere a que ciertos estímulos capaces de desencadenar reacciones emocionales y que se suceden de forma repetida a lo largo de nuestras vidas pueden también marcar nuestros genes y esto ser heredado por los hijos. De modo que hoy sabemos que los hijos pueden expresar en su vida miedo frente a ciertos estímulos sin antes ellos haber tenido una experiencia personal propia ante esos mismos estímulos.
A nivel experimental se ha podido comprobar que si un ratón recibe un pequeño choque eléctrico en la pata (dolor) al tiempo que se le expone a un olor determinado y esto se repite varias veces, muy pronto el ratón desarrolla miedo solo al olor (aprendizaje asociativo). Pues bien, los ratones hijos y nietos de estos últimos mostraron también tener una reacción de susto y sobrecogimiento, es decir, una reacción emocional de miedo similar a la que tuvieron sus padres, pero en este caso sin tener experiencia suya propia de dolor o haber sido expuestos nunca antes a este olor. En otras palabras, estos ratones han heredado el miedo de los padres. Y esto es algo verdaderamente revolucionario en la biología de nuestros días; nunca antes se había demostrado que fuera posible la transmisión a los hijos de un carácter, digamos mental, adquirido por los padres. Todo ello es producido no por un cambio en la estructura química de los genes, sino por las marcas químicas que se adhieren a ellos y cambian su funcionamiento en el cerebro. Esto lleva a preguntarse hasta qué punto estos nuevos descubrimientos alcanzan a los padecimientos sociales que sufrimos en nuestras sociedades y culturas tan impregnadas de miedo. ¿Acaso no es cotidiano el miedo repetido de niño, sea en el entorno de la familia o en el colegio, o los miedos en el trabajo, o esos miedos sociales cotidianos a los demás, a los otros? ¿Acaso no vivimos realmente en una cultura del miedo?
Todo esto ha llevado a pensar en la posibilidad abierta y futura de una ética transgeneracional, futurista si se quiere, que ampare a los seres humanos todavía no concebidos. Si la ética en general refiere a conductas que implican lo que entendemos por bueno o malo, verdad, justicia, derecho y deber, valores y normas, sin duda estos nuevos descubrimientos nos hacen pensar en la posibilidad abierta de hablar de una ética transgeneracional. ¿Hasta qué punto no sería poco ético que conociendo la posibilidad de un daño genético directo provocado por ciertos miedos no obremos evitando esta posibilidad simplemente cambiando nuestras conductas? Y, mas allá, ¿cambiando nuestra estructura social caminando hacia una cultura sin miedo, ese maligno hasta del pensamiento?
¿Se podría hablar ya de una ética adelantada, una ética tendente a hacer el bien social en aquellos todavía no concebidos y que ni tan siquiera existen en el pensamiento de sus posibles progenitores? ¿Un nuevo capítulo de la neuroética tendente a prevenir que los futuros seres humanos hereden y sufran miedos que ellos mismos no han creado como consecuencia de sus propios estilos de vida en el contexto de la sociedad en que viven?
Sin duda nuestra cultura occidental está abriendo un nuevo capítulo en nuestros conocimientos de lo que es el ser humano. Y lo que desde luego es claro, ahora ya, es que añadido a nuestros conceptos sólidos de que el ser humano es un ser en esencia social, ahora sabemos además que esa naturaleza social no es solo de contacto entre individuos aislados, sino que somos eslabones de una larga cadena unida no solo por la "química aleatoria de los genes", sino también por la "emoción aleatoria de esos mismos genes".
Francisco Mora. ¿Es posible una cultura sin miedo? Alianza Editorial. Madrid 2015.